or la mañana temprano, Borja y Rafa, dos amigos
de un pueblecito malagueño situado a muy corta
distancia de la costa corrían, como de costumbre, a
lo largo de la playa. Practicaban diariamente esta
rutina para así calentar un poco antes de ir al
gimnasio. Luego, desde aquellas arenas, bañadas por
un mar surcado mil veces por los pueblos más
antiguos de la historia, solían recorrer, ya con
paso más sosegado, el escaso kilómetro que mediaba
entre la costa y el centro deportivo municipal.
Aunque los jóvenes se conocían de pequeños, cosa
habitual en los pueblos de poca población, la
amistad entre ambos no iba más de cuatro años atrás,
cuando coincidieron por vez primera en el gimnasio.
A partir de ese instante, empezaron a compartir no
sólo su afición por lo que ellos llamaban ‘estar en
perfecta forma’, sino el mismo círculo de amistades
de chicos y chicas y otras distracciones propias de
la edad.
Un día, mientras iban a trote ligero por la orilla,
Borja comenzó a fanfarronear de su condición
física.
―Soy segundo de Andalucía en natación, en la
especialidad de cuatrocientos metros libres y,
además, tengo varias medallas, conseguidas en otras
disciplinas de este deporte acuático, como el crol,
espalda, braza y mariposa.
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«Soy segundo de Andalucía en natación, en la
especialidad de cuatrocientos metros libres
y, además, tengo varias medallas,
conseguidas en otras disciplinas de este
deporte acuático, como el crol, espalda,
braza y mariposa.» |
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Extrañado por este comentario tan innecesario como
intempestivo, Rafa dijo con aires de humildad pero
cargados de un cierto tono de recriminación:
―Me alegro mucho de tus aptitudes para la natación y
te felicito por ello. Yo me conformo con ser un
aficionado y dominar el estilo a braza.
Después de esta breve cruce de palabras, los dos
amigos continuaron la marcha a buen ritmo hasta
situarse muy cerca del desvío que les llevaría al
gimnasio.
Fue entonces cuando oyeron unos gritos
desesperados que parecía proceder de mar adentro.
Sorprendidos, miraron a todas partes y de pronto
vieron cómo una niña de pocos años pedía auxilio al
tiempo que agitaba con fuerza los brazos en un
desesperado esfuerzo por no ser engullida por las
profundidades marinas.
Sin pensarlo dos veces, Rafa, nervioso y
conmovido, gritó al instante:
―¡Allí, allí hay una niña ahogándose! Rafa, tú
estás más preparado que yo y nadas con más
velocidad, ve por ella de inmediato y sácala o
perecerá sin remedio.
No había terminado Rafa de concluir su ruego cuando
a Borja se le puso la cara blanca y un visible
temblor se apoderó de todo su cuerpo. El solo hecho
de pensar que había de arrojarse a aquellas aguas
tan encrespadas lo dejó paralizado.
―No quiero que pienses que salvar una vida no me
importar ―logró balbucear Borja, con voz
entrecortada y la mirada gacha―, pero la verdad...
la verdad es que yo apenas sé nadar. Si… si yo voy,
pereceré también ahogado. Por favor, no pierdas un
momento. Sálvala tú.
Rafa no lo dudó un instante. Poniendo en riesgo
su vida a causa del fuerte oleaje, se lanzó decidido
al agua, nadó hasta donde vislumbraba la figura
infantil envuelta en espuma y consiguió traer sana y
salva a la pequeña hasta la orilla.
No tardaron en llegar los efectivos de vigilancia
de la playa y la policía municipal, que procedieron
a trasladar a la niña hasta un centro hospitalario
para tratarla de la hipotermia que la aquejaba.
Ya solos, los dos amigos prosiguieron su marcha,
aunque en esta jornada, el incidente les había
quitado las ganas de acudir a su cita con el
gimnasio, y decidieron dar media vuelta y volver a
casa.
Rafa y Borja caminaron cabizbajos y silenciosos,
casi sin cruzarse las miradas ni mediar palabra.
Ambos sabían que aquel desagradable incidente iba a
cambiar las cosas a partir de ahora. La inoportuna
mentira y la desdeñable presunción de atleta de
Borja hacían que Borja se sintiese sumamente
humillado y avergonzado.
Por fin, Rafa, para tratar de consolar a su
amigo, rompió el hielo.
—Amigo Borja —comenzó a decir Rafa—, tú me
conoces ya muy bien y sabes que mi natural no es
alardear de saber más que tú y que no soy propenso a
darle consejos a nadie; estas cosas no van conmigo,
no sirvo... ya sabes. Sin embargo, me vas a permitir
que, de manera excepcional, me escuches con atención
esta historia que voy a contarte; de paso,
llenaremos el trecho que nos queda para llegar a
casa. Y si te ruego que me atiendas es tan sólo
porque en ella se refleja muy bien el episodio que
acabamos de vivir tú y yo. Además, a mi modo de ver
las cosas, creo que va servirte para que modifiques
en algo tu actitud ante la vida y tus amistades.
Tras este breve preámbulo, Rafa comenzó su
historia.
«En una ocasión, caminaban juntos un hombre y un
león. Abundando cada uno en razones, se elogiaba a
sí mismo exagerando su fortaleza.
En un puesto del camino encontraron una estatua de
piedra que representaba a un hombre estrangulando a
un león. Entonces el hombre, mostrándola a la fiera,
le dijo:
—Ya ves cómo los hombres somos más poderosos que
vosotros.
A lo que el león, sonriente, respondió:
—Si los leones supiéramos hacer estatuas, ¡verías
también a tus semejantes bajo las garras del león.»
—Este cuentecillo —continuó Rafa diciendo tras
una breve pausa— lo leí en un libro de lecturas cuando estábamos en la escuela, y aún lo recuerdo con la claridad que te lo he referido.
Puedo haber olvidado algunos detalles, pero, desde
luego, lo esencial está en él. Me gustó y he
procurado tenerlo presente, y la verdad es que me ha
ayudado a evitar incurrir en comportamientos que
puedan dañar mi dignidad y mi amistad con otras
personas.
»Tú has cometido hoy —añadió Rafa con el rostro visiblemente serio— dos errores muy graves:
te has jactado de unas
cualidades que no tienes y me has mentido a mí, a tu
amigo, a tu único amigo, porque, como tendrás
comprobado, nadie quiere juntarse contigo a causa de
los valores, temeridades y audacias que
continuamente te arrogas, menospreciando a los demás
y, muchas veces, con intención de humillarlos. Pero
ten por seguro que ya nadie te cree. En más de una
ocasión, la realidad ha puesto de manifiesto tus
mentiras y has hecho el ridículo.
»Yo te aprecio y continuaré teniéndote como amigo
—dijo Rafa con intención de concluir lo que
pretendía ser un simple consejo—,
porque sé que, en el fondo, eres buena persona y
porque soy consciente de que no puedes evitar la
presunción de ser el primero en todo. Pero enorgullecerse y presumir mucho de lo que
sabemos hacer o de lo que hemos hecho, sobre todo
cuando no se corresponde con la realidad,
nos pone, tarde o temprano, en circunstancias como
la que hemos vivido hace unos momentos. Has quedado
en evidencia ante mí y, si eres creyente, ante Dios.
Justo a la entrada de la casa de Borja, Rafa
daba fin a su intervención. En ese momento, Borja miró fijamente a
sus ojos y le agradeció sinceramente sus palabras,
prometiéndole que, a partir de ese día, tendría
siempre muy presente su consejo. No se despidió de
él, sin antes decirle:
—Gracias por ser mi amigo.
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