N.º 51

SEPTIEMBRE-OCTUBRE 2007

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IDENTIDAD Y EXISTENCIA.

Un anecdotario (no exhaustivo) de convergencias y disidencias occidentales en torno al humanismo

Por Luis Quiles Pando  

  

  

  

« […] E afinal o que quero é ter fé, é calma,

E não ter estas sensaçoes confusas.

Deus que acabe com isto! Abra as esclusas

E basta de comédias na minh´alma!» [1]

  

*   *   *

  

«Al hombre le dijo: “Por haber escuchado la voz de tu

mujer y comido del árbol que yo te había prohibido comer,

maldito sea el suelo por tu causa; con fatiga sacarás de él

el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos

te producirá, y comerás la hierba del campo.

Con el sudor de tu rostro comerás el pan,

 hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado.

 Porque eres polvo y al polvo tornarás.”» [2]

  

      

 

 

Si al principio de los tiempos se sentaba junto al Padre, rozando la bóveda celestial con los dedos de la mano y la esfera terrestre con los de los pies, al segundo día de vida era degradado a la humilde condición de «creatura».

("La Creación de Adán", detalle de la bóveda de la Capilla Sixtina, pintada entre 1508 y 1512.)

  

  

L

a caída del ser humano fue el trágico desenlace de una doble seducción; primero, la de la cándida Eva por el Maligno, hostil a Dios y enemigo del hombre, disfrazado de filántropo reptil; segundo, la de Adán por la compañera que Dios le entregara in illo tempore. El cuerpo del delito: la deleitosa carne del fruto prohibido del Árbol de la Ciencia. El crimen: no tanto la rebeldía contra la autoridad paterna como la hybris, la soberbia. El hombro osó suplantar a Dios como soberano. El hombre quiso ser su propio Dios. El hombre ambicionó para sí la “ciencia”, un privilegio que Dios se reservaba y la usurpó por el pecado. No era la omnisciencia, inaccesible a los seres finitos, ni el discernimiento moral, que ya poseía el hombre inocente y que Dios no negaba a su criatura racional. Era la facultad de decidir por uno mismo lo que es bueno y lo que es malo y de obrar en consecuencia.

De un día para otro, el hombre pasó de ser un invitado con honores en la casa celestial a verse deportado a la periferia del mundo, en la nuda e inclemente intemperie. Antaño, jardinero de Dios en Edén; a día de hoy, triste y solitario jornalero, obligado a luchar contra la incompasiva tierra para arrancarle el sustento. El pan, la vida, ya no era un don gratuito de la Gracia divina, había que ganárselo día a día, sudando, trabajando, sufriendo. Al rehusar de su condición de hijo de Dios, el hombre adquirió el derecho a afirmar positivamente su identidad, opina Feuerbach[3]. Ya no podía llamársele vicario de Dios, ya no era un doble inexacto, copia defectuosa (necesariamente defectuosa) de un perfectísimo original (ens realissimum). El hombre era por fin otra cosa, un ser enigmático de cuya identidad sólo se sabía lo que había dejado de ser.

Alejarse de Dios no reportó al hombre las ventajas que la serpiente le había prometido. Lo que consiguió fue descender un eslabón en la cadena del ser, pues si al principio de los tiempos se sentaba junto al Padre, rozando la bóveda celestial con los dedos de la mano (véase la imagen de la Capilla Sixtina de Leonardo) y la esfera terrestre con los de los pies, al segundo día de vida era degradado a la humilde condición de creatura. Perdido ya el favor paterno, el hombre se vio desprovisto de sus antiguos privilegios, teniendo que vagar por el suelo como los demás seres vivos, que eran sus pares; al igual que ellos, poseía un ser fundado por Dios pero que Dios no preservaba; como la oveja descarriada que, al perder de vista a su pastor, ya no tiene a quien la guíe de camino al hogar. Según la clasificación de Leibniz, el mal moral del hombre (pecado) generó el mal metafísico (finitud), que, a su vez, unió la vida mundana al mal físico (padecimiento). Dios no castigó la labilidad humana con la mortalidad, pues la realidad humana, causada externamente, fue ab initio una realidad contingente. La ira de Dios no condujo al hombre a la muerte, sino a la existencia. Lo obligó a solucionar la continuidad de su vida por sus propios medios, gravándole a él y a su descendencia con un trabajo tan absurdo como el de Sísifo: «Y le echó Yahveh Dios del jardín de edén, para que labrase el suelo de dónde había sido tomado. Y habiendo expulsado al hombre, puso delante del jardín de Edén querubines, y la llama de espada vibrante, para guardar el camino del árbol de la vida» [4].

La existencialidad del hombre es una certeza del pensamiento occidental in toto, no sólo de la tradición hebraica. Siempre que el hombre se ha parado a pensarse a sí mismo, se ha dado de bruces con la «enfermedad mortal», el more kierkegaardiano, del no-ser. Asegura Heidegger en su obra Ser y Tiempo que toda forma auténtica de autoconciencia va aneja a la experiencia de la angustia. El hombre, qua existente, queda para sí en su sentir como un ser-para-la-muerte, un ser, por otra parte, que asume su praxis como único phármakon o remedio con el que paliar (provisionalmente) su acuciante infirmitas. El hombre tiene que vérselas a solas con su potencial mortandad, arrojarse al abismo de la Nada, sabiendo que el único apoyo, sostén o consistencia que encontrará allá dentro es el que él mismo se proporcione, por eso se distingue del mero viviente (lo estático, que está-ahí sido-ya, demorándose  desde siempre). Su ser le va en su hacer, pues, al hacer, se hace, y, más concretamente, se hace un ser aún vivo, aún no-muerto. Lo contrario de la voluntad de vivir, el quietismo de la «noluntad» unamuniana, es renegar de la vida, resignarse al triunfo de la muerte: «Así como nuestro andar es siempre una caída evitada, la vida de nuestro cuerpo es un morir incesantemente evitado, una destrucción retardada de nuestro cuerpo; y, finalmente, la actividad de nuestro espíritu no es sino un hastío evitado. Cada uno de nuestros movimientos respiratorios nos evita el morir; por consiguiente, luchamos contra la muerte a cada segundo, y también el dormir, el comer, el calentarnos al fuego, son medios de combatir una muerte inmediata» [5].

El existente se mantiene a flote, cual náufrago, sobre las aguas que se extienden entre el nacer y el desnacer. Y ello a fuerza de actuar pro vita. Por ello afirma Heidegger que la cura sui, el «cuidado de sí» (Fürsorge), es el verdadero ser de la existencia: ganarse el pan con el sudor de la frente propia. Al hombre le es imperativo arreglar la carencia constitutiva de su ser operando acciones en el mundo, y es en esta imperatividad (solicitud hacia uno mismo) donde los autores mencionados sitúan la condición humana («identidad ipse», en la terminología de Ricoeur). Hombre es aquel ente describible como agente intencional de una acción dirigida a su propio cuidado. No obstante, la acción humana no sólo modifica la constitución biológica de su autor (preservación de la vida), también determina su estatus ontológico, porque, a diferencia de las operaciones animales, la acción humana se sigue de la voluntad libre. Al hacer, el existente alimenta su cuerpo; en función del modo en que hace, el existente hace portador de dicho cuerpo a uno u otro yo. La optatividad es prius respecto de la actividad, de manera que la acción, evento físico, es consumación de la elección o extensión material-mundana de la elección, evento anímico o espiritual. En resumen: al nacer, a todo hombre le es dado el carácter de personeidad (ser deficitario que ha de “perfeccionarse” per se), por lo que la pregunta ¿qué soy? se responde con una aserción universal: soy hombre, y ser hombre es ser persona (existir): [yo] soy un yo (mismidad o identidad numérica); por otro lado, al desplegar existencialmente su personeidad, el phylum humano se diversifica, fragmentándose en una pluralidad de “individuos”. Al optar entre posibilidades de acción, el sujeto configura para sí un modo concreto e intransferible de estar en el mundo, determina su identidad personal. La personalidad es la respuesta de cada uno a la pregunta ¿quién soy? («identidad ipse»): soy yo mismo (ipseidad o identidad cualitativa).

   

     

Ricoeur considera que Parfit incurre en un profundo error gramatical: confundir, al igual que Locke, la ipseidad con la mismidad.

 
   

Partiendo de esta premisa, Ricoeur considera que Parfit incurre en un profundo error gramatical: confundir, al igual que Locke, la ipseidad con la mismidad. Apoyado en el escepticismo humeano, Parfit rechaza lo que él denomina la tesis explicativa de la «unidad psicológica» por la «propiedad». Su exposición paradigmática es la apercepción trascendental kantiana: el «Yo pienso» acompaña necesariamente a todas mis representaciones, pues, sin él, «la representación sería imposible, o, cuando menos, no sería nada para mí». Es decir, la primera persona (“yo”) es condicionante de la apropiación (“mí”, “me”), y la apropiación unificante de la acción: lo que unifica todas mis acciones «es, simplemente, que son todas mías» [6], conformándose un círculo vicioso (el yo es principium y principiatum). Por el contrario, Parfit sostiene que la identidad personal «no es lo que importa» [7]. El yo no existe sustantivamente previo a su vida como «entidad separada» que lo causa, sino que es, más bien, el resultado de ésta. Lo que hago me hace, porque mi identidad depende de mi capacidad para reconocerme en ese hacer, y no en otro. Mi vida no lo es por mor de mí, sino al revés, yo soy lo que soy (para Parfit: yo soy quien soy) por mor de mi vida. Ergo, cualquier otra entidad capaz de reconocerse en mi hacer, aun estando dotada de un cuerpo y una mente distintos de los míos (somos numéricamente no idénticos), sería “yo” (somos cualitativamente idénticos). Y ya que podemos describir nuestras vidas «impersonalmente» (como un proyecto vital, un modo de vivir apropiable por cualquiera, «iterable» según Derrida), nuestra identidad es «indeterminada»: el yo sobrevivirá a su muerte físico-mental  siempre y cuando haya un otro que siga con mi vida «donde yo la dejé» [8].

Ricoeur difiere de ello. Al actuar el hombre, se apropia de sí. Lo contrario de ser propio (para sí) no es ser diferente sino otro, extraño. Al narrar, añade Ricoeur, el hombre se apropia de su propiedad. El yo aparece cuando el «hombre narrador» organiza un haz de acciones diseminadas en el tiempo inscribiéndolas en un único relato, o sea, remitiéndolas a un único «agente». De ahí se sigue que «la narrativa sirve de propedéutica a la ética», porque el «sí» (soi) como entidad (permanente) “responsable” de una determinada praxis sólo acontece lingüísticamente, con la constitución del personaje del relato (conditio y producto de la «conexión de una vida» referida por Dilthey). El sí es, por tanto, «identidad narrativa», actor y autor de su propia acción, guionista e intérprete de la trama de su propia historia.

La filosofía de Foucault también se ocupa del hombre como existente, o sea, vinculando identidad personal, lenguaje autorreferente y acción reflexiva. No obstante, se apoya en el estructuralismo para superar el enfoque particularista de Ricoeur. Foucault sostiene que no existe ninguna forma de acción humana que no dependa de un marco general de repetición. Si el hombre es aquello que hace, porque hacer equivale a hacer de sí, el hombre no es un sí mismo, sustantividad ni sustancia, porque la dirección de su acción no le pertenece. El hombre organiza su vida activa e intelectiva según tecnologías históricas, derivadas de sendas epistemes (discursos interpretativos de la realidad en su conjunto) no construidas por él ni por ningún otro hombre conscientemente. Con ello, Las palabras y las cosas es la testificación oficial de la muerte del hombre como sujeto de (en) la historia. La episteme representa la dominación del individuo por los paradigmas éticos; la tecnología alude a su dominación por los paradigmas del poder. La episteme se formula en cada coyuntura al modo de un “humanismo”: describe un modelo de excelencia práctica (qué-hacer) y lo prescribe como modelo de excelencia óntica (qué-hacer para ser un hombre pleno). La tecnología del yo es un ars vivendi: concreta qué operaciones debe ejecutar el individuo sobre su cuerpo y su alma para alcanzar dicho estado de perfección (felicidad, pureza, sabiduría, etc.). Todo proceso de humanización, subjetivación o cuidado de sí, acontece, por tanto, de manera coactiva y heterodirigida. De este modo, Foucault concibe la historia de la civilización (humanización) occidental a partir del error gramatical que Ricoeur atribuía a Parfit: la reducción de la ipseidad (condición humana, personeidad) a un patrón particular de mismidad (modo de conducta, personalidad). La historia de Occidente es, por consiguiente, la historia de un continuo sucederse de etnocentrismos, o, como suscribiría Derrida, la continua marcación de la alteridad o la diferencia como in-humanidad (locura, según Michael Foucault).

La tecnología del yo de la Grecia Clásica es la paideia; una pedagogía destinada a convertir a los infantes en adultos, instruyéndoles en las prácticas necesarias para obrar como buenos ciudadanos. El ideal griego de humanidad es el ciudadano varón, y su antítesis es el esclavo, porque la cualidad distintiva del civis es la libertad. El ciudadano es libre porque es dueño de sí. Autodominio significa aquí autodisciplina, capacidad para diseñar racionalmente un modelo administrativo y filtrar los usos de la mismidad a través de él mismo: «Fíjate ya, desde ahora, un carácter y un ideal de conducta, al cual te mantendrás firme ante ti mismo y cuando te halles entre los demás hombres» [9]. La verdadera felicidad, aquella a la que aspira el sabio, es la serenidad del alma (ataraxia), fruto de la vida prudente (phrónesis): saber qué nos es posible y quererlo, saber qué nos es imposible y no quererlo, y saber qué nos es necesario y resignarnos ante ello. La meditación racional (meleté) es la práctica por la que el hombre dilucida estas certezas: suspender el advenimiento del mundo, retrotraerse a la ciudadela interna y hablar con uno mismo hasta convencerse juiciosamente de lo que hay que hacer [10].

   
     

 

San Agustín afirma que para obrar “como es debido” (para con uno mismo) hay que saber previamente qué es lo debido, o sea, lo bueno (ecuación platónica entre bien y verdad).

   

En el humanismo agustiniano también se aprecia la huella del intelectualismo socrático. En efecto, San Agustín afirma que para obrar “como es debido” (para con uno mismo) hay que saber previamente qué es lo debido, o sea, lo bueno (ecuación platónica entre bien y verdad). No obstante, si Epicteto pensaba que el yo auténtico era un protocolo construido por la razón, la verdadera yoidad, para San Agustín, es esencia latente en el interior del hombre en espera de ser descubierta. De aquí que, en puridad, San Agustín era más griego que el propio Epicteto, pues aplicaba con rigurosidad el precepto délfico: “conócete a ti mismo”. En la filosofía agustiniana, la gnosis se transforma en “confesión”, de manera que el logos autorreferente ya no actúa monológica y poiéticamente sino dialógica y apofánticamente: el sujeto usa su logos no para crear su verdad, sino para descifrarla (“iluminado” por el Espíritu), y, una vez esto, comunicarla a Dios.

El humanismo no murió con el platonismo. Si algo nos ha enseñado Heidegger es que, en la postmodernidad, aun continuamos planteándonos al yo como problema. Mas el humanismo contemporáneo es un humanismo postmetafísico, que no reconoce un metarrelato del yo, una descripción unívoca, objetiva o “simple” del ser-hombre. Y es precisamente en esta iterabilidad donde hoy se construye la teoría de la identidad personal.

El hombre ya no es una existencia que se despliega en su facticidad tras los pasos de su esencia. Ahora pensamos con Montaigne que el hombre es un ser en constante movimiento de autodefinición, una obra de arte, que dijera el joven Nietzsche de El origen de la tragedia. Pero, al autoafirmarse, el yo no tiene como referencia un hipotético érgon, porque vivir no es aproximarse paulatinamente a la entelequia aristotélica, ni mimetizar un “original” perfectísimo. Vivir humanamente es ensayarse (jugar, probarse en distintos trajes, inventarse a cada momento, vagar sin rumbo, sin norte, sin télos) y ensayar, [des]escribir el proceso impersonalmente (sin firma), en vez de narrarlo, porque sólo el proceso, la procesualidad en inasible devenir, es real, en tanto aglomeración diacrónica de acontecimientos diversos, que no acciones, porque no existe un yo invariable e independiente de ellas al que puedan imputarse. He aquí la aporética cruel de una mismidad que se “traiciona” a sí misma a cada instante, y, para muestra, un botón: la paradoja de la flecha (o del conejo y la tortuga, tanto monta…), que con tan mala baba nos legó el retorcido de Zenón.

  

  

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NOTAS

1 PESSOA, Fernando: “Opiario”, en Poemas de Álvaro de Campos I, Arco de Triunfo, Madrid, Hiperión, 1998, p. 84.

2 Génesis: 3, 17-19.

3 FEUERBACH, Ludwig: La esencia del cristianismo, Madrid, Trotta, 1995.

4 Génesis, 3: 23-24.

5 SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y representación. México, Porrúa, 1983, pp. 243-244.

6 PARFIT, Derek: “Lo que creemos ser”, en Razones y personas, Boadilla del Monte (Madrid), A. Machado Libros, 2004, p. 395.

7 Ibíd., p. 396.

8 Ibíd., p. 374.

9 Enquiridión, Barcelona, Anthropos, 1991, cap. XXXIII.

10 Ibíd., cap. XXXV.

  

  

  

LUIS QUILES PANDO (Sevilla, 1982). Licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla desde 2006, en donde está desarrollando toda su labor investigadora. Ha sido Alumno Interno del Departamento de Metafísica y Corrientes Actuales de la Filosofía, Ética y Filosofía Política (curso académico 2004-05), que culminó con la realización de una investigación monográfica sobre la estética de Friedrich Nietzsche, y Becario de Colaboración en el Departamento de Estética e Historia de la filosofía (curso 2005-06), realizando una investigación sobre los fundamentos y problemáticas metafísicas de la racionalidad poética romántica. Durante el curso 2006-07, supera la Fase de Docencia del Programa de Doctorado “Metafísica y Pensamiento Contemporáneo” dentro del Departamento de Metafísica, Ética y Filosofía Política. Actualmente prepara su tesis doctoral en el ámbito de la filosofía decimonónica alemana, especialmente sobre el eje estética-metafísica romántico-idealista, bajo la dirección del Departamento de Metafísica y Corrientes Actuales de la Filosofía, Ética y Filosofía Política.

  

  

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VI. Número 51. Septiembre-Octubre 2007. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2007 Luis Quiles Pando. © 2002-2007 EdiJambia & Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

  

  

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