n una etapa de mi vida escuché muchas
veces decir: “Los tiempos son
importantes”. Nada tiene ya que ver mi
vida con aquella época del pasado. Y
ahora, cuando los recuerdos de aquel
ayer se desdibujan en la memoria de mis
intereses, justamente ahora que ya no
tengo nada que ver con ese mundo de
codicia, ambición y poder, ahora que en
lugar de en ese mundo vivo en otro
mejor, de entrega, es cuando esas
palabras han cobrado sentido. Sólo en el
amor he descubierto la crudeza de la
realidad que contiene esa afirmación.
Tu reloj y el mío no marcan la misma
hora. Tú vives en otoño y yo en verano.
Yo vivo el verano de la alegría de las
flores aún abiertas mostrando todos los
colores de la escala conocida por el ojo
humano. Tú vives la caída de las hojas
de los árboles y, aunque luches por
mantenerlas, nada puedes hacer, las
hojas siguen cayendo para seguir su
destino. Un destino que no depende de
nadie, ni siquiera de ti o de mí,
porque, por mucho que intente darte mi
calor de verano y mi colorido, tus hojas
siguen cayendo; porque, por mucho que
vea tus hojas caer, mi sangre sigue
alterada por la estación en la que vivo.
Tú vives el momento del día en que
empieza a oscurecer y quieres mantener
la luz del día, pero el Sol que hoy
lucía radiante se oculta y se marcha
para dejar paso al nuevo Sol que
aparezca mañana. Un mañana más cercano o
lejano. Pero un mañana que ya no es hoy.
Yo vivo en la madrugada. Mi color y mi
calor quedan para mí. Sólo yo los
conservo. ¿Hasta cuándo? Hasta que el
frío nocturno que me rodea los haya
absorbido por completo. Llegará el otoño
para mí y también caerán mis hojas.
Después, llegará mi invierno. No sufras.
Nada puedes hacer, no te culpes. No
sufras. Nada puedo hacer, no me culpes.
Algún relojero programó nuestros
calendarios de modo distinto. Algún
relojero pensó que el Sol y la Luna no
pueden darse la mano. Algún relojero
hizo que esos dos astros, Luna y Sol,
estuvieran destinados a encontrarse el
uno en la zona opuesta del mundo de
donde se hallara el otro.
Ese relojero bien podría haber tomado el
nombre de Cupido, pero ni tú eres Dafne
ni yo soy Apolo, y mucho tiempo ha
transcurrido desde que Ovidio nos
regalara sus metamorfosis.
¡Gracias, relojero! Gracias porque no
nos olvidaste por completo: permitiste
los eclipses. Ese eclipse en el que el
Sol se llenó de Luna. Ese eclipse en el
que la blanca Luna fue arropada por el
Sol. Ese eclipse en que tu tiempo y el
mío coincidieron.
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