ay días en que no recuerdo quién soy,
de tal modo que debo investigar mi personalidad
completa, sobre todo por el hecho práctico de
que debo saber cuáles son mis costumbres y
gustos. Puedo soportar desconocer mi nombre, por
poner un ejemplo, pero no si me gusta la leche o
si un filete de ternera me sienta bien o no.
También debo escribir en un papel si puedo beber
whisky o conformarme con un sorbete de melón; si
no encuentro este papel, me arriesgo a beberme
una cerveza y caer sin conciencia, y el pánico
de lo desconocido me obliga a no salir de la
casa.
Otras veces, no recuerdo cómo están
los muebles, ni qué se guarda en cada uno de
ellos. Este hecho no me asusta, porque siendo un
positivista, lo único necesario es dejarse en
manos del tiempo y escribir un escrupuloso
inventario del desorden depresivo de mis
cajones. Procuro trazar croquis y listas, pero
lo más común es que estos valiosos documentos se
extravíen en un exceso de preocupación, y,
cuando los encuentro al fin, hayan transcurrido
cuatro o cinco inventarios, numerosos desórdenes
y esa magnífica abundancia de imprevistos.
Otras veces, no recuerdo a quién
conozco. Este olvido me resulta sumamente
incómodo, porque abrazar a tu exmujer tiene un
pase (me ocurrió dos veces, siempre acompañada
ella de su novio), pero besar al tipo que te
echó hace tres años, mientras le insistes en que
hay que tomarse unas copas y recordar el
colegio, sobrepasa con mucho la vergüenza. En
esos casos, procuro no moverme del barrio, me
camuflo en unas espesas gafas de sol aun en el
más oscuro de los días, y pongo todo tipo de
pretextos relacionados con un trabajo y otra
cita que invariablemente se desvanece.
En todos los casos, me siento un tipo
vulgar, y en vano conjuro el asco de mil formas.
Lo mejor, me digo, es dormir, pero esta hora es
la más negra de todas. Me impulso como a fuerza
de músculos en la más horrenda amalgama de
inmortalidades y secuencias humanas, soy todos y
todas, claro que no a la vez, y lo único que no
he sido, hablando de memoria poco fiable, es
mexicano y boxeador. Los psiquiatras dicen que
todo es producto de la angustia (no tengo
trabajo estable, mi mujer me abandonó a los dos
años de casarnos), y que debo insistir en los
recuerdos de infancia, en establecer una
cuidadosa hilazón con los tiempos vividos,
asumiendo mis diferentes fases con
desinhibición. También me recomiendan que active
mi vida sexual, y hasta que deje de ser tan
pudoroso. Pero la eternidad me visita al menor
descuido: soy un comerciante de paños en Rodas,
soy un normando, soy la prostituta de Astarté o
la amante de un oficial serbio de la Segunda
Guerra Mundial, soy un hombre que corre,
perseguido por perros y negreros, soy un
alcohólico de Louisiana cortejando a la hija de
un médico, y un copríncipe de Andorra, no sé si
el obispo o el rey.
De un tiempo a esta parte, no sueño
nada por lo de la terapia, aunque sería
imposible que los recuerdos y los olvidos me
dejaran en paz. Ahora no me haga más preguntas,
y dígame si quiere o no el teléfono móvil.
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