1
Llevo horas tratando de regresar las piezas a su
sitio,
atando el fardo,
volviendo el contenido a la manga.
La gelatina cuaja en las cerraduras.
Gira un coleóptero rojo.
Una hoja fresca cae desde la turgencia de su
labio inferior.
2
Es el momento en que el azul oscuro
trinca los espacios de la alcoba.
Tiende los brazos como la sombra de un
cristo
orina
respira
cojea
tose.
Los dibujos sobre la cama se arrancan uno
a otro
separan las canicas de sus
ganglios
por tamaños,
colores y consistencias.
Rosas purpúreas saltan de sus bocas.
3
La mirada rueda como un cacharro
se vuelve cajetilla vacía.
Abraza las rodillas al estómago
con todas las muecas indóciles de la
enfermedad,
boquea espeso,
jadea,
guarda los brazos bajo la bata.
4
Sumerge sus dedos para comprobar la tibieza del
cultivo
no hay nada de especial en el frasco salvo un
vapor dulzón,
tiembla por ese recuerdo de su colección de
bolas y botones
aspira hasta llenarse
aprieta los labios para darse el valor y
permanecer al filo del lienzo
cierra los ojos con la fe del último
esfuerzo
se contiene
se columpia
tiembla por las veces en las que sin causa
aparente
tiembla por las manos volteando los
ojos en las escaleras.
¿Escuchas?
Son las voces que vienen del túnel
y que se le adherían a medida que iba creciendo,
canciones parcas.
El dolor, en este punto, no es más que un
cosquilleo raquídeo
o levedad suspendida en vasijas
comunicantes.
Ya no hay recuerdos
sólo ese susurro interminable de los
olvidos como en un velorio…
5
Las antiguas de mí misma
deben haber muerto
en fibras blancuzcas,
en aserrines,
tropezándose en sus mismos pies,
ahorcándose en sus
propios brazos.
Las otras de mí
deben haberse contenido el peso de las pupilas
en los pañuelos de sangre,
deben haberse colgado en los muros
a desgajarse el pellejo a piedras.
Encuentro que estoy hecha de fríos
como las otras,
lo sé porque el dolor de vivir
se me ajusta a la espalda
y me circula como un hematoma negro.
Voy oscura, descalza,
como si ya me hubiera unido a las sombras
para siempre,
como si ya hubiera vivido siempre
trago
cuchillos,
me deleito sorbiendo agua sal por las ternillas
hasta llenarme el estómago,
hasta volverme cianótica.
El dolor es una especie de éxtasis:
lloro detrás de la cortina
y me gusta cómo mis lágrimas se van
espesando.
Es como haber ingerido solvente.
¿Hasta cuándo podré reír?
No puede existir un placer tan
gratificante
como el dolor que me abunda.
¿Hasta cuánto fuego podré tolerar?
Estoy hecha de eritemas
como quien guarda alacranes en el cajón
y se los traga
y deja que lo piquen hasta hacerse inmune.
No hay poción, ni raticida para el dolor
sólo me queda apretarlo,
hasta que de tanto apretarlo
me vuelva insaciable.
Sin embargo,
hoy no estás y eso si es insalvable
es una nueva mutación del dolor.
Las otras de mí deben haberse colgado en
los muros
y despellejado a piedras.
6
Este bocado de oxígeno es el primero: lo respiro
con cuidado y me oprime,
me oprime
como si fuera naciendo íntimamente hacia
dentro
como un embrión que lo hubiera formado a
solas.
Hay un demonio negro
circulándome y deteniéndose,
circulándome y deteniéndose,
circulándome y deteniéndose,
puedo sentir cuándo se detiene a hurgar atajos
entre los troncos sanguíneos,
es como una aguja caminándome por el cuerpo.
La cabeza se entibia por segmentos
de atrás hacia delante y de abajo hacia
arriba.
Queda una idea convulsa dentro,
solamente una idea que no alcanzo a
pronunciar,
una idea de miedo destornillándoseme entre
los párpados.
No hay palabra que la nombre.
El techo: carúncula silenciosa sigue una senda
indefinida
el aire pita en mi pecho, puedo sentir cómo se
infla mi abdomen,
araño, pero no puedo deshacerme de esta
convulsión,
las piernas se tensan con piquetes que suben
hasta amortiguarse,
las manos se encarrujan entre las sábanas y
tiemblan
espasmódicamente.
Quiero un bocado de aire, pero la garganta ha
estrechado el paso
—hay ruidos de gente llegando—.
Una sola imagen final,
una sílaba atascada que se repite y va
acelerándose,
acelerándose,
acelerándose,
hasta la desesperación.
No sale.
Se acabó,
todo terminó por apagarse,
la vaga imagen cuelga de la
pecera.
Punto final.
7
Ya nadie quiere cuidar de esta mano
cuyos movimientos involuntarios han pretendido,
dicen, ahorcarme.
La envuelvo
la cubro
le doy un beso en la cabecita
le arrullo
me amanezco meciéndola, pero ella nunca
duerme
está vigilante
pendiente
se sobresalta al menor ruido y me araña de
desesperación el pecho.
Quiere llamar mi atención porque sabe que ya
está cerca.
Le digo que sea cautelosa pero ella es muy
impulsiva.
Es peor cuando la máquina de los latidos empieza
a bombear
toda la noche,
sin descanso
y no termina de morirse ese pitido en mis ojos
o se vuelve a una sola hebra
y el hombre de blanco viene con su abulia y
masculla algún silencio
que he olvidado
dice algo que no entiendo.
Se acerca
se la lleva
le muele a sondas el cuello.
Él no entiende
que ella solo pretendía advertirme.
Se la lleva.
Estoy sola.
Miro por el estrecho agujero del parapeto común.
El hombre de la pieza seis se ha levantado
y camina descalzo hacia el fondo
agitando la pierna como si quisiera
lanzarla.
El hombre de las flores amarillas
se golpea la cabeza contra la pared
repitiendo la misma frase.
El martes arañaba con la cuchara el plato vacío
en un ritual interminable de invocación.
Ya nadie quiere atar estos cordones blancos que
me crecen cuando llueve,
nadie quiere cuidar de esta mano
cuyos movimientos involuntarios han
pretendido,
dicen, ahorcarme.
La envuelvo
la cubro.
Espero.
8
Las antiguas de mí misma
deben haber muerto
en fibras blancuzcas,
en aserrines
tropezándose en sus mismos pies,
ahorcándose en sus propios brazos.
Las otras de mí
deben haberse contenido el peso de las pupilas
en los pañuelos de sangre,
deben haberse colgado en los muros
a desgajarse el pellejo a piedras.
Encuentro que estoy hecha de fríos
como las otras
lo sé porque el dolor de vivir
se me ajusta a la espalda
y me circula como un hematoma negro.
Voy oscura, descalza
como si ya me hubiera unido a las sombras para
siempre
como si ya hubiera vivido siempre
trago cuchillos,
me deleito sorbiendo agua sal por las ternillas
hasta llenarme el estómago,
hasta volverme cianótica.
El dolor es una especie de éxtasis:
lloro detrás de la cortina
y me gusta cómo mis lágrimas se van espesando.
Es como haber ingerido solvente.
¿Hasta cuándo podré reír?
no puede existir un placer tan gratificante
como el dolor que me abunda.
¿Hasta cuánto fuego podré tolerar?
Estoy hecha de eritemas
como quien guarda alacranes en el cajón
y se los traga
y deja que lo piquen hasta hacerse inmune.
No hay poción, ni raticida para el dolor
solo me queda apretarlo hasta que de tanto
apretarlo
me vuelva insaciable.
Sin embargo
hoy no estás y eso si es insalvable
es una nueva mutación del dolor.
Las otras de mí deben haberse colgado en los
muros
y despellejado a piedras.
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