«Uniendo corazones,
venceremos rencores.»
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quella tarde de agosto, el calor
apretaba más de lo normal. Salí a la terraza para
respirar un poco. Una leve brisa de aire fresco me
alivió un poco de aquel sofoco que parecía
asfixiarme por momentos. Inconscientemente, mis ojos
barrieron la gran cantidad de objetos de todo tipo
que estaban por todas partes. Habíamos ido al pueblo
de mis padres a pasar unos días. Sin pretenderlo, a
mi mente acudieron mil recuerdos en tropel. Muchos
habían sido los días que había pasado allí de niña.
Ahora, el motivo de mi estancia en aquel lugar era
bien distinto. Lamentablemente bien distinto.
Había ido allí con mi madre. Mi padre
acababa de salir de casa para ver a unos familiares
nuestros. Estaba yo junto a mi madre, acompañándola
en unos de los momentos más difíciles de su
enfermedad. Ahora ella dormía
serenamente gracias a la medicación; mientras, en mi
cabeza, los recuerdos infantiles fueron siendo
sustituidos por pensamientos menos gratos. Mi madre,
siempre mi madre.
¡Fue mi madre siempre tan fuerte,
segura y protectora...! A mi ojos se presentaba
incombustible. Si vitalidad y optimismo eran
realmente envidiables, tanto, que en ningún momento
de mi vida habría podido imaginar que iba a llegar
un día en que yo habría de cuidar de ella. La veía
tan débil que se me hacía imposible pensar en que
podría llegar a morir.
Se hacía tarde y mi hermano no
llegaba. Sentía vergüenza por la situación que se me
había planteado con él. Un día tuvimos una riña.
Desde entonces, habían pasado ya cinco años y
seguíamos sin hablarnos. Me abochornaba el hecho de
recordar que un motivo tan simple llegase a
enemistarnos de aquella manera. Palabras impropias
en un momento poco adecuado. Voces malsonantes,
algún insulto inoportuno... Es curioso comprobar
cómo se arrepiente una de cosas así al pasar el
tiempo. Y la pregunta “¿valió la pena?”, siempre
presente en la memoria.
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Sabía
que mi madre había hecho lo imposible por
reconciliarnos, pero yo hice caso omiso a
todos sus buenos consejos. Ella sufría por
nosotros y ambos lo consentimos. Nuestra
testarudez era la culpable por mantenerle
aquella herida abierta. |
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Entre tanto, mi incondicional ángel
de la guarda descansaba. En la mesita, junto a ella,
observé un libro viejo forrado con papel en colores
añil y violeta. Sus páginas en tonos sepia y
desgastadas delataban el efecto del paso del
tiempo. Más o menos a la mitad, asomaba una hoja con
su esquina superior doblada indicando el lugar donde
la lectura se había detenido en un momento muy
anterior.
Alargué mi mano y lo cogí. Ahora
mismo no sé explicar por qué lo hice, pero lo cierto
es que algo me impulsaba a saber en dónde había
parado su lectura el desconocido lector. Lo abrí con
curiosidad y apareció ante mí un breve y sencillo
relato que decía así:
«Un anciano labrador que tenía varios
hijos enemistados, se valió del siguiente medio para
darles una lección.
Los llamó a todos y mandó traer una
porción de varas, que ató una a una hasta formar una
sola gavilla.
Luego, pidió a cada uno de ellos que
la rompiera, diciéndoles:
—Dejaré toda mi fortuna en herencia
a aquel de vosotros que pueda quebrar esta gavilla.
Uno tras otro trataron de romper el
mazo, ya apoyando el haz sobre sus rodillas, ya
torciéndolo con fuerza. La gavilla se mostraba tan
fuerte que era imposible deshacerla en dos partes.
Por fin, el padre pidió que se le
entrega aquel haz que parecía inquebrantable y,
sacando una por una las varas, fue quebrándolas
fácilmente una tras otra.
Sus hijos, perplejos, le dijeron:
——Padre,
así también podríamos haberlo hecho nosotros.
Y el anciano les replicó:
——Esta
lección, hijos míos, es la mejor herencia que os
dejo. Pensad en ella: Vosotros sois como esas varas.
Si estáis unidos por el amor fraterno, seréis
fuertes e invencibles, pero si os separáis,
cualquiera os vencerá. La unión hace la fuerza».
Tras su lectura, y sin poder
evitarlo, unas lágrimas brotaron de mis ojos. Me
sentía apenada por el orgullo y la insensibilidad
que había mostrado contra mi hermano durante tanto
tiempo. Sabía que mi madre había hecho lo imposible
por reconciliarnos, pero yo hice caso omiso a todos
sus buenos consejos. Ella sufría por nosotros y
ambos lo consentimos. Nuestra testarudez era la
culpable por mantenerle aquella herida abierta. ¡Oh
Dios, qué gran torpeza la mía! De una manera u otra,
fue ella otra vez la que, por medio de su lectura
interrumpida, quiso reconciliarnos con aquella
fábula que me dio el sabio consejo para acabar con
aquel enfado tan sin sentido como inútil, y que
parecía no tener solución. Pero ahora... Sí, todo
estaba decidido... Desde hoy, van a cambiar las
cosas. Cuando llegue mi hermano, le haremos a
nuestra madre el mejor de los regalos que, en este
momento, podríamos ofrecerle: nuestra
reconciliación.
Desde que ocurrió lo que acabo de
narraros, siempre me he preguntado si fue mi madre
quien puso allí el libro para que yo lo encontrase o
si tal hallazgo fue un hecho debido al azar. Sea
como fuese, resulta realmente extraordinario
comprobar cómo la simple lectura de la página de un
libro puede influir en el devenir de nuestra
historia personal y en la de nuestros seres
queridos. |