ía tras día, siempre era lo mismo. Daniela se pasaba
la jornada laboral mandando callar a Gorka.
Cuando no le regañaba para que se comportara adecuadamente en
clase, le estaba llamando la atención para que no molestara
a sus compañeros y los dejara
realizar sus deberes.
La conducta de Gorga era verdaderamente difícil de corregir.
Al no observar ningún cambio de actitud en su
alumno, un día, la maestra, ya desesperada ante tal situación, decidió dejarlo por imposible y se marchó
del colegio muy triste. El camino a casa se le hizo
un calvario, pensando en que había fracasado con
aquel chico.
Después de la cena,
mientras
charlaba con su marido, Daniela
le contó lo que le preocupaba. Él intentó plantearle
algunas soluciones posibles, como regalarle un libro
o algunos tebeos, reprenderlo seriamente cada vez
que cometiera algún exceso, o, llegado el
caso, cambiarlo de aula para que otro maestro
probara suerte en aquello que ella había fracasado.
Pero a ella no le pareció bien ninguna de
aquellas vías de solución: la primera daba la
impresión de someterse a una suerte de intercambio,
la segunda no era de su agrado por recurrir a la
presión y la tercera se le antojaba una claudicación
en toda regla, contraria a su concepto de
responsabilidad profesional: en todo caso,
significaba reconocer su fracaso como educadora y
forjadora de hombres de provecho. Por otra parte,
algo de su interior le advertía que con
ninguno de esos tres procedimientos iba a conseguir
un cambio de conducta en su alumno.
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Daniela se pasaba la jornada laboral mandando callar a Gorka, regañándolo para que se comportara adecuadamente en clase o llamándole la atención para que no molestara a sus compañeros y los dejara aprender.
La conducta de Gorga era verdaderamente difícil de corregir. |
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Daniela estaba tan preocupada que parecía como
ausente, como perdida en un mar de confusiones, sin
prestar atención nada más que a su problema.
Llegadas las manecillas del reloj a la medianoche,
el marido se fue a dormir; al día siguiente, le
esperaba una dura jornada.
Y Daniela se quedó a solas
con su problema.
Se dirigió a la estantería y estuvo ojeando unos
libros de pedagogía. «¡Qué distante le parecía la
escuela de los libros de la escuela real!», concluyó pensando, y,
al no hallar nada que la orientase, salió un rato al
jardín a respirar un poco de aire fresco.
Hacía una noche apacible. Sin darse cuenta, le
pasaron horas enteras
reflexionando,
sumida en aquel silencio
nocherniego. Sus ojos reflejaban su
impotencia y estaban mojados de llorar.
Cuando ya no podía mantenerlos abiertos a causa del
cansancio y se disponía a claudicar en su búsqueda,
una idea surcó como una centella su imaginación y su
rostro se iluminó con una sonrisa.
«Creo que sé lo
que voy a hacer», se dijo en voz muy baja e
inmediatamente se fue a dormir.
A la mañana siguiente, Daniela, como de costumbre,
llegó al colegio con veinte minutos de antelación y
entró a su clase antes de que la sirena indicara el
comienzo de la jornada.
Reorganizó las mesas de modo que la de Gorka quedara
situada al lado de la suya. Había pensado que el
alumno que la inquietaba iba a estar sentado a su
lado hasta que él le demostrara que era capaz de
comportarse adecuadamente.
Al principio, los gestos todos del niño demostraron
ostensiblemente su desagrado: eso de estar al lado
de la maestra era algo que no había considerado
jamás. Pero, a los poco días, empezó a dar síntomas de
resignación.
Por su parte, Daniela fue más paciente con él, lo
orientaba en los deberes, procuraba ayudarlo en los
exámenes, se preocupaba más por sus actividades
extraescolares, lo animaba a intervenir en la
resolución de los ejercicios y tenía más reuniones
con sus padres.
Pasado cierto tiempo, Gorka empezó a dar muestras de
confianza en la maestra y en él mismo; además, daba
la impresión de que entre él y sus compañeros había
empezado a desarrollarse ese trato que hay
normalmente entre los miembros de una misma aula.
Más aun, éstos lo ayudaban muchas veces a resolver
los problemas de matemáticas y los ejercicios de
lengua, y no había ocasión en que Gorka no formase
parte de uno de los equipos de fútbol que se
organizaban en el colegio.
Un día, en esta ocasión por iniciativa propia, Gorka
quiso participar en una actividad de grupo. Contestó
oralmente y de forma correcta. Daniela, que no podía
contener su alegría, lo felicitó ante todos sus
compañeros. Pero Gorka no estaba acostumbrado a oír
palabras halagüeñas y llegó a sonrojarse.
Esa misma noche, ya en casa, Daniela se entregó de
lleno a la lectura de un artículo que hablaba de la
importancia de los abrazos en las personas.
Descubrió que los abrazos borran la sensación de
soledad, hacen que los individuos se sientan bien y
ayudan a aumentar la autoestima, así que se decide a
reforzar con esa estrategia el planteamiento que
había planeado con Gorka hasta entonces.
Al día siguiente, tras una de las intervenciones del
alumno, la maestra lo llamó a su mesa y le dijo:
—Gorka, lo has hecho muy bien. Te voy a dar un
abrazo. Pero éste se negó.
—¿Por qué no quieres?
—Porque me da vergüenza.
—Ya veras qué bien nos sentimos con los abrazos.
Eso no es malo.
Daniela no insistió, pero tampoco se desanimó en
esta ocasión. Dio una breve explicación de las
bondades del abrazo y animó a todos los alumnos a
dar abrazos a sus amigos, a sus padres, a sus seres
queridos. Gorka daba claras muestras de
indiferencia.
Así, un día tras otro, hasta que una mañana le
regaló un dibujo que ella había hecho para él. En él
estaban el Capitán Trueno y su amigos, los
personajes de tebeo que más atraían a Gorka.
Aparecían en actitud de combate, protegidos por sus
escudos y las espadas en alto frente a fieros
caballeros sarracenos.
—¡Qué bonito, seño! ¿Es para mí?
—Claro que sí. Lo he hecho para ti.
El niño, movido por un impulso incontrolado y sin
saber adónde se dirigía, se fue hacia la maestra,
pero, de improviso, se detuvo ante ella.
—¿Me vas a dar un abrazo?
—Hummm...,
no sé.
Durante unos segundos, Gorka se mantuvo de pie
delante de Daniela, pensativo, todo circunspecto,
escudriñando a su alrededor por si alguien lo veía.
Estaba confundido, su corazón le decía una cosa y su
mente pensaba otra... No lo dudó un segundo más y le
dio un abrazo.
Con amor e ilusión se puede conseguir todo, incluso
un cambio de actitud en un alumno que no quiere
cooperar en su propia educación. Todo es cuestión de
no rendirse ante las inconveniencias, de tenacidad
en los objetivos, de no ponerle mala cara al fracaso
inicial, de no derrumbarse ante la adversidad, de
comprender que, detrás de una fachada dura, se
esconde un alma sensible y necesitada.
La misión de los maestros es educar y formar, las
dos cosas, y la clave del éxito de nuestra empresa
la tenemos nosotros mismos escondida en un
rinconcito de nuestro interior: la “vocación”.
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