—¿Ayunas todavía? —preguntóle el
inspector—. ¿Cuándo vas a cesar de una
vez?
—Perdónenme todos —musitó el ayunador,
pero sólo lo comprendió el inspector,
que tenía el oído pegado a la reja.
—Sin duda —dijo el inspector, poniéndose
el índice en la sien para indicar con
ello al personal el estado mental del
ayunador—; todos te perdonamos.
—Había deseado toda la vida que
admiraran mi resistencia al hambre —dijo
el ayunador.
—Y la admiramos —repúsole el inspector.
—Pero no deberían admirarla —dijo el
ayunador.
—Bueno, pues entonces no la admiraremos
—dijo el inspector—; pero ¿por qué no
debemos admirarte?
—Porque me es forzoso ayunar, no puedo
evitarlo —dijo el ayunador.
—Eso ya se ve —dijo el inspector—; pero
¿por qué no puedes evitarlo?
—Porque —dijo el artista del hambre
levantando un poco la cabeza y hablando
en la misma oreja del inspector para que
no se perdieran sus palabras, con labios
alargados como si fuera a dar un beso—,
porque no pude encontrar comida que me
gustara. Si la hubiera encontrado,
puedes creerlo, no habría hecho ningún
cumplido y me habría hartado como tú y
como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero
todavía, en sus ojos quebrados,
mostrábase la firme convicción, aunque
ya no orgullosa, de que seguiría
ayunando.
—¡Limpien aquí! —ordenó el inspector, y
enterraron al ayunador junto con la
paja. Mas en la jaula pusieron una
pantera joven.
FRANZ KAFKA: Un artista del hambre.
Yo
[1]
Tengo que yacer
Quieto como una piedra
Junto al tabique de hueso
De jilguero escudando el
Lamento de la madre oculta
Y la oscurecida faz del dolor
Que arroja el mañana como una espina
Hasta que las matronas del milagro
canten
Y el turbulento recién nacido
Me encienda su nombre y su llama
Y rasgue el alado tabique
Con su tórrida corona
Y la oscuridad arroje
De su costado y
La transforme
En luz
[2].
UNO
Lo intento. Una y otra vez. Por más que
lo intento, no logro rescatar de este
poema un qué redondo, “perfecto”,
pensaría un griego (ya sabe, tón
ápeiron, y todo eso), pues de sobra
es conocida la filia helena por
la circularidad, entre otras
declaradas); un qué finito, decía,
contenido dentro de unos pérata
bien definidos, definible, valga la
redundancia, como “un” algo del que se
puede dar una razón precisa (lógon
didónai); un qué manejable, dócil y
aseado, de ésos de andar por casa[3]. Un
qué sereno y pequeño, sin estridencias
ni aristas cortantes que le asomen,
amenazantes, por entre las costillas,
que no se guarde, tahúr o
prestidigitador, sorpresas bajo la
manga. Previsible y mensurable.
Sí; este poema se me resiste, una y otra
vez, se burla de mí y me ningunea. Es un
PROBLEMA, así, con mayúsculas, un severo
dolor de cabeza (si por cabeza,
digámoslo ya, se tiene una máquina de
Turing, ese prodigio calculador que a
cada input espeta infaliblemente
el output correcto, uno y sólo
uno, en escrupulosa aplicación del
software algorítmico binario que se
le programó previamente).
En caso contrario, es decir, si usted,
como yo, no carga sobre los hombros un
computador última generación o un
rudimentario ábaco, que para el caso
valen igual, este poema le planteará un
difícil problema; si no, no hay
problema, por seguir jugando con las
palabras, pues se consolará pensando que
no hay problema que valga (la pena
considerar en demasía). Toda dificultad
metafísica es, sin más, un
pseudoproblema, algo que parece, más o
menos verosímilmente, un verdadero
problema, y ello a causa de una
disfunción lingüística para el que la
agilísima lógica binaria de su
maquinaria superior sugerirá sin
esfuerzo la (di)solución apropiada (o
sí, o no, o todo lo contrario). Y a otra
cosa. Pero no es el caso. Y conste en
actas que parafraseo con premeditación y
alevosía a Wittgenstein, firmante del
Tractatus, summa logicae del siglo
pasado.
No es el caso, porque yo sólo sé que no
sé qué debería saber acerca de él. Así
es que no puedo dejar de leerlo. Porque,
mientras menos me da a entender, más me
permite sentir.
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Salvador Dalí.
Figueras, Girona (España), 1904-1989 |
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DOS
En una ocasión, a Dalí se le preguntó
(Philippe Bern y Daniel Abadie, pongamos
por caso): “¿Los científicos le toman
siempre por loco?” El paranoico
(crítico, ojo) de Figueres, que
probablemente levitaba en aquel momento
en torno a huevos danzantes o muchachas
en flor, abiertas en canal como fauces
de tigres autofagocitadores, respondió:
“Mi única ventaja es que no conozco nada
de nada, así que puedo hacer funcionar
mis caprichos más caprichosos y más
irracionales basándome en mis pequeñas
lecturas. Y como estoy dotado de cierta
genialidad, de vez en cuando digo algo
que no les parece tan improbable”.
¿Tenía razón? Por supuesto que no; todo
lo contrario. No la tenía, y con razón
(nuevo oxímoron). El genio lo es porque
le faltan escrúpulos, o vergüenza, dicho
en plata. Es en virtud de este defecto
moral (‘de-fecto’ o ‘carencia’, que no
‘mácula’) que mira en derredor sin
seriedad alguna, y por eso, al mirar,
“ve” lo que se le antoja, huero de
respeto por las tradiciones o
solidaridad para con el otro, que,
postrado en frente, le sonríe paciente,
aguardando la comunicación de imágenes
suficientemente tiernas como para poder
triturarlas, y digerirlas luego sin
acidez de estómago, con los dientes
(romos) que le presta el “sentido común”
(de su época). Su mundo, el del genio,
es “otro”, cualitativamente distinto del
mundus habitado por el vulgus
profanum; y tan otro es, que no
ocupa el lugar “n” en la serie (caso que
la hubiera) de varianzas de “el” mundo.
El suyo difiere no sólo cualitativamente
de “nuestro” mundo, pequeño terruño,
pero inconmovible, sólido e inmóvil bajo
nuestros pies, que es uno y el mismo
llueva o truene, desde siempre, para
siempre. Y eso por más que usted lo mire
desde allá y yo lo haga desde acá;
también lo difiere numéricamente. Pues
no se trata de este mundo cotidiano,
familiar o compartido, tuyo, suyo y
nuestro, que cada cual abre según le
vayan su campo visual, sus ganas y sus
desganas. Otro mundo, reiteremos, es
otro mundo numéricamente distinto,
situado más allá del allá de la mirada
de cualquier tercera persona posible.
Mundo-Límite, u-tópos, inaccesible, por
alzarse demasiado alto, si antes no se
ha desembarazado uno de las rígidas
cadenas del tercio excluso, el principio
de identidad, el apolíneo principium
individuationis y lastres lógicos
afines. Véase: 2+2= ¡vaya usted a
saber!, cualquier cosa (¿o acaso la
fractura de la racionalidad parmenídea,
el naum, no es la gramática
alocada que estructura, cual osamenta,
la desordenada encarnadura del cadáver
exquisito?); ahí es nada. Mutatis
mutandis: que es cierto, mal que le
pese al silogístico Aristóteles, que yo
soy, y que no soy (muero) y soy (mortal,
ergo muero) a la vez. Pase que
hoy yazco inerte, cual higo
deshidratado, arrumbado sobre el tabique
de marfil que vocea mi epitafio, pero
mañana... ¡mañana! El chiquillo,
turbulento (Henry Michaux entiende a
Dylan Thomas), desasosegado porque las
espinas de la nazarena corona se le
hunden en la frente, esputará negra
savia por uno de los boquetes que se le
asoman al abdomen hasta formar una marea
tóxica, y ésta reducirá a escombros los
muros de mi silente cárcel de piedra,
embate a embate (imaginen un ariete de
ácido pardo y sal contra las puertas de
un panteón), generando tal estruendo que
mis aletargadas células acabarán por
reanimarse.
Así (¡porque sí!), sin razón, se
justifica poéticamente el reciclaje de
la muerte en vida, de la oscuridad,
antaño emblema inequívoco de la
mortandad, en luz salvífica y sanadora.
Apélese a la alquimia, al zafio truco de
prestidigitación (¡nada por aquí...!), a
la ciencia exacta del birli-birloque o
lo que se quiera. Pues, recuperando la
tenebrosa imaginería del Goya de los
“Caprichos” (¡curiosa coincidencia!),
“el sueño de la razón produce
monstruos”. Y conste que no pensamos en
un Frankenstein cualquiera, que, por
otra parte, parido como un estofado de
carnes ajenas, pasaría por ser un
collage tridimensional, buscando la
analogía pictórica. Nada más lejos de
los lugares comunes de nuestra
(in)conciencia colectiva. Nuestro
freak es más caro a la plancha con
clavos que un sarcástico Man Ray nos
obsequiaba como su Cadeau
particular, mientras se desencaja
riendo, zaratustriano, infinitamente
divertido, al contemplar nuestro rostro
henchido de estupor ante ese “raro”
engendro que no sabemos muy bien de
dónde viene ni de qué manera puede
servirnos; nuestro monstruo es del tipo
de un reloj imposible, que se funde en
la diacronía onírica del lienzo
daliniano, o ese, también imposible,
“yo”, que “tiene que yacer quieto como
una piedra junto al tabique de hueso”.
TRES
La ignorancia es el pan del yo-leyente
(que no lector). Y quiero poner esto en
boca de Nietzsche: el axioma in
veritate, libertas es completamente
falso. Sólo la ausencia efectiva de una
verdad “real”, que nos precede (y que,
por tanto, no nos necesita) nos hará
libres. Libre es quien se dispone a
leer, no por obligación, sino por
hambre. El primero, obediente lector de
oficio o, mejor, oficiante de lector
(que hace “las veces de” tal), teme
ponerse cara a cara con el texto; antes
pregunta, se in-forma acerca de lo que
le cabe esperar, siendo esta guía de
lectura (que es lección, lectura
magistral, catecismo, dogma venerable)
la que corrige la derrota de sus
movimiento sus movimientos al modo de un
algoritmo exacto, salvándolo de cometer
perjurio o calumnia, pecar de herejía o,
peor aún, arrojarse a la trágica
hamartia heroica que describiera el
estagirita en su Poética. Pues no
es lo mismo obrar mal por un descuido,
ignorancia o falta de entendimiento que
hacerlo por soberbia (hybris). En
el primer caso, la redención sería
asequible, pues bastaría con pagar una
multa (véase la legislación relativa a
los derechos de autor) o rezar cuatro
padrenuestros para restaurar el daño
infringido; no empero, hacer el mal a
sabiendas es harina de otro costal, a
sabiendas, decimos, de que estamos
haciendo algo que no “debe” hacerse
porque, de hecho, no “se puede” hacer,
operativamente hablando. Leer con esas
precauciones es, sin duda, tele-leer
(lección tele-dirigida o tendente hacia
un télos que le es natural, por
retorcer la argumentación aristotélica,
en la que conquistará su summun bonum,
su Bien, id est, la actualización
de su potencia más propia).
El segundo, el aventurado leyente, osado
(descerebrado) mercader ciego que
adquiere unos pocos gramos de libertad a
cambio de kilos de onerosa y reluciente
ciencia, se zambulle en la procelosa
textualidad sin taparse la nariz ni
exigir rescates al destino, Deus ex
Machina aristotélico. Tras el salto
(mortal) inicial, la sal de la incógnita
irrumpe nerviosamente por sus fosas
nasales, abriéndose paso página tras
página, arañando el interior de su
garganta hasta anidársele entre los
intestinos. Sin embargo, la boca de
nuestra víctima no clama por una
crítica, un abstract o sinopsis a
los que aferrarse y poner fin así al
doloroso naufragio por la incertidumbre
de la lectura “a pelo”, sin “memoria” ni
“futuro” providente o pre-visto
(pre-pro-visto). Es doloroso, sí, este
zambullido vertiginoso y sin red en el
Ab-grund textual, pero cuando nos
referimos al dolor lo hacemos
contagiados del masoquismo de Oscar
Wilde. El sufrimiento personaliza cuando
hunde sus alfileres en la carne propia,
haciendo que uno llore al sentir-se
[dañado]. Por eso, al sufrir, el ego se
sujeta/subjetiviza, se [man]tiene a sí
mismo (en vela).
Debido a su falta de ciencia (infusa,
nunca mejor dicho), el texto no se le
muestra al leyente con tal o cual
pre-forma, antes bien, le atropella,
“sale al paso” como una banda de
saqueadores forestales, exhibiendo una
impúdica desnudez de carne des-figurada,
des-ordenada, reventando el corsé de la
figura y el orden, carne que se desborda
tumultuosa como lo haría una lluvia de
trigo eléctrico. Sabroso, sabroso trigo,
cuya cadencia levanta agradables
fragancias que seducen al estómago. Leer
es calmar tal apetencia rumiando el
texto con los dientes que uno tiene, y
que, si no los tiene, los sustituye con
lo que puede. Y es que, ya se sabe: si
el texto es un problema que hay que
resolver por uno mismo, el hambre
agudiza el ingenio.
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Roland de Barthes.
Cherburgo (Francia), 1905 - París, 1980 |
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CUATRO
Un amigo mago suele reprenderme cuando
le exijo una explicación de sus
performances: “callo por ti; créeme,
es bonito no saber ciertas cosas”. No le
falta razón: él es ilusionista, no
porque fabrique ilusiones, simulacros
ópticos, sino porque, de hecho, ilusiona
al personal. Su oficio no es el engaño.
El secreto de la buena magia, de la
(¿buena?) lectura también, es hacerla
con humor. Defender ante el auditorio de
turno la más absurda de las propuestas
como si fuera verosímil (¡conejos
habitando chisteras sin fondo!).
Y esto, ¿a santo de qué?
Cuando leemos, nuestro duro cráneo se
reblandece durante un instante, él,
puzzle arquitectónico perfectamente
ensamblado tras años de albañilería
socializadora, apuntalados sus pilares
con el cemento de la estadística y
diseñada su planta a partir del
encofrado arquitectónico del consejo
paterno. El genio del texto aprovecha el
cambio de guardia en las puertas de
nuestra cordura para inocular entre las
circunvalaciones del cerebro un veneno
mortal: la convicción de que las cosas
pueden ser de otro modo, y más
concretamente, del modo más otro de
todos (el más insospechado).
Lobotomizada la necesidad de nuestra
materia gris, ya todo es posible, mas,
recordemos, sólo momentáneamente. La
realidad desanuda sus correas, como
quién concede libertad a su vientre tras
un soberano atracón de marisco,
entregándose a un vagar sin derrota
programada.
El ser narrado cósmicamente, Ordem e
Progresso, estático y satisfecho en
su pecera de constantes aguas eternas,
ya no es lo que era. La culpa es de la
anárquica oralidad del lógos. El
que tiene boca se equivoca, pero se
equivoca por [falta de] sistema:
vocalizar es, invariablemente, errar. La
voz pro-clama el reino del Káos,
sus aristas, veloces, afiladas,
incompasivas, licuan la re[ex]sistencia
substancial del presente. Se derrumba el
ensamblaje óseo que lo cierra sobre sus
entrañas, exponiéndolo a la intemperie,
dócil carne humillada, que gime, que
presagia el roce erótico de lo que
antaño rondaba, sediento, en el
exterior. La letra mayúscula de Dios ya
no infunde temor en la bóveda blanca y
negra, y las cosas no se reconocen en el
nombre [propio e intransferible] que les
asigna. El soberbio yo-que-estoy-leyendo
osa ocupar la cátedra del Padre;
re-interpreta inversamente la Creación,
re-nombra las cosas des-nombrándolas.
Porque las ama, las lleva de excursión
más allá de la estricta mansión
celestial, estructura de distinciones
diseñada por el gran Relojero. La
diseminación semántica de la Obra [de
Dios] conlleva su maleficación. El reino
citerior de Luzbel es el único lugar
adonde ir cuando estamos fuera de casa.
Pero es un camino sin retorno; ya no
seremos bienvenidos, cuales hijos
pródigos, en el hogar denostado. No
volveremos a ser lo que éramos; en la
ilación narrativa
(planteamiento-nudo-desenlace) pierde su
sitio un sí-mismo protagonista que se
desenvuelva continuadamente. El yo
original fragmenta su proximidad
respecto al yo copia; el régimen de la
coherencia intratextual cede a favor del
intermitente raccord temporal. En
un extremo, la tesis; en el otro, la
antí-tesis (disimulada simulación
tética). Cuando el mundo escrito es
des-escrito por el ácido corrosivo que
esputa la voz leyente, no se contenta
con mudar de calcetines, se desviste
entero. De espejo donde la divinidad se
refleja pasa a ser un mundo desconocido
por Dios [in-mundo], infernal [in-feros,
in-ferior respecto a la Voluntad o
querencia de Dios: intentio auctoris].
Entre la cosa hablada y la escrita no
hay “medias tintas”. O lo uno o lo otro.
CINCO
Edipo disfruta del incesto. Después ríe
con sorna cuando se le castran los
genitales, porque sabe (así se lo
confiesa a su padre y verdugo) que el
ajusticiamiento siempre es retributivo,
pero sólo eso. Yo penaré, pero lo hecho,
hecho está. No hay vuelta atrás.
Ya nada es como nada, ergo todo
puede ser como todo. ¿El mundo... (cinco
segundo antes de acabar la lectura, Dalí
mediante)? Pregúntenle a Bataille: un
escupitajo, una araña, un garabato o el
cuadrado blanco sobre fondo blanco de
Malévich; todo. Nada.
La Autoridad no da abasto, aun cuando
son muchas personas en una sola
(auctoritas, auctor, magister, doctor,
pater), muchas manos, por tanto,
grapadas al mismo tronco, muchos puños
cerrados para golpear el rostro de los
revolucionarios (tú, sí, tú, no desvíes
la mirada, tú que ahora me lees a mí,
ahora que estoy leyendo) o blandir
puñales que traspasen sus corazones. No
da a basto, decimos, pues los
insurgentes atacan desde todos los
flancos, y la falta de táctica militar
los vuelve, además, impredecibles.
Finalmente, se rinde exhausta.
Es entonces cuando comienza este
retro-texto (lectura en retroceso o en
retro-exceso).
Alborea el tiempo de Sodoma y Gomorra,
nuestro tiempo, el de los proscritos que
nos fugamos al otro lado del espejo
(ego lego), aquí, justamente, al
extremo opuesto al escritorio-mesa de
paritorio, para romperlo en mil pedazos
y colocar en su lugar un retrato de
nuestro propio puño y letra. En vez de
“venerar” la obra como el sacro becerro
de oro, la “amamos” como “aman” los
hindúes a sus sagradas vacas. La
estimamos como una madre, como una
fábrica de juguetes o un laboratorio
biotecnológico funcionando a pleno
rendimiento y limpio de escrúpulos
morales, que produjese sin denuedo
oleadas de engendros impensados hasta
ahora, todos distintos y originales. Y
no nos atreveríamos a rechazar a
ninguno, que no somos espartanos.
Desfile festivo de exóticas
monstruosidades que no saben interpretar
guiones, que entran por la puerta
trasera de la conciencia sin pedir
permiso, resquebrajando la membrana de
nuestras antiguas expectativas.
Eso que le falta a la obra es lo que
amamos del texto, su espíritu deportivo,
su generosidad, su tolerancia, su
infinita productividad.
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Dylan Thomas.
Swansea, Gales, (G. B.) 1914 - Nueva York, 1953 |
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SEIS
Dylan Thomas no [me] (im)pone “un”
sentido en palabras. Me invita a
emanciparme de ellas, a tomarlas como
mera excusa, a seccionar su coherente
trenza de enunciados con la insolente
tijera del ex-curso y reconstruir a mi
arbitrio (o sin él) un nuevo discurso
con los fragmentos recién amputados, aún
calientes y sangrantes. Ya le aburre
tanta lección autobiográfica; por eso me
reta, un tanto maliciosamente, a que le
hable de otra cosa que el texto, y ello
a propósito del texto. Tiene sed de
novedad. Le interesa que me interese lo
que no dice su obra “al pie de la
letra”, y que ella evocaba, justamente,
con su silencio. Entiéndase bien esto,
no ha lugar acusarme(te/le/la/l@s) de
vanidad. Pero sé muy bien que Thomas no
pensó en mí cuando [me] escribía como se
piensa en un cajón abierto: “No tiene
opinión propia, pero sí le sobra espacio
para guardar los enseres de otro sin ni
siquiera saberlo”. El texto que leo
ruega lo use como simple pretexto
(pre-texto, texto que antecede, sólo
cronológicamente, a mi-texto), sabedor
de su nula habilidad para expresar algo
por sí mismo. El lenguaje que le da vida
es tan delgado como el significante,
forma hueca que me espera el relleno de
mi experiencia. Lo escrito está ahí para
que yo ab-use de él; su inerme implosión
será combustible para el despliegue
explosivo que financien mis ganas de
exotismo. Ego lego, ergo omnia sunt.
La causa eficiente del óntos no
es su inscripción en un texto escrito
(escrituración). El sentido del ser no
es patrimonio privado, a nadie pertenece
con exclusividad. Su usufructo es un
derecho universal. La escritura es
pre-sentación de im-presencias; el
sonido de la palabra no es indicación
deíctica de lo palabreado, sino
mostración de su ausencia, no es
duplicación lógica de su estancia, sino
anónima huella que los pies de ésta
sellan en las arenas de la historia
cuando marchan en retirada. La escritura
es dicción de la nada, flatus vocis;
pura palabrería. Por eso, el lector es
prototipo del perpetúo disconforme. Las
cosas nunca están bien como están,
porque, de facto, aún no están.
Para que algo sea, parafraseando a Vico,
debe ser hecho [por mí], de modo que el
esse es rendimiento del agere,
y no al revés. Al igual que el camino es
tal cuando es andado por el viandante,
el sentido es sentido cuando es
sentido[por mí], yo, yo, yo, sintiente,
leyente.
Al Hijo le exigimos que oiga,
reiterémoslo, hambriento, que reciba el
Verbo con ganas de trans-formarlo, [con
su acento], en [mi]carne, [mi]vida,
[mi]mundo, nunca de transcribirlo cual
copista autómata en polvorientos
pliegues de papel muerto, abocado a
yacer en herméticas urnas de cristal que
lo protejan de la erosión de la duda, la
crítica y la exégesis (por la Gracia de
Dios, per saecula seculorum
[amén]). Palabra, que, en cuanto
redactada con calidad de original, se ve
condenada a callar para siempre; y es
que el grueso vidrio del dogma que la
envuelve impide escuchar y ser
escuchada. La verdad, si es verdadera,
es una; y no hay más que hablar. Ésa es
máxima escolástica (escriturista): todo
está ya puesto en palabras, luego, no
queda sino asentir y aprender, dejarse
de estériles tópicas, que de nada sirve
re-descubrir un Mar que ya es nostrum.
Esto es lo que yo hago cuando leo a
Thomas. Bajo la mirada al abismo. Atrás
quedó la ingenua niñez en que escrutaba
paciente sus ojos, con la esperanza de
encontrar la estrella que me condujera
por la vía augusta hasta el portal. Yo
leo personalmente, y eso se traduce en
excesos. Extra-limitarme escribiendo una
nota a pie de página ex-cesiva,
ilegítima. (¡ésta!). Olvidar el respeto
adomingado de lector becerril en el
traje que me viste de humildad a diario.
No, no, ya no rezo, realizo. Soy el
primum de la nueva generación, esa
maldita prole nietzscheana de machos
cabríos que no reciben con los brazos
abiertos y una endeble sonrisa de
sacrificio la [bien]venida de un futuro
ya hecho, prehecho, previsto, manoseado,
empaquetado y listo para consumir,
manual de instrucciones mediante; porque
quieren ser ellos (malditos, malditos y
orgullosos, malditos y románticos,
enamorados, ¡niños!) quiénes lo moldeen
a su medida, a fuerza de martillo (y
cincel, o bien, pluma y tinta).
No me queda capacidad de atención, las
energías reactivas-creativas
[re-activas, re-creativas] que en mí
bullen no me permiten con-centrarme (en
un centro que ya no centraliza), ni
fijarme (en un fundamento fijo que se
diluye en la corriente de
composibilidades). Y todo ello porque no
hay ya Un-Qué emitido por Un-Quién digno
de veneración, una Dicción que otro
Dicta duramente, [incontestable
pro-videncia del Dictador]. La ranchera
se equivocaba: su Palabra ya no es la
Ley, sino una invitación formal al
desacato. Porque él ya no es Él, porque,
nos arenga Raskolnikov, si Él ha muerto,
todo vale. La batailleana cabeza que
licencia y reprime al fin se rinde y
muere, ofendida por los puñales que le
lanzo, Idiota, rebelde,
lector-re-escritor. Y con ella se
despiden de esta onto-teo-logía de la
realidad textual el Padre y el Crítico,
los que creían saber el genuino, y
único, leit motif del texto,
detentadores semánticos del decir
(scientia est potentia): ¡Herr! Gieb uns
blode Augen für / Dinge, die nichts
taugen, und Augen / Voller Klarheit in
alle deine Wahrheit.
Thomas escribe y se convierte en mártir.
La existencia poética por él engendrada
ve la luz con el único objetivo de
dejar, cuanto antes, de verla. Al nacer
como autor, muere como autoridad. Pero
Barthes se equivocaba; no nos hace falta
Inquisición: con una mano escribe
Giordano Bruno su obra mientras que con
la otra azuza el fuego que más tarde
lamerá la punta de sus dedos.
Yo desconozco la moraleja, pero no iré
en su busca, ya fingiré otra en su
lugar. Gracias a ese arrebato de escolar
desobediente me salvo del tedio. No
quiero ser pre-visor, quiero derrochar.
Ni me gusta el sabor a hipoteca que
dejan en el paladar las cosas antes de
que yo las vea. Detesto la fatalidad (fatum:
pre-destinado destino), el por-venir
inexorable de los Hados. Ya no leo,
cuando leo, Anunciaciones, a lo sumo
alguna esquela. No, no. Yo no pregunto,
yo deseo, y que el bueno de Cernuda,
paisano y tocayo mío, excuse la
paráfrasis. Quien se atreva a estas
alturas que me acuse de plagio. Pero ése
ya es motivo de otro cuento.
__________
NOTAS
1
Dylan Thomas: “Visión y oración”.
2
Lo que sigue no es más que una nota
alusiva al texto citado. Por eso omito
adrede, premeditada y alevosamente
segundas referencias, porque éstas, si
quisiéramos aplicar a rajatabla la
justicia de los derechos de autor,
remitirían a otras tantas terceras
citas, y éstas, a su vez, a otras tantas
cuartas y quintas, en un proceso ad
infinitum. De tal manera, quien
detecte flagrantes ‘autorías de papel’
en la próxima red de palabras, expuesta
multívocamente (en cooperación con
innumerables otros anónimos), y que yo
firmo indebidamente, como individuo
diferenciado por un nombre propio, y
titulo a mi particularísimo antojo, que
las indique.
3
Por la casa platónica de los conceptos
trascendentales que vertebran nuestra
tradición, ergo, nuestra manera
de pensar, citando a Heidegger; ya se
sabe: “lo” bueno, “lo” verdadero, “lo”
bello y sus correspondientes antítesis,
correspondientemente absolutas (¿no es
esto una contradicción, como se
interrogaba, no con poca sorna, el
retorcido dialéctico de Heráclito?).
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