Para
escribir un poema de diez hectáreas
tendré que
convocar a todos los peces,
al mago que
deambula en las noches,
al aroma de
pan horneado,
a la espuma
del mar.
Deberé
resucitar a los que me dejaron,
retornar
barcos encallados en la brisa,
zafiros y
esmeraldas,
al niño que
soñaba con ser espantapájaros,
al viejo
campanario, al andén del pueblo aquel.
Pondré el
nombre de mi madre,
los
fantasmas de mi gente,
una gota de
río, la caricia del sauce.
De la más
ínfima hierba la fragancia,
del
rompecabezas los enigmas
y de los
ojos del ausente las plegarias.
Un poema de
diez hectáreas insume tener frío,
dejarse
llevar como una veleta,
despertar en
el tango que nos desnuda,
ser cometa,
buzón, arquero.
Que nos
deslumbren los cuentos de sal,
el vuelo del
colibrí,
y las
estatuas en su jaula.
Que tenemos
un país herido no debo olvidar,
que hay
abuelas que esperan y
una isla
llena de lápidas y voces en la bruma.
Que el
Crucificado sigue siendo crucificado,
que se
mutilan a diario tantas alas,
que se ríen
en el norte de los que pernoctamos aquí en el sur.
Y cuando me
falten palabras para las diez hectáreas
acudiré a tu
nombre, tus pies de duende,
a tu beso,
tu sexo enhiesto,
tu mirada
verde, a tus dudas y certezas,
a tu valle
encantado,
a tu
insomnio, a tu alcohol.
Sólo ahí
nacerá el poema,
grito extendido
inmortalidad
cierta.
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