ientes nostalgia de mí, eso dicen
tus manos mientras acarician la
espuma inmóvil del silencio,
encapsulado bajo los nudillos
gastados de historias. Coges un
lápiz, por un momento crees verme,
fresca y vivificante, dispuesta a
todo por amor o lo que fuera posible
y el rictus de tu boca sube hasta el
cielo en donde el ángel de tus
sueños tiembla de frío. Estoy aquí
te digo, marchita de inviernos, y no
me ves, algo en ti parece morir un
poco, estás pleno de argumentos,
pero coges tu lápiz, al parecer sin
una finalidad clara, y no me
encuentras. Pronto vendrá tu mujer y
el sonido de sus pasos aplacará la
fiebre que aún sientes y el deseo de
arrojar los años por la ventana para
decirlo todo de una vez para
siempre, antes que el elfo
indeseable del sinsentido consuma
tus entrañas. Estás mustio, más
mustio que este otoño y, encima,
ella aparece con la misma perorata
de todos los días, la cara gastada
de antiguos brillos y el cuerpo
agrietado de decepciones. No la
amas, es tarde para decirlo, pero no
la amas; ella sonríe como si nada
ocurriera y desearías gritar tu
verdad a los cuatro vientos con
nombre y dirección, con la ayuda del
bolígrafo que llevas contigo como un
amuleto para la buena suerte.
Sientes nostalgia y no es cosa de
viejos, la modernidad te provoca
desconcierto, te desequilibra por
dentro y por fuera como si hubieses
quedado suspendido para siempre de
las faldas de un tiempo sin regreso.
Aún estoy aquí, inevitablemente
condenada a muerte.
Sentado sobre tu sofá, observas de
reojo el nuevo computador y rompes
el aire con la mano que acarició mi
cuerpo delicado y sutil, heredero de
la brisa silvestre de los campos y
el verdor fragante de los árboles.
Ya no existo, tu esposa vuelve a
repetirlo: la modernidad llegó para
quedarse. Vuelves a mirar el
monitor, ella activa el correo y
aparece el cuerpo vacío de un
email. Son los nuevos tiempos,
dice, el final de La Carta ha
comenzado.