N.º 69

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2010

7

GIBRALFARO

   

   

   

   

   

SELECCIÓN POÉTICA

   

Por Rocío Soria R.

   

   

   

1

Llevo horas tratando de regresar las piezas a su sitio,

atando el fardo,

     volviendo el contenido a la manga.

   

     La gelatina cuaja en las cerraduras.

  

     Gira un coleóptero rojo.

  

Una hoja fresca cae desde la turgencia de su labio inferior.

  

  

  

2

Es el momento en que el azul oscuro

     trinca los espacios de la alcoba.

     Tiende los brazos como la sombra de un cristo

     

      orina

                         respira

                                               cojea

                                                                 tose.

    

      Los dibujos sobre la cama se arrancan uno a otro

                     separan las canicas de sus ganglios

                                    por tamaños, colores y consistencias.

       

      Rosas purpúreas saltan de sus bocas.

       

  

  

3

La mirada rueda como un cacharro

      se vuelve cajetilla vacía.

       

      Abraza las rodillas al estómago

      con todas las muecas indóciles de la enfermedad,

                boquea espeso,

                              jadea,

       

                guarda los brazos bajo la bata.

   

   

   

4

Sumerge sus dedos para comprobar la tibieza del cultivo

no hay nada de especial en el frasco salvo un vapor dulzón,

tiembla por ese recuerdo de su colección de bolas y botones

  

aspira hasta llenarse

aprieta los labios para darse el valor y permanecer al filo del lienzo

          cierra los ojos con la fe del último esfuerzo

          se contiene

          se columpia

       

tiembla por las veces en las que sin causa aparente

  

          tiembla por las manos volteando los ojos en las escaleras.

  

¿Escuchas?

Son las voces que vienen del túnel

y que se le adherían a medida que iba creciendo, canciones parcas.

  

El dolor, en este punto, no es más que un cosquilleo raquídeo

          o levedad suspendida en vasijas comunicantes.

   

Ya no hay recuerdos

          sólo ese susurro interminable de los olvidos como en un velorio…

  

  

  

Las antiguas de mí misma

deben haber muerto

en fibras blancuzcas,

en aserrines,

               tropezándose en sus mismos pies,

                         ahorcándose en sus propios brazos.  

  

Las otras de mí

deben haberse contenido el peso de las pupilas

      en los pañuelos de sangre,

      deben haberse colgado en los muros

      a desgajarse el pellejo a piedras.

   

Encuentro que estoy hecha de fríos

      como las otras,

      lo sé porque el dolor de vivir

      se me ajusta a la espalda

      y me circula como un hematoma negro.

 

Voy oscura, descalza,

      como si ya me hubiera unido a las sombras para siempre,

      como si ya hubiera vivido siempre

                                   trago cuchillos,

me deleito sorbiendo agua sal por las ternillas

      hasta llenarme el estómago,

      hasta volverme cianótica.

  

El dolor es una especie de éxtasis:

      lloro detrás de la cortina

      y me gusta cómo mis lágrimas se van espesando.

      Es como haber ingerido solvente.

 

¿Hasta cuándo podré reír?

      No puede existir un placer tan gratificante

      como el dolor que me abunda.

¿Hasta cuánto fuego podré tolerar?

 

Estoy hecha de eritemas

como quien guarda alacranes en el cajón

      y se los traga

      y deja que lo piquen hasta hacerse inmune.

 

No hay poción, ni raticida para el dolor

      sólo me queda apretarlo,

                hasta que de tanto apretarlo

      me vuelva insaciable.

               Sin embargo,

      hoy no estás y eso si es insalvable

      es una nueva mutación del dolor.

      Las otras de mí deben haberse colgado en los muros

      y despellejado a piedras.

   

    

   

6

Este bocado de oxígeno es el primero: lo respiro con cuidado y me oprime,

      me oprime

      como si fuera naciendo íntimamente hacia dentro

      como un embrión que lo hubiera formado a solas.

       

Hay un demonio negro

circulándome y deteniéndose,

      circulándome y deteniéndose,

      circulándome y deteniéndose,

puedo sentir cuándo se detiene a hurgar atajos entre los troncos sanguíneos,

es como una aguja caminándome por el cuerpo.

       

      La cabeza se entibia por segmentos

      de atrás hacia delante y de abajo hacia arriba.

  

      Queda una idea convulsa dentro,

      solamente una idea que no alcanzo a pronunciar,

      una idea de miedo destornillándoseme entre los párpados.

      

      No hay palabra que la nombre.

  

El techo: carúncula silenciosa sigue una senda indefinida

el aire pita en mi pecho, puedo sentir cómo se infla mi abdomen,

      araño, pero no puedo deshacerme de esta convulsión,

       

las piernas se tensan con piquetes que suben hasta amortiguarse,

las manos se encarrujan entre las sábanas y tiemblan

      espasmódicamente.

   

Quiero un bocado de aire, pero la garganta ha estrechado el paso

      —hay ruidos de gente llegando—.

  

Una sola imagen final,

     una sílaba atascada que se repite y va acelerándose,

           acelerándose,

                acelerándose,

     hasta la desesperación.

  

     No sale.

       

Se acabó,

     todo terminó por apagarse,

     la vaga imagen cuelga de la pecera.              

       

               Punto final.

  

  

  

7

Ya nadie quiere cuidar de esta mano

cuyos movimientos involuntarios han pretendido, dicen, ahorcarme.

     La envuelvo

     la cubro

     le doy un beso en la cabecita

     le arrullo

     me amanezco meciéndola, pero ella nunca duerme

     está vigilante

     pendiente

se sobresalta al menor ruido y me araña de desesperación el pecho.

  

Quiere llamar mi atención porque sabe que ya está cerca.

     Le digo que sea cautelosa pero ella es muy impulsiva.

Es peor cuando la máquina de los latidos empieza a bombear

     toda la noche,

     sin descanso

y no termina de morirse ese pitido en mis ojos

     o se vuelve a una sola hebra

y el hombre de blanco viene con su abulia y masculla algún silencio

     que he olvidado

     dice algo que no entiendo.         

     Se acerca

     se la lleva

     le muele a sondas el cuello.

       

Él no entiende

que ella solo pretendía advertirme.

Se la lleva.

     Estoy sola.

Miro por el estrecho agujero del parapeto común.

  

     El hombre de la pieza seis se ha levantado

     y camina descalzo hacia el fondo

     agitando la pierna como si quisiera lanzarla.

  

El hombre de las flores amarillas

     se golpea la cabeza contra la pared

     repitiendo la misma frase.

  

El martes arañaba con la cuchara el plato vacío

     en un ritual interminable de invocación.

  

Ya nadie quiere atar estos cordones blancos que me crecen cuando llueve,

     nadie quiere cuidar de esta mano

     cuyos movimientos involuntarios han pretendido,

     dicen, ahorcarme.

   

     La envuelvo

       

     la cubro.        

       

     Espero.

     

     

     

8

Las antiguas de mí misma

deben haber muerto

en fibras blancuzcas,

en aserrines

tropezándose en sus mismos pies,

ahorcándose en sus propios brazos.

  

Las otras de mí

deben haberse contenido el peso de las pupilas

en los pañuelos de sangre,

deben haberse colgado en los muros

a desgajarse el pellejo a piedras.

  

Encuentro que estoy hecha de fríos

como las otras

lo sé porque el dolor de vivir

se me ajusta a la espalda

y me circula como un hematoma negro.

  

Voy oscura, descalza

como si ya me hubiera unido a las sombras para siempre

como si ya hubiera vivido siempre

trago cuchillos,

me deleito sorbiendo agua sal por las ternillas

hasta llenarme el estómago,

hasta volverme cianótica.

  

El dolor es una especie de éxtasis:

lloro detrás de la cortina

y me gusta cómo mis lágrimas se van espesando.

Es como haber ingerido solvente.

  

¿Hasta cuándo podré reír?

no puede existir un placer tan gratificante

como el dolor que me abunda.

¿Hasta cuánto fuego podré tolerar?

  

Estoy hecha de eritemas

como quien guarda alacranes en el cajón

y se los traga

y deja que lo piquen hasta hacerse inmune.

  

No hay poción, ni raticida para el dolor

solo me queda apretarlo hasta que de tanto apretarlo

me vuelva insaciable.

Sin embargo

hoy no estás y eso si es insalvable

es una nueva mutación del dolor.

Las otras de mí deben haberse colgado en los muros

y despellejado a piedras.

   

   

                             

   

   

 

    

 

  

Rocío Soria R. (Quito, Ecuador, 1979). Ha cursado estudios universitarios en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador. Su labor creativa cuenta, entre otras obras, con el poemario Huella Conceptual, que le mereció el Segundo Premio en el Concurso de Poesía 2003, organizado por el Departamento de Cultura de la Universidad Central del Ecuador, y, en 2008, El Cuerpo del Hijo (Rueca Eds., 2008), otro libro de poemas. Entre otros reconocimientos a sus méritos literarios, pueden citarse el Primer Premio en el ‘Concurso Interuniversitario de Relato Corto’, organizado por la Universidad San Francisco de Quito (2005); el Premio Nacional de Poesía ‘Fanny León Cordero’, organizado por la Asociación Ecuatoriana de Escritoras Contemporáneas (2005); la Medalla de Bronce en el género cuento en el ‘Concurso de Poesía, Cuento y Ensayo’, organizado por la Facultad de Filosofía, Escuela de Lenguaje y Literatura de la Universidad Central del Ecuador (2006), y el Primer Premio ‘Concurso del Libro y de la Rosa’, patrocinado por la UNESCO y la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (2006).

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año IX. II Época. Número 69. Noviembre-Diciembre 2010. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2010 Rocío Soria R. Edición en CD: Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2010 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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