f!, menudo rollo la clase de hoy! —le comentaba
Susana a sus compañeros al término de la clase.
—Es verdad —ratificaba uno de ellos. —Yo no me he
enterado de nada.
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—¡U!,
menudo rollo la clase de hoy! —le
comentaba Susana a sus compañeros al
término de la clase. |
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Otro dijo:
—¿Alguno de vosotros ha entendido algo?
Y otro más argumentaba en tono despectivo:
—Éste se ha quedado anticuado; desde luego que no sé
por qué se dedica a la enseñanza; además, yo lo que
quiero es quitarme ya la asignatura, y lo que no
puedo entender es que el maestro nos pregunte cosas
que no nos ha dicho anteriormente. ¿No se supone que
venimos a que el maestro nos enseñe?
—¡Eso, eso! —exclamó otro alumno—. Se supone que él
nos tiene que explicar y enseñar su asignatura, y,
en lugar de eso, nos hace preguntas que ni podemos
ni sabemos responder y que, además, no sabemos para
qué sirven. Para colmo, a veces, actúa como si
fuéramos niños de Primaria.
Mientras comentaban todo esto, uno de los chicos de
esa reunión no sabía cómo expresarle a sus
compañeros que él no estaba de acuerdo con esos
comentarios. Durante todo aquel coloquio había
permanecido en silencio. Posiblemente por miedo a
ser excluido del grupo, no se había atrevido a
manifestar su opinión, o quizás porque no sabía si
iban a escucharle su opinión manifiestamente
contraria a la del grupo.
Entonces, ya de camino a su casa, recordó un viejo
escrito de la sabiduría sufí impreso en la
contraportada de uno de los libros escrito por Jorge
Bucay que había leído.
Cuando llegó, tomó ese libro de su estantería y
releyó aquel escrito:
“El maestro sufí contaba siempre una parábola al
finalizar cada clase, pero los alumnos no siempre
entendían el sentido de la misma.
—Maestro —lo encaró uno de ellos una tarde—. Tú nos
cuentas los cuentos, pero no nos explicas su
significado...
—Pido perdón por eso —se disculpó el maestro—.
Permíteme que, en señal de reparación, te invite a
comer un melocotón.
—Gracias, maestro —respondió halagado el discípulo.
—Para agasajarte, quisiera pelar tu melocotón yo
mismo. ¿Me lo permites?
—Sí, muchas gracias.
—¿Te gustaría que, ya que tengo en mi mano el
cuchillo, te lo corte en trozos para que sea más
fácil comerlo?
—Me encantaría... Pero no quisiera abusar de tu
generosidad, maestro.
—No es un abuso si yo te lo ofrezco. Sólo deseo
complacerte... Permíteme también que lo mastique
antes de dártelo...
—No, maestro. ¡No me gustaría que hicieras eso! —se
quejó sorprendido el discípulo.
El maestro hizo una pausa.
—Si yo os explicara el sentido de cada cuento, sería
como daros a comer una fruta masticada.”
Al día siguiente, aquel alumno hizo una copia de ese
texto y la colocó en el tablón de la clase.
Algunos alumnos se quedaron maravillados con la
enseñanza de aquel antiguo cuento y meditaron sobre
el modelo que representaban y les ofrecían sus
maestros con su propia actuación para ellos. Otros,
sin más, se limitaron a exclamar “¡qué bonito!”, y
siguieron su camino.
Hubo un tercer grupo de alumnos que quiso saber
quién había colocado aquel escrito en el tablón,
¿sería para que les explicara el sentido del cuento?
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