N.º 59

ENERO-FEBRERO 2009

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GORKA

  

Por Isabel M.ª Suárez Rodríguez

  

  

D

ía tras día, siempre era lo mismo. Daniela se pasaba la jornada laboral mandando callar a Gorka. Cuando no le regañaba para que se comportara adecuadamente en clase, le estaba llamando la atención para que no molestara a sus compañeros y los dejara realizar sus deberes. La conducta de Gorga era verdaderamente difícil de corregir.

Al no observar ningún cambio de actitud en su alumno, un día, la maestra, ya desesperada ante tal situación, decidió dejarlo por imposible y se marchó del colegio muy triste. El camino a casa se le hizo un calvario, pensando en que había fracasado con aquel chico.

Después de la cena, mientras charlaba con su marido, Daniela le contó lo que le preocupaba. Él intentó plantearle algunas soluciones posibles, como regalarle un libro o algunos tebeos, reprenderlo seriamente cada vez que cometiera algún exceso, o, llegado el caso, cambiarlo de aula para que otro maestro probara suerte en aquello que ella había fracasado.

Pero a ella no le pareció bien ninguna de aquellas vías de solución: la primera daba la impresión de someterse a una suerte de intercambio, la segunda no era de su agrado por recurrir a la presión y la tercera se le antojaba una claudicación en toda regla, contraria a su concepto de responsabilidad profesional: en todo caso, significaba reconocer su fracaso como educadora y forjadora de hombres de provecho. Por otra parte, algo de su interior le advertía que con ninguno de esos tres procedimientos iba a conseguir un cambio de conducta en su alumno.

    
     

 

Daniela se pasaba la jornada laboral mandando callar a Gorka, regañándolo para que se comportara adecuadamente en clase o llamándole la atención para que no molestara a sus compañeros y los dejara aprender. La conducta de Gorga era verdaderamente difícil de corregir.

    

Daniela estaba tan preocupada que parecía como ausente, como perdida en un mar de confusiones, sin prestar atención nada más que a su problema.

Llegadas las manecillas del reloj a la medianoche, el marido se fue a dormir; al día siguiente, le esperaba una dura jornada. Y Daniela se quedó a solas con su problema.

Se dirigió a la estantería y estuvo ojeando unos libros de pedagogía. «¡Qué distante le parecía la escuela de los libros de la escuela real!», concluyó pensando, y, al no hallar nada que la orientase, salió un rato al jardín a respirar un poco de aire fresco.

Hacía una noche apacible. Sin darse cuenta, le pasaron horas enteras reflexionando, sumida en aquel silencio nocherniego. Sus ojos reflejaban su impotencia y estaban mojados de llorar.

Cuando ya no podía mantenerlos abiertos a causa del cansancio y se disponía a claudicar en su búsqueda, una idea surcó como una centella su imaginación y su rostro se iluminó con una sonrisa. «Creo que sé lo que voy a hacer», se dijo en voz muy baja e inmediatamente se fue a dormir.

A la mañana siguiente, Daniela, como de costumbre, llegó al colegio con veinte minutos de antelación y entró a su clase antes de que la sirena indicara el comienzo de la jornada.

Reorganizó las mesas de modo que la de Gorka quedara situada al lado de la suya. Había pensado que el alumno que la inquietaba iba a estar sentado a su lado hasta que él le demostrara que era capaz de comportarse adecuadamente.

Al principio, los gestos todos del niño demostraron ostensiblemente su desagrado: eso de estar al lado de la maestra era algo que no había considerado jamás. Pero, a los poco días, empezó a dar síntomas de resignación.

Por su parte, Daniela fue más paciente con él, lo orientaba en los deberes, procuraba ayudarlo en los exámenes, se preocupaba más por sus actividades extraescolares, lo animaba a intervenir en la resolución de los ejercicios y tenía más reuniones con sus padres.

Pasado cierto tiempo, Gorka empezó a dar muestras de confianza en la maestra y en él mismo; además, daba la impresión de que entre él y sus compañeros había empezado a desarrollarse ese trato que hay normalmente entre los miembros de una misma aula. Más aun, éstos lo ayudaban muchas veces a resolver los problemas de matemáticas y los ejercicios de lengua, y no había ocasión en que Gorka no formase parte de uno de los equipos de fútbol que se organizaban en el colegio.

Un día, en esta ocasión por iniciativa propia, Gorka quiso participar en una actividad de grupo. Contestó oralmente y de forma correcta. Daniela, que no podía contener su alegría, lo felicitó ante todos sus compañeros. Pero Gorka no estaba acostumbrado a oír palabras halagüeñas y llegó a sonrojarse.

Esa misma noche, ya en casa, Daniela se entregó de lleno a la lectura de un artículo que hablaba de la importancia de los abrazos en las personas. Descubrió que los abrazos borran la sensación de soledad, hacen que los individuos se sientan bien y ayudan a aumentar la autoestima, así que se decide a reforzar con esa estrategia el planteamiento que había planeado con Gorka hasta entonces.

Al día siguiente, tras una de las intervenciones del alumno, la maestra lo llamó a su mesa y le dijo:

—Gorka, lo has hecho muy bien. Te voy a dar un abrazo. Pero éste se negó.

—¿Por qué no quieres?

—Porque me da vergüenza.

—Ya veras qué bien nos sentimos con los abrazos. Eso no es malo.

Daniela no insistió, pero tampoco se desanimó en esta ocasión. Dio una breve explicación de las bondades del abrazo y animó a todos los alumnos a dar abrazos a sus amigos, a sus padres, a sus seres queridos. Gorka daba claras muestras de indiferencia.

Así, un día tras otro, hasta que una mañana le regaló un dibujo que ella había hecho para él. En él estaban el Capitán Trueno y su amigos, los personajes de tebeo que más atraían a Gorka. Aparecían en actitud de combate, protegidos por sus escudos y las espadas en alto frente a fieros caballeros sarracenos.

—¡Qué bonito, seño! ¿Es para mí?

—Claro que sí. Lo he hecho para ti.

El niño, movido por un impulso incontrolado y sin saber adónde se dirigía, se fue hacia la maestra, pero, de improviso, se detuvo ante ella.

—¿Me vas a dar un abrazo?

Hummm..., no sé.

Durante unos segundos, Gorka se mantuvo de pie delante de Daniela, pensativo, todo circunspecto, escudriñando a su alrededor por si alguien lo veía. Estaba confundido, su corazón le decía una cosa y su mente pensaba otra... No lo dudó un segundo más y le dio un abrazo.

Con amor e ilusión se puede conseguir todo, incluso un cambio de actitud en un alumno que no quiere cooperar en su propia educación. Todo es cuestión de no rendirse ante las inconveniencias, de tenacidad en los objetivos, de no ponerle mala cara al fracaso inicial, de no derrumbarse ante la adversidad, de comprender que, detrás de una fachada dura, se esconde un alma sensible y necesitada.

La misión de los maestros es educar y formar, las dos cosas, y la clave del éxito de nuestra empresa la tenemos nosotros mismos escondida en un rinconcito de nuestro interior: la “vocación”.

  

  

Isabel María Suárez Rodríguez (Málaga, 1981). Licenciada en Traducción e Interpretación (inglés y alemán) por la Universidad de Málaga. Ha sido becaria durante 6 meses en Magdeburg, Alemania. Está en posesión de los títulos oficiales de inglés y alemán de la Escuela Oficial de Idiomas de Málaga y es diplomada en Maestro en Lengua Extranjera (sección: Inglés) por la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VIII. Número 59. Enero-Febrero 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Isabel María Suárez Rodríguez. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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