ederico
García
Lorca,
componente
por derecho
del Grupo
del 27,
ha dejado
una obra
poética y
teatral de
deslumbrante
riqueza
imaginativa.
Su lírica se
ha traducido
a todos los
idiomas y su
teatro se ha
representado
en todo el
mundo. Para
establecer
una línea de
unidad en su
evolución,
podríamos
decir que
pasa del
predominio
de la
canción
al
predominio
del
teatro.
Hasta su
desastrosa
muerte,
Federico
señoreó por
toda España
la lírica y
la escena
españolas.
No ha
existido
criatura en
las letras
hispanas
—tal vez
desde Lope
de Vega— con
tanta
luminosidad,
poderío y
“duende” que
haya hecho
más en tan
poco tiempo
como este
egregio
granadino.
García Lorca
fue, en
efecto, una
gran lírico
y un gran
dramaturgo.
En lo que respecta
a su
creación
lírica, la trágica
muerte del
diestro
Sánchez
Mejías le
inspiró el
Llanto por
Ignacio
Sánchez
Mejías,
una de las
piezas
maestras del
poeta,
compuesta en
1935. Se
trata de una
grandiosa
elegía por
aquel torero
que fue gran
amigo de los
poetas del
grupo del
27. De lo
que
concierne a
su poética,
tratamos en
las líneas
que siguen.
I. La voz poética de Lorca:
Llanto por
Ignacio S.
Mejías
Se distinguen en las obras de
Federico
García Lorca
tres
momentos
poéticos que
Jaroslaw M.
Flys (1)
especifica
como: Tiempo
de
singularización
simbólica en
el ámbito
abstracto e
intelectual,
en que
Federico, un
poeta joven,
influido por
el ya maduro
Juan Ramón,
intenta
emular aquel
camino que
conduce a
«Inteligencia,
dame el
nombre
exacto de
las cosas»
y, atraído
por el
simbolismo,
buscando,
encuentra en
los
«emblemas»
el medio de
expresión de
su
observación
mística. Son
aquellos
elementos
denominados
«símbolos»
que,
poéticamente
lexicalizados,
fosilizados,
forman parte
de la
herencia
poética
popular: “el
color
blanco: pena
o pureza; el
rojo: amor o
pasión; el
azul:
candor,
inocencia”.
Con el viejo
«simbolismo»
se
entretejen
muchas
expresiones
poéticas de
Federico en
el Libro
de poemas.
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Cansado de lo foráneo, al volver de Nueva York, siente el arrollador impulso andaluz y se introduce en el arrullo del seno maternal de sus quereres granadinos. |
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El tiempo de observación visual en
que tiene
primacía la
metáfora.
Ahora, desde
el Poema
del Cante
Jondo,
Lorca
descarga su
obra de todo
intelectualismo.
Luego,
especialmente
en el
Romancero
gitano,
hasta las
más
genéricas
ideas se
concretizan
en una
figura
dúctil y
tangible. La
aprehensión
del
contenido
del poema se
desprende de
lo
intelectivo
para venir a
reflejar los
aspectos
pictóricos.
Así, cuando
Federico
quiere
destacar que
Antoñito el
Camborio era
un valiente,
atributo
anímico,
escribe: «Se
acabaron los
gitanos /
que iban por
el monte
solos».
Y, en tercer lugar, el tiempo de
simbolización,
como grado
supremo de
la intuición
poética. Es
el momento
de Poeta
en Nueva
York,
donde «cada
poema es un
símbolo y
todo el
libro es un
gran
símbolo».
Como es
natural,
esta
periodización
no ha de
entenderse
en un
sentido de
compartimentos
estancos,
sino por
referencia
al
instrumento
poético que
predomina.
En la
producción
lorquiana
hay, además,
un común
denominador
que Ortega
definió
magistralmente:
el sentido
vegetal de
las ideas y
las cosas.
«El andaluz
—afirma—
tiene un
sentido
vegetal de
la
existencia y
vive con
preferencia
en su piel.
El bien y el
mal tienen,
ante todo,
un valor
cutáneo:
bueno es lo
suave, malo
lo que roza
ásperamente».
Todo el
lenguaje
poético de
García Lorca
rezuma este
sensorialismo
de la
tierra.
El Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías,
como ha
indicado la
crítica,
representa
la fusión de
los rasgos
técnicos en
amalgama
característica.
Cansado de
lo foráneo,
al volver de
Nueva York,
siente el
arrollador
impulso
andaluz y se
introduce en
el arrullo
del seno
maternal de
sus quereres
granadinos:
El Diván
del Tamarit,
posiblemente,
sea un
regreso a la
proyección y
factura del
Libro de
poemas.
Por su
parte, el
Llanto
configura la
síntesis, el
lazo de
unión entre
el período
andaluz y el
espacio
lejano y
foráneo, la
plasmación
de la
concreción
regional en
la
abstracción
universal.
El poema, en sus orígenes y
motivaciones,
responde a
una realidad
concreta de
prestigiosa
celebridad.
El
renombrado
torero
Sánchez
Mejías era
el mecenas
artístico
que, en el
1927,
suscitó la
afirmación
pública en
el Ateneo
Sevillano
del concilio
poético,
denominado
Generación
del 27.
Sánchez
Mejías,
decidido
retornar a
los ruedos,
sobrepasada
ya la
madurez, por
esa
misteriosa
pasión
incontenible
de la sangre
torera,
reapareció
el verano
del 34.
Federico,
desde
aquellas
gradas en
que
presenció y,
con mucha
frecuencia,
cantó a la
muerte,
amiga
apostada
tras su nuca
y tema
recurrente
en sus
versos,
aquella
tarde
encontró su
frío rostro
enfrente,
muy distinto
al que vio
en el
Romancero
gitano.
Allí,
viendo, en
la arena, la
sangre
palpitante
de Ignacio
que «subía
por las
gradas con
su muerte a
cuestas»,
quedó,
Federico,
anonadado
con su
amistad
herida por
el cuerno.
Los personajes de aquellos otros
poemas
caminaban
revestidos
de un aire
fabuloso que
los
transformaba
en
semidioses
legendarios.
El Llanto
desciende y
se inserta
en lo
humano, se
centra en el
hombre y se
mueve por la
vida y la
muerte real
y próxima.
De sus
versos,
saltan y
resuenan, en
la memoria,
las altas
analogías
con el
“llanto” de
Jorge
Manrique en
las «Coplas
a la muerte
de su padre»;
los rasgos
protagonistas
del muerto
encuentran
el porte
idéntico de
caballerosidad
y valentía
en el
trance: el
ser humano
efímero y
fugaz supera
triunfador
su partida
final.
Fundado en
esa
semejanza,
el poeta se
permite la
emulación y
el calco de
la loa de
Ignacio a
través del
glorioso
modelo
manriqueño.
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Casa natal de García Lorca en Fuente Vaqueros (Granada). |
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El Llanto está estructurado
sencillamente
de forma
recta y
horizontal.
El poema se
mueve con
intensa
emoción, que
queda
atrapada en
los cuatro
pasos de la
cornada,
como cuatro
actos de la
tragedia.
Una vez que
ha descrito
«La cogida y
muerte» del
torero,
Lorca ve y
huele la
sangre que,
a
borbotones,
tinta la
arena en «La
sangre
derramada»,
y, mientras
va dejando,
poco a poco,
de brotar,
emprende la
alabanza de
su amigo
Ignacio.
Tras la
plaza, la
escena
cambia;
ahora fija
su mirada,
el torero
yace ya de
«Cuerpo
presente»;
la muerte
señorea y
Federico,
dolorido, se
revuelve y
se enfrenta
a ella, acto
supremo al
que quiere
exhortar a
los mortales
audaces y
valerosos.
En el último
acto, el
«Alma
ausente»,
antítesis de
la expresión
anterior,
entabla el
dialogo con
Mejías,
muerto a la
doble vida,
como apunta
Manrique, a
la terrenal,
en que muere
el cuerpo, y
a la
imaginaria,
que atañe al
recuerdo y a
la memoria.
Salvo el primer capítulo, que se ciñe
concretamente
a la
descripción,
el resto del
poema se
halla
entramado en
una armazón
lingüística
de carácter
oral y
conversacional.
Lorca quiere
mantener
vivo el
instante
tremendo de
la
embestida,
el grito
contenido
del ruedo
mientras el
toro
zarandea,
como pelele
al ‘maestro’
indefenso,
los
comentarios
de las
barreras, el
terror del
callejón y
las
esperanzas
rotas en los
burladeros;
corren las
cuadrillas
y, quebradas
por el
estremecimiento,
lo llevan
moribundo
con «su
muerte a
cuestas».
¡Que no
quiero
verla!
...
¡Quién me
grita que me
asome!
No me digáis
que la vea.
...
No.
Yo no quiero
verla.
La exuberancia de imágenes es
extraordinaria,
casi todos
los versos
del
Llanto
encierran
alguna
metáfora. En
Lorca, tiene
vida propia
la metáfora;
no se basa,
como la
tradicional,
explica C.
Bousoño (2),
en la
relación
física o
moral entre
los
términos,
sino en la
identidad de
emoción, que
llama
visionaria.
García Lorca es un poeta de altura
extraordinaria;
es un
maestro del
encaje y
ritmo
poéticos.
Conoce a la
perfección
el arte de
la
versificación.
II. La expresión poética en el
Llanto
El llanto es un lago de versos
plagados de
imágenes en
que florecen
la fuerza
del símbolo
y la
pletórica
imaginación
de Lorca en
continuas
metáforas.
Por medio de
la palidez y
la blancura,
simboliza la
muerte:
pálida
niebla,
pálidos
azufres;
blanca
sábana,
espuerta de
cal, sudor
de nieve.
Hay en el
desarrollo
mental del
poeta unas
directrices
que
confluyen en
la
connotación
de una
cierta
exaltación
de la
muerte. Ve
la agonía
como el
combate
entre la
paloma y el
leopardo:
vida
inocente,
muerte
alevosa; y
más próximo,
la lucha del
muslo con el
asta
desolada, y
todo, la
cogida y
muerte, en
el
contrapunto
de los
toques
cimbreados
del bordón:
«las cinco
de la
tarde», en
un intenso
clímax
ascendente
concentrado
en los
versos
finales:
«¡Ay, qué
terribles
cinco de la
tarde...! /
¡Eran las
cinco en
sombra de la
tarde!».
La metáfora se derrama copiosa, con
distintas
técnicas, en
mil maneras,
mientras
expresa una
misma
realidad,
así la luna
es caballo
de nubes
quietas,
plaza de
sueño, o
cuando niña
doliente res
inmóvil.
Bousoño
distingue
entre la
metáfora
moderna, en
la que dos
seres u
objetos
producen una
“reacción
sentimental
idéntica”,
por
interiorización,
aunque
tengan
distinta
forma, y la
tradicional,
que se basa
en la
semejanza de
forma
exterior,
entre lo
real y lo
evocado.
Estas
imágenes,
que se
sustentan en
la identidad
emocional
que incitan,
y no en la
relación
física o
moral, las
llama
“visionarias”;
su número es
desbordante
en el
Llanto:
«su risa era
un nardo de
sal y de
inteligencia»,
o «un río de
leones su
maravillosa
fuerza».
Lorca gusta
de
corporeizar
las ideas y
las
cualidades
abstractas,
como hace en
el elogio a
Ignacio con
metáforas
concretas:
«un río de
leones» es
su fuerza;
un «aire de
Roma
andaluza» lo
califica de
patricio; su
simpatía se
expande como
aroma de
nardo.
Los versos saltan de su pluma al
dictado de
la
imaginación.
Bretón habló
del
«automatismo
psíquico
puro, por el
que se
expresa el
funcionamiento
real del
pensamiento».
El epíteto
funciona
como
portador de
una imagen
cualitativa
incoherente
con relación
al
significado
real del
sustantivo:
«la plaza
gris del
sueño, con
sauces en
las
barreras»;
«¡oh, sangre
dura de
Ignacio!»;
«resbalando
por cuernos
ateridos».
Las
cualidades
de un objeto
se comunican
a otro con
el que
guarda
elación:
«¡Qué gran
torero en la
plaza! /
¡Qué gran
serrano en
la sierra! /
¡Qué blando
con las
espigas! /
¡Qué duro
con las
espuelas!
Estas
cualidades
antitéticas
se las
atribuye al
torero por
transposición.
La simbología de Federico es profusa.
Se vale de
la
acumulación
de imágenes
para plagar
sus versos
de símbolos:
banderillas
de
tinieblas,
diluvio de
azucenas,
urna de
cristal.
Cuando ya
parece que
no puede
intensificarse
más, levanta
con nuevo
impulso y
extrae más
recursos de
alabanza:
«No. ¡Que no
quiero
verla! / Que
no hay cáliz
que la
contenga, /
que no hay
golondrinas
que se la
beban, ...
La sangre
derramada,
«charco de
agonía junto
al
Guadalquivir
de las
estrellas»,
rememora la
sangre de
Cristo, pero
ahora sin
cáliz que la
recoja, ni
golondrinas
que, según
la tradición
popular,
sucedió en
el Calvario,
se la beban;
y, a la vez,
aparece y
sobreviene
el recuerdo
de la Semana
Santa
andaluza:
aquí no hay
luz, ni
canto de
saetas, ni
diluvio de
azucenas, ni
urna de
cristal. El
amigo muerto
se ha
transfigurado,
por
contraste,
en un cristo
yacente, es
un símbolo
definido por
esa gama de
imágenes
poéticas.
La tercera parte, «Cuerpo presente»,
es un ancho
símbolo
hilvanado
con otros
adyacentes y
particulares;
la piedra
simboliza la
muerte, es
la frente,
pero fría,
ya no actúa,
no piensa,
un espacio
libre, lago
tranquilo,
en que gimen
los sueños;
«la piedra
es una
espalda»,
pero inerte,
capaz de
llevar
«árboles de
lágrimas y
cintas y
planetas»;
la piedra es
tan
inmisericorde
y tan
insensible
que acoge
con igual
frialdad
«simientes y
nublados»,
«esqueletos
de alondras
y lobos de
penumbra».
Es la
muerte, la
que
convierte al
mundo en una
gran plaza
de toros, la
plaza sin
muros en la
que cada día
«a las cinco
de la
tarde»,
actúa la
muerte. Por
eso, García
Lorca
convoca a
todos los
hombres
valientes
ante ella:
«Aquí quiero
yo verlos.
Delante de
la piedra».
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Busco conmemorativo del torero Ignacio Sánchez Mejías en Manzanares (Ciudad Real), en cuya plaza fue corneado por el toro "Granadino", el 11 de agosto de 1934. Falleció dos días después en Madrid. |
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La mayoría de los símbolos que
enriquecen
el Llanto
corresponden
al símbolo
bisémico que
se va
presentando
en el
transcurso
del poema,
como es el
de la
incorporación
de la
naturaleza a
la tragedia
de Ignacio
Sánchez
Mejías:
«avisad a
los jazmines
/ con su
blancura
pequeña»;
como lo son
la luna y el
mar, dos
factores
resueltamente
conjurados:
le pide a la
luna que
venga y la
luna se
introduce en
el Llanto,
y,
configurada
como plaza,
ella misma
exhorta al
diestro «que
se pierda en
la plaza
redonda de
la luna» o
que «recurra
al mar,
igual que
las lluvias
grises van
hacia el mar
huyendo de
la piedra.
Todo es
inútil.
Porque
¡también se
muere el
mar!»
Federico emplea una multiplicidad de
figuras
estilísticas:
anáforas:
«cuando el
sudor de
nieve fue
llegando...
/ cuando la
plaza se
cubrió de
yodo»;
series
reiterativas
de
intensidad:
«Ya está
sobre la
piedra... Ya
se acabó...
Ya se
acabó...»;
«yo quiero
ver aquí...
aquí quiero
yo verlos...
yo quiero
que me
enseñen»; y
la búsqueda
de la
expresividad
en la
cambiante
elección de
los tiempos
verbales que
imprime un
ritmo de
dinamismo
descriptivo
enormemente
valioso y
estético:
«eran las
cinco en
punto..., Un
niño
trajo..., Lo
demás
era..., El
viento se
llevó..., Ya
luchan la
paloma y el
leopardo...,
Comenzaron
los
sones..., A
lo lejos ya
viene la
gangrena». O
expresa, con
esa
diferenciación
verbal, la
turbación
del ruedo
ante el
infortunio
sangriento;
así, la
subida
metafórica
de Ignacio
por las
gradas con
su agonía a
la espalda
es de una
factura
atenazante y
de
sobrecogedora
emoción:
«Por las
gradas sube
Ignacio...
Buscaba el
amanecer / y
el amanecer
no era». A
esto, añade,
en su
búsqueda
expresiva,
la
contraposición
nominal: «En
las
esquinas,
grupos de
silencio. ¡Y
el toro sólo
corazón
arriba!».
El Llanto
por Ignacio
Sánchez
Mejías
es su más
excelente
poema y una
de las
composiciones
universales
de la
literatura
española.
Los versos
mismos
justifican
su reproche:
Federico
García Lorca
rechazaba la
propensión
general de
catalogarlo
en la
proclividad
gitana y
flamenca. A
la vez que
se debe
desechar el
manido
tópico del
poeta
sencillo y
llano. «Si
es verdad
—decía
él—
que soy
poeta por la
gracia de
Dios,
también lo
es que lo
soy por la
gracia de la
técnica y
del
esfuerzo, y
de darme
cuenta en
absoluto de
lo que es un
poema». Su
verso está
labrado en
el yunque de
la sabiduría
y en el
surco del
trabajo.
________
NOTAS
(1) FLYS,
Jaroslaw M.,
El
lenguaje
poético de
Federico
García Lorca,
Ed. Gredos,
Madrid,
1955.
(2) BOUSOÑO,
Carlos,
Seis calas
en la
expresión
poética
española,
Ed. Gredos,
Madrid,
1951.
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