o nací allí, en aquel pueblo donde el suicidio
se heredaba como se hereda la manera de mirar a
lo lejos o de decir las cosas. Decían los
forenses, esos que vienen y quieren entender lo
que piensa un muerto, el estado psicológico (o
como se diga) de cada difunto lo había conducido
hasta allí. Mentira. Tonterías, nada más. Yo sé
qué aire es este que se entremete en la sien y
corroe como el agua fuerte.
Esta tierra llama pronto y no espera, esta
tierra árida que busca regarse, no con sudor y
sangre como todas, sino saciándose con el orín
de los suicidados.
Todos se ahorcan. Todos. Y se orinan. Ahorcados
con una pulcritud imposible: traje y corbata
negros, sin camisa, unos zapatos relucientes en
una bolsa y la cuerda del pozo al hombro.
¿Sabes lo que les pasa por la cabeza? Yo sí, y
no soy de esos que vienen que lo quieren saber
todo. Se les resbala una gota de sangre por el
cerebro y sale en forma de lágrima por un ojo.
Una lágrima espesa como la baba.
Ahí mueren. En sus tierras, o el algún almendro
prestado por amigos confidentes. ¿Que por qué?
Más o menos, te cuento lo que me contó un día mi
padre siendo un niño.
Cuando se aplasta la primavera, reverdece todo,
hasta los olores y los escotes, que se estrenan
a primera hora de la mañana. En primavera, se
acercaba en su carreta el afilador, su cabra y
una joven, cuyo parentesco con él se desconocía.
No tan bella como para enloquecer, pero con una
picaresca reprimida y un salvajismo oculto de la
tierra que deshacía al ser más racional: tez
curtida y tobillos blanquecinos, ojos grandes e
inocencia provocativa.
Total, eran cuatro duros lo que ganaban. Comer y
algo de aguardiente para las noches de invierno.
Él andaba de mañana con su piedra de limar y su
flautilla de pan con sonidos ascendentes y
descendentes, reconocibles desde el último
rincón, con una consorte de satirillos detrás
corriendo, ¡el afilaó! ¡el afilaó! ¡madreee,
dame una navaja! ¡yo quiero ser afilaó de
grande!
Un dios Pan con pantalón de pana y barba llena
de piojos. Mientras ella, la gitanilla, tocaba
con tanta gracia el acordeón, viejísimo por
cierto, que la cabra sola hacía piruetas como
una loca; vamos, que si hubiese hablado,
parecería aquello un aquelarre de los alegres.
¡Esa alondra! La alondra del barbero
perfeccionaba año tras año aquel sonido de la
flautilla, llegando a ser tan perfecto que
sonaba mejor que el real. Yo criaba alondras,
pero cuando le sangraban el pico, las dejaba
volar.
Los muchachos alimentaban sus
deseos reprimidos con aquella muchacha que tenía
lo extraño como atracción. Pero como tú sabes,
hasta el hielo quema, y la juventud es hielo y
fuego al mismo tiempo; uno: ¿a que no tienes lo
que ha de tener un hombre para tocarla?, otro:
¿qué no?, otro: ¿será hija, mujer, hermana?,
otro: ¡voy y verás!
En esto, que se acerca, le dice, lo rechaza, le
pellizca el trasero, el afilador da la esquina,
amenazas, navaja recién afilada en mano, acero
chocando con los rayos del sol, cuerpo tumbado,
sangre a borbotones en el último soplo de la
flautilla.
Dicen que ella no habló, no lloró, solo miró de
tal forma que solo había podido anunciar con
aquello una cosa mala. Sí, una cosa mala,
decían. Yo que sé. Tú sabes, creencias ocultas:
mal de ojo, espolón de gallos, hinojos
machacados… las cosas del pueblo. No volvieron;
bueno, ella.
Escucha, tú. Pero en cada primavera, la alondra
del barbero cantaba, con ese sonidito que
martirizaba en el recuerdo. El rumor se extendía
de boca en boca y el homicida todavía guardaba
para sí las palabras que cruzó con ella; ¿qué le
dijiste?, ¡qué locura hacer lo que hiciste!, ¿y
ella, qué habrá sido de ella?, ¿te escupió,
dices? Rumores vienen, rumores van, tantos
fueron que aquel joven imberbe y de labios
vírgenes, con empalmes de cuerda y un nudo bien
trabado, se fue a donde todo el mundo calla y
nadie regresa para protestar.
Decían que su cuello y su lengua eran tres veces
más de lo que tenía. Daba miedo ver al jirafoide
amortajado. Cuando parecía todo olvidado, empezó
una noche de septiembre, de esas que huelen a
hojas embarradas, a sonar un murmullo, un
lamento ahogado. Venía del cementerio, alguno de
allí se asomaba fuera de las tapias del patio de
difuntos y murmuraba palabras impronunciables,
inconforme, con el cuello como el rabo de un
gato cabreado. Lo sacaron de la tumba, así, como
el apicultor castra la miel de las colmenas, y
le cortaron el cuello con aceros oxidados. Todo
volvió a ser como antes. ¡Qué coño, nada sería
como antes!
¡La alondra! ¡Esa estúpida alondra! ¡Ese canto
infernal de nuevo, otra primavera con la
flautilla en los oídos y sin flautilla! Se
escapó. Voló un día de abril de la jaula y la
maldita enseñó su canto a todas las alondras.
Mataron las que pudieron, pero siempre había
alguna cantando. Todos los meses quemaban las
plumas de esas alondras y rezaban. Pero ese
canto lo aprendió el viento. Entraba grave el
viento como un rumor, trayendo algo que no se
entendía, que anegaba el alma de tristeza.
Y los rumores de nuevo. Se colaban por debajo de
las puertas, desencajaban trancos, por los caños
de los patios, por canalones y chimeneas, por
las cabezas. Tan difícil era de explicar lo que
decía aquello que los que iban a ahorcarse
pedían que les cortaran la cabeza y la lengua.
Nadie se iba de aquí. Todos dejaban algo y nadie
quería irse. Algo telúrico debe traer aquellas
palabras, un brillo oscuro en sus significados.
No te rías, hombre, que era así. El estorbo se
convirtió en costumbre y la costumbre en
herencia. Quizás no lo creas, pero llevo unos
días escuchando ese rumor cada vez más fuerte en
mi cabeza y anoche sudé por los ojos sin ganas.
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