N.º 61

MAYO-JUNIO 2009

9

  

GIBRALFARO

  

AULA de LITERATURA DIDÁCTICA

CONDE LUCANOR

EL ENFADO

Por Noelia Lavado Blanco

  

  

«Uniendo corazones,

venceremos rencores.»

POPULAR

  

  

A

quella tarde de agosto, el calor apretaba más de lo normal. Salí a la terraza para respirar un poco. Una leve brisa de aire fresco me alivió un poco de aquel sofoco que parecía asfixiarme por momentos. Inconscientemente, mis ojos barrieron la gran cantidad de objetos de todo tipo que estaban por todas partes. Habíamos ido al pueblo de mis padres a pasar unos días. Sin pretenderlo, a mi mente acudieron mil recuerdos en tropel. Muchos habían sido los días que había pasado allí de niña. Ahora, el motivo de mi estancia en aquel lugar era bien distinto. Lamentablemente bien distinto.

Había ido allí con mi madre. Mi padre acababa de salir de casa para ver a unos familiares nuestros. Estaba yo junto a mi madre, acompañándola en unos de los momentos más difíciles de su enfermedad. Ahora ella dormía serenamente gracias a la medicación; mientras, en mi cabeza, los recuerdos infantiles fueron siendo sustituidos por pensamientos menos gratos. Mi madre, siempre mi madre.

¡Fue mi madre siempre tan fuerte, segura y protectora...! A mi ojos se presentaba incombustible. Si vitalidad y optimismo eran realmente envidiables, tanto, que en ningún momento de mi vida habría podido imaginar que iba a llegar un día en que yo habría de cuidar de ella. La veía tan débil que se me hacía imposible pensar en que podría llegar a morir.

Se hacía tarde y mi hermano no llegaba. Sentía vergüenza por la situación que se me había planteado con él. Un día tuvimos una riña. Desde entonces, habían pasado ya cinco años y seguíamos sin hablarnos. Me abochornaba el hecho de recordar que un motivo tan simple llegase a enemistarnos de aquella manera. Palabras impropias en un momento poco adecuado. Voces malsonantes, algún insulto inoportuno... Es curioso comprobar cómo se arrepiente una de cosas así al pasar el tiempo. Y la pregunta “¿valió la pena?”, siempre presente en la memoria.

   
      

 

Sabía que mi madre había hecho lo imposible por reconciliarnos, pero yo hice caso omiso a todos sus buenos consejos. Ella sufría por nosotros y ambos lo consentimos. Nuestra testarudez era la culpable por mantenerle aquella herida abierta.

   

Entre tanto, mi incondicional ángel de la guarda descansaba. En la mesita, junto a ella, observé un libro viejo forrado con papel en colores añil y violeta. Sus páginas en tonos sepia y desgastadas delataban el efecto del paso del tiempo. Más o menos a la mitad, asomaba una hoja con su esquina superior doblada indicando el lugar donde la lectura se había detenido en un momento muy anterior.

Alargué mi mano y lo cogí. Ahora mismo no sé explicar por qué lo hice, pero lo cierto es que algo me impulsaba a saber en dónde había parado su lectura el desconocido lector. Lo abrí con curiosidad y apareció ante mí un breve y sencillo relato que decía así:

«Un anciano labrador que tenía varios hijos enemistados, se valió del siguiente medio para darles una lección.

Los llamó a todos y mandó traer una porción de varas, que ató una a una hasta formar una sola gavilla.

Luego, pidió a cada uno de ellos que la rompiera, diciéndoles:

Dejaré toda mi fortuna en herencia a aquel de vosotros que pueda quebrar esta gavilla.

Uno tras otro trataron de romper el mazo, ya apoyando el haz sobre sus rodillas, ya torciéndolo con fuerza. La gavilla se mostraba tan fuerte que era imposible deshacerla en dos partes.

Por fin, el padre pidió que se le entrega aquel haz que parecía inquebrantable y, sacando una por una las varas, fue quebrándolas fácilmente una tras otra.

Sus hijos, perplejos, le dijeron:

——Padre, así también podríamos haberlo hecho nosotros.

Y el anciano les replicó:

——Esta lección, hijos míos, es la mejor herencia que os dejo. Pensad en ella: Vosotros sois como esas varas. Si estáis unidos por el amor fraterno, seréis fuertes e invencibles, pero si os separáis, cualquiera os vencerá. La unión hace la fuerza».

Tras su lectura, y sin poder evitarlo, unas lágrimas brotaron de mis ojos. Me sentía apenada por el orgullo y la insensibilidad que había mostrado contra mi hermano durante tanto tiempo. Sabía que mi madre había hecho lo imposible por reconciliarnos, pero yo hice caso omiso a todos sus buenos consejos. Ella sufría por nosotros y ambos lo consentimos. Nuestra testarudez era la culpable por mantenerle aquella herida abierta. ¡Oh Dios, qué gran torpeza la mía! De una manera u otra, fue ella otra vez la que, por medio de su lectura interrumpida, quiso reconciliarnos con aquella fábula que me dio el sabio consejo para acabar con aquel enfado tan sin sentido como inútil, y que parecía no tener solución. Pero ahora... Sí, todo estaba decidido... Desde hoy, van a cambiar las cosas. Cuando llegue mi hermano, le haremos a nuestra madre el mejor de los regalos que, en este momento, podríamos ofrecerle: nuestra reconciliación.

Desde que ocurrió lo que acabo de narraros, siempre me he preguntado si fue mi madre quien puso allí el libro para que yo lo encontrase o si tal hallazgo fue un hecho debido al azar. Sea como fuese, resulta realmente extraordinario comprobar cómo la simple lectura de la página de un libro puede influir en el devenir de nuestra historia personal y en la de nuestros seres queridos.

  

  

Noelia Lavado Blanco (Málaga, 1985) es Diplomada en Maestro en Educación Primaria por la Universidad de Málaga, España. Los correspondientes estudios de Magisterio los ha cursado en la Facultad de Ciencias de la Educación de dicha Universidad.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VIII. Número 61. Mayo-Junio 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Noelia Lavado Blanco. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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