ANA SIEMPRE FUE una persona feliz, que
tuvo la suerte de contar con unos padres
maravillosos que hicieron de su infancia un
remanso de paz, una época llena de fantasía,
sueños, ilusiones y juegos. Al ser hija única,
vio volcados en su persona todos los afectos,
atenciones y afanes. Su padre, empresario
exitoso, se empeñó en llenar su existencia de
luz. Y vaya si lo logró: la iluminó por
completo.
Comenzó por permitirle la entrada sin
restricciones a la fábrica de velas de la cual
era propietario. Gracias a ello, Ana aprendió,
desde edad muy temprana, a amar ese maravilloso
mundo lleno de cera, parafinas, pabilos,
aditivos, fragancias, láminas de sebo, colores y
moldes. Simplemente, le parecía fascinante todo
aquello. Participar en ese acto maravilloso que
implicaba utilizar los materiales disponibles en
el planeta para transformarlos en pequeñas obras
de arte capaces de dar luz, era tanto como ser
testigo de un milagro divino.
Desde muy pequeña, comenzó con sus
primeros experimentos. Al principio, le
explicaron cómo concebir velas de gel y parafina
líquida, que no representaban ningún peligro
para ella; luego, las que se hacían con placas
de cera; después, las que se moldeaban como si
se tratara de una escultura. Y, finalmente, pudo
crear un cirio de verdad, con todas las fases de
creación que implicaban y le fueron revelados
los secretos del derretido de la cera, la
pigmentación, el lograr encapsular el aroma para
que se desprendiera delicadamente mientras el
fuego abrazaba la vela, la elección del pabilo,
el llenado del molde, el vaciado, el lograr un
acabado perfecto y, finalmente, la presentación.
Ana se sentía arrobada ante aquel mundo insólito
y apasionante que se abría ante sus ojos aún
candorosos. Le gustaba sentirse una diosa
creadora de criaturas luminosas.
Cada vela que realizaba era empacada
primorosamente para que pudiera llevársela a
casa y encenderla con tranquilidad comprobando
la combustión de la misma. Sin embargo, Ana no
quería ver el producto de sus esfuerzos
consumirse hasta quedar convertido en nada, y
así, en cuanto llegaban, eran guardadas con sumo
cuidado en un armario de su habitación destinado
a ese fin: atesorar sus creaciones.
Don Clemente la reñía intentando
hacerla entrar en razón:
—Por Dios, criatura, si todas las
personas guardaran las velas sin encender, no
tendríamos ni un mendrugo de pan que llevarnos a
la boca. Enciende tus velas, por favor; ésa es
su finalidad: ¡dar luz!, y no, permanecer en el
fondo de un armario envueltas en papel de
colores.
Pero para Ana, nada importaban estas
advertencias ni consejos.
Una tarde, sentada en la sala de su
casa, hojeando con indiferencia una revista, se
detuvo a mirar las expresiones de los rostros
infantiles retratados en ella. De pronto, una
duda la asaltó. Corrió para preguntarle a su
mamá:
—¿Todos los niños en el mundo son tan
felices como yo?
Doña Silvia guardó silencio al tiempo
que su rostro se volvió serio y pensativo. ¿Cómo
explicarle a una pequeña de diez años escasos
que hay más niños infelices que felices sobre el
planeta? Pensó en las decenas de ellos, incluso
recién nacidos, que eran negociados y vendidos
al mejor postor para luego ser utilizados como
señuelos y obtener limosnas más jugosas a través
de ellos, o los otros que eran manejados para
realizar trabajos pesados y que vivían en
condiciones infrahumanas, sin saber lo que era
una caricia o una palabra de afecto.
Pero también estaban los rostros
anónimos de ojillos tristes que aparecían en las
fotografías bélicas con fusiles en la mano. Y
los que servían como carne de cañón para
explorar territorios dudosos y comprobar que no
hay minas terrestres por donde van a pasar los
soldados.
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Cada
noche, fabricaba una vela, y,
mientras derretía la parafina en la
estufa, oraba con toda el alma para
que esos desdichados encontraran la
luz. |
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Ante la mirada inquisidora de su
hija, Silvia bajó la mirada avergonzada, no
porque ella personalmente hubiera realizado
acciones deplorables en detrimento de la
infancia, sino porque guardaba silencio. Todas
las noches, al apagar la luz de su habitación,
pensaba en aquellos niños que con terror esperan
dentro de una estancia inhóspita y gris la
llegada de aquel que profanaría su cuerpo con
infrahumana lascivia, que borraría con golpes y
caricias malsanas todo rastro de inocencia que
pudiera haber resistido el infierno vivido desde
que fueron secuestrados, entregados, comerciados
o sacrificados, o todas esas cosas a la vez.
¿Y qué decir de aquellos que saltaban
a la fama de la inmoralidad como protagonistas
de filmes pornográficos, obligados a realizar
acciones infamantes y pervertidas a través de
las cuales, además de la ropa, les arrancaban la
dignidad?
No, exponerle a su hija cada una de
estas cosas era como robarle la inocencia y la
felicidad. Había mucha maldad y porquería en
todos lados, sin distinción de extractos
sociales, países, continentes o nivel cultural.
¡Eran tantas las atrocidades
cometidas cada día...! ¡Y tantas las criaturas
que vivían en un terror constante, sin conocer
la felicidad, la paz, el cariño...! Sólo por
dinero... el mal del mundo y de los hombres.
Silvia, con lágrimas en los ojos,
miró a su pequeña, que permanecía frente a ella
totalmente confundida, y, al advertir en su
inocente rostro una repentina tristeza, la
abrazó fuertemente para consolarla.
—¿Por qué lloras? —le preguntó la
chiquilla.
—Lloro, porque no todos los niños del
mundo son tan felices como tú. En este mismo
momento, decenas de ellos están padeciendo un
verdadero infierno sin tener el más
mínimo resquicio de salvación.
—¿Ellos no tienen una mamá y un papá
que los protejan?
—Algunos los tienen. Muchos están
siendo buscados por mar y tierra con
desesperación por ellos, otros no... Están
solos.
—Vaya, ahora entiendo por qué el mar
es salado, las lágrimas de Dios han de ser
constantes. ¿Es cierto que cuando una persona
muere se debe encender una vela para que su alma
encuentre el camino hacia el cielo?
—Bueno, ya sabes lo que dice tu papá:
la luz de una vela es una esperanza que renace.
La conversación terminó. Pero las
palabras de Silvia se quedaron en el corazón de
Ana toda su vida. Siempre agradeció su
honestidad al hablarle de la realidad del mundo
en el que estaban viviendo, porque, al paso de
los años, había aprendido que lo correcto no era
ignorar para no sufrir, sino saber para
corregir.
Sabía que ella sola no podía acabar
con las injusticias de un planeta que carecía de
ecuanimidad; sin embargo, continuó con la misma
labor que inició aquella tarde después de
conversar con su madre. Cada noche, fabricaba
una vela, y, mientras derretía la parafina en la
estufa, oraba con toda el alma para que esos
desdichados encontraran la luz. Por la mañana,
vaciaba el molde y, camino a la escuela, se
detenía en la iglesia para dejarla encendida con
una dedicatoria pintada sobre su superficie:
«Para que los niños recobren su libertad y dejen
de ser esclavos.
Para que los niños recuperen su dignidad.
Para los niños que padecen la guerra y sus
horrores.
Para los niños cuya inocencia fue mancillada.
Para que los niños perdidos sean rescatados.»
Con el paso del tiempo, la gente
llegó a conocerla como la “Hacedora de Velas”.
Muchas personas le escribían cartas pidiéndole
que fabricara y encendiera una vela por sus
hijos desaparecidos. De esta manera, sus
creaciones comenzaron a tener personalidad,
rostro y nombre. Las miradas, que casi siempre
permanecían indiferentes, comenzaron a voltear.
Se hizo más pausible la presencia de alguna
mujer en la calle con un niño aparentemente
dormido en brazos, pero, en realidad, drogado,
pidiendo limosna. El reproche las hizo huir.
Gracias a los medios de comunicación que
periódicamente comentaban la misión autoimpuesta
de la “Hacedora de Velas”, mostrando los rostros
y nombres de niños desaparecidos que ella misma
pintaba con maestría en la superficie de sus
velas éstos se volvieron, de pronto, conocidos,
entorpeciendo el tráfico de infantes.
A sus velas, se sumaron las de otras
de personas que deseaban ayudar en su labor,
cansadas de su propia indiferencia. La
solidaridad ante el sufrimiento ajeno fue más
común y el respeto a la infancia, una exigencia
popular. Mujeres irresponsables que dieron vida
a un nuevo ser sin desearlo dejaron de
abandonarlos, pararon de entregarlos a
cualquiera que se ofreciera a liberarlas de la
carga incómoda que suponía el recién llegado.
Tal vez, ni siquiera la misma Ana era
conciente de lo que había logrado con su
minuciosa tarea, pero lo cierto era que la
“Hacedora de Velas” conseguía, cada vez que
encendía una luz, que el mar dejara de ser tan
salado y que el silencio fuera rasgado con menos
frecuencia por un grito infantil aterrador,
quizás porque las palabras de Don Clemente
tenían algo de verdad: «Había que encender las
velas para que se cumpliera su cometido: ¡Dar
luz!».