HACE MUCHO TIEMPO, cuando la Edad Media tendía sus
tentáculos de tiempo sobre nuestro mundo, vivía un
joven fraile que disfrutaba leyendo libros y
hablando con viejos sabios sobre las lenguas del
mundo, la existencia de Dios, las ciencias, la
alquimia y la medicina. Se deleitaba ante aquellos
que, con gran experiencia, contaban sus historias y
deducciones acerca de las cuestiones que a él le
apasionaban.
Un día, en tanto encaminaba sus pasos a casa de uno
de sus amigos a contrastar opiniones sobre temas
trascendentales, tropezó con algo y cayó torpemente
al suelo. Al girar la cabeza vio que sobresalía de
la tierra un pequeño montículo y le pareció que se
trataba de un libro enterrado de manera rápida e
improvisada. Cuando se puso en pié y sacudió su
hábito manchado de polvo, tiró del extraño objeto y,
efectivamente, halló un extraño libro. Lo abrió con
cierta aprehensión y de inmediato se percató de que
estaba escrito en su lengua. La curiosidad por saber
qué podría haberse escrito allí le hizo abandonar su
camino y volverse sin más dilación al monasterio,
donde empezó a leerlo con notoria avidez.
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Pasaron los días y el joven fraile no salía de su
asombro. Las páginas de su hallazgo relataban que
existía en el mundo un gran libro que contenía todo
el saber de la historia de la humanidad. Por fortuna
para él, además de eso, se incluía entre las páginas
un pequeño mapa que parecía indicar dónde se
encontraba tan preciado tesoro. Pero había un
problema, ya que para obtener el conocimiento total
se necesitaba descifrar un código que estaba escrito
en una lengua muerta. El fraile, decidido e
ilusionado, empezó a estudiar todas las lenguas del
mundo que habían caído en desuso y, en poco tiempo,
se defendía en la mayoría de ellas con relativa
soltura. Fue entonces cuando decidió emprender su
viaje hacia la fuente del conocimiento.
Por el mismo tiempo, en una región más al sur vivía
un leñador que, en un caluroso día de otoño,
mientras se dirigía al bosque en busca de un poco de
leña, tropezó con algo que sobresalía del suelo,
haciendo que cayera de bruces sobre el polvo del
camino. Pensando que podría tratarse de algo de
valor, escarbó ansiosamente en la tierra, pero, para
decepción suya, no encontró más que un viejo libro
que sólo poseía una extraña inscripción en la
primera hoja y el resto eran páginas en blanco. El
hombre, enfurecido, se sacudió la ropa y, a pesar de
no saber qué hacer con su hallazgo, lo guardó en su
saco, pensando que, quizás, lo podría vender a algún
comerciante de la zona y obtener así unas monedas
por él.
Mientras tanto, el fraile había emprendido ya su
largo viaje y, por dondequiera que iba pasando,
preguntaba a las gentes por la existencia de su
ansiado tesoro, pero nadie parecía saber nada.
Muchos de ellos ni siquiera sabían lo que era un
libro, y el pobre fraile se fue decepcionando por
días. Sin embargo, los lugareños comenzaron a
hacerse eco de las extrañas preguntas del fraile y
la historia llegó a oídos del leñador, que, llevado
de la avaricia, vio en su reliquia un objeto de gran
valor con el que podría hacerse muy rico.
No pasaron muchas noches hasta que el leñador
encontró al fraile, y, educadamente, lo invitó a
acomodarse en su casa y tomar un buen vino cerca de
la chimenea, mientras negociaban el precio que debía
pagar el fraile por el libro. Estuvieron discutiendo
sobre su valía largas horas, hasta que el rústico
leñador, cuyas entendederas no podían comprender por
qué era importante aquel objeto, preguntó a su
invitado para qué quería un libro en blanco, con
sólo una extraña inscripción que, posiblemente,
jamás llegaría a descifrar.
El fraile le explicó que él sí podría leerla y le
confesó la magia de la reliquia. Le dijo que,
gracias a ese libro, se lograría poseer todo el
conocimiento del mundo y, con esto, se podrían
erradicar las enfermedades, evitar el problema de la
pobreza, conocer los orígenes de la humanidad,
hablar todas las lenguas conocidas, amén de otros
muchos beneficios.
Todas las bondades que podría facilitar aquel
antiguo legajo despertaron en el leñador su ya
avispada avaricia, aunque viniesen de manos de lo
que para él no pasaba de ser un inútil objeto.
Concentrar todo el saber de la Tierra en sus manos,
recorrer todos los reinos del mundo, curar
enfermedades, hablar sobre los astros que iluminan
las noches o expresarse en otras lenguas distintas
de la suya podrían ser un medio indiscutible para
convertirlo en el hombre más rico del planeta y eso
no dejaba de martillear su poco usado meollo.
En esta creencia, el leñador le dijo repentinamente
al fraile que se guardara su dinero, que el libro no
estaba en venta. El clérigo, sorprendido, le
insistió en que debía vendérselo, lo que no hizo más
que aquel hombre se reafirmase en su negativa.
Comprendiendo el leñador que de poco le valía estar
en posesión de algo cuyo contenido no podía
entender, cogió violentamente al monje, lo ató de
pies y manos y lo arrastró a una esquina de su casa,
donde le golpeó con saña en la cabeza y en la
espalda, y al tiempo que medía con su palo las
costillas de aquel hombre sacro, le gritaba que si
no leía la clave de la primera página, lo mataría
sin piedad. Temiendo el pobre fraile encontrarse con
el Creador antes de lo previsto, le leyó la
inscripción del libro mágico con una débil pero
clara voz.
De repente, de aquella reliquia empezó a emerger un
agradable aroma que, a modo de sutil torbellino,
envolvió todo el cuerpo del fraile y las páginas en
blanco empezaron a llenarse de letras que revelaban
todos los saberes del universo. Al comprobar el
leñador que todo aquello sólo le reportaba
sabiduría, y nada de poder y de riqueza, montó en
cólera, y, cogiendo un trozo de leña, lo prendió en
el fuego de la chimenea y, sin más dilación, quemó
el sagrado libro, haciendo que el conocimiento de
toda la humanidad se perdiera.
El monje contempló perplejo cómo su trabajo de tanto
tiempo se desvanecía en un instante y, mirando
indignado al leñador, le recriminó severamente haber
acabado para siempre con el objeto más importante
que pudiera existir en el mundo, a lo que el leñador
no respondió más que con un gesto de indiferencia.
Tal fue la respuesta de un hombre dominado por la
incultura y la avaricia.
El fraile pidió a aquel hombre que lo liberara de
sus ligaduras, cosa que éste hizo. La satisfacción
de que el religioso no había conseguido su objetivo
de preservar para la posteridad el conocimiento
humano lo conformaba.
«Cuántos necios hay, aún hoy en día, que se burlan de
aquellos que quieren saber, e intentan que dejen de
aprender, ridiculizándolos y quitándoles importancia
a sus logros, porque posiblemente temen que algún
día éstos se conviertan en seres más ricos y
poderosos que ellos, cuando no saben que el
verdadero gran tesoro es el propio conocimiento.»
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