urante el rito nupcial, las águilas se persiguen
volando a gran velocidad y elevándose a
trescientos metros. Luego, entrelazando sus
garras, la pareja hace en el aire cinco o
más vueltas completas, precipitándose en una
caída de alrededor de ciento cincuenta metros...
«Digo que es necesario ser vidente, hacerse
vidente.»
ARTHUR RIMBAUD, Carta a Paul Démeny.
Ella es la orante.
Desde el principio supo anudar el vago murmullo
con la feroz carcajada,
la imantación de una criatura al viento con la
lenta tiranía de los viajes,
hasta arder en el fulgor de las perversas
lentejuelas de estos ojos.
¿Me deshabito en cada huella,
me desposan con los látigos de una máscara
crucificada en mis espaldas?
Pienso exactitud y se oscurecen los cielos y la
tierra:
ya oigo el grito final desde la Cruz
Misericorde.
¿Qué fue del ávido arco iris descuartizando
murallas,
lamiendo más y más la corteza de un fruto
lacerado?
Desciendo ?al fin? por el sílex candoroso y el
légamo impaciente,
a través de escaleras que están en el principio
y nos delatan, y nos desprecian, y nos desnacen
como el rito ascensional de las glicinas.
Son fósiles de feria los que mastico, así,
—piedra zoológica hirviendo de memoria a
memoria—,
delante de los proclamados a caer en altos
desagües del diluvio.
¡La máscara de cera tan vesperal, de placenta
retenida en los dientes,
reventada de hermosos animales que conozco!
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Ella amamanta un séquito de hambrientos.
Sean con nosotros las cucharas de la historia y
del sueño las llaves.
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Ella es la pestilente.
Ahogó en congoja las falsas joyas de la esfinge,
escarbó
sacratísima y desnuda esta lava que cae por su
piel
como pez derretido por la noche más antigua.
¡Quién haría el recuento de la fiebre y del
vuelo,
de su abierta juventud trizada en incontables
vidrios
bajo el temblor de la lluvia!
Tienes el frío de tu herencia.
Deambulas por la mansión envuelta en arpilleras
carcomidas por las ratas de una alucinación a
solas.
Infame esta jauría.
Sabes la entrada, pero nadie te espera de ese
lado.
Arcilla irrenunciable, humus fascinador del
desierto,
¿y el grito en la luz no nos tatúa?
Allí donde te hieren, nadie reclama por el
juego.
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Ella es la sortílega.
Espinó las yemas indigeribles del árbol de razón
con uvas traídas del trueno o del silencio.
(Hay un grimorio inscripto en cada ruego,
con follaje de oro en tu costado.
Ahora vigila y bruñe lo que aúllas. Sángralo.)
La rosa azul movible de Judea
me busca para expiar nuestro bautismo
en las riberas donde el terror se proclama
heredero.
¿Por qué estos colmillos, este letárgico perfume
salpicado por la harina de toda soledad?
Apagas las luces de mi madriguera.
Sobrevives con relámpago verídico
a las colmenas de la anunciación.
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Ella es la desertora.
Se exilió de las costumbres de los hombres
hacia los médanos que borran su congoja feroz
con el milagro.
¿Adónde la salvaje Navidad celebrada en
Andrómeda?
Me hospeda un oasis baldío.
¿Es que no oyes el fosforescente perro de sus
tumbas ocultas?
¿Y no se descascaran las paredes que te cubren?
¿No lloras como Lázaro tu sangre revivida?
Palabra tras palabra fundabas este mundo,
pervertías sus custodios, decapitabas los
templos.
Su permanencia ya es mi canto de vidente.
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Ella danza entre ataúdes rotos.
Habrá de bendecirlos por lo que fueron,
por el miasma dispuesto a incendiarnos,
por este vacío enguantado revelándome
eco y voz.
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Ella es la sacrílega.
Comió carroña para poblar de desesperación
el balbuceo entretejido de aquel viejo fantasma.
Ahora traga trozos de espejo (pequeñas dinastías
cenicientas),
de un solo soplo los traga.
Deberás contemplar mi casa cubierta de muecas y
de almizcle,
aun con estas manos.
¿Qué Génesis me balanceó en este oleaje,
precipitándome a la desobediente procesión del
peligro?
¡Palabras en mi clausura, en mi credo inicial,
en mi adagio de carne por las sombras del mundo,
separando el duelo de todo porvenir con su
antorcha llameante,
con cada trapo de sed y su reguero vampiro!
En la moneda, raspas tu tajo:
entonces avanzo con risa de esplendor por esta
selva de águilas
y me corono. |