ajo la tediosa lluvia de febrero, con un pequeño
paraguas negro como única protección, Diego espera
la llegada su amigo Raúl en el bar de la esquina. Es
un bar relativamente nuevo en el que Diego ha
decidido invitar a su amigo por la calidad del café
y, por qué no decirlo, por esa dulce camarera que,
desde hace tres semanas, le sirve el desayuno con
una deliciosa sonrisa que le sabe mejor que las
magdalenas que acompañan su café cortado. Al fin, a
la lejos, aparece Raúl. Despistado y poco previsor
como siempre, trata de cubrirse de la lluvia
inútilmente con un periódico que hace las veces del
paraguas, que, probablemente, ha olvidado en el
maletero de su coche. Diego sonríe, es agradable
conocer a alguien tan bien como ellos dos se
conocen.
—¡Hola!
—Saluda,
algo apurado, Raúl.
—¡Hola!
—Diego cubre con su paraguas al
empapado amigo—.
¿Cómo va todo?
—Pasado
por agua
—sonríe Raúl—.
Aparte de eso, todo bien.
—Me
alegro. Anda, pasemos, que aquí fuera vas a coger
una pulmonía...
Entran en el bar y se sientan en una mesita cercana
a la barra, donde Diego tiene la oportunidad de
observar a su camarera preferida. Es curioso,
piensa, porque por una vez, desde hace mucho tiempo,
no es su físico lo que le llama la atención, pese a
su hermosa sonrisa y sus ojillos verdes, sino esa
forma que tiene de dirigirse a él, con esa voz, esos
gestos...
—Mucho
mejor ahora
—Raúl interrumpe sus pensamientos.
Por suerte para él, su chaqueta era impermeable y el
resto de su atuendo sigue completamente seco a
excepción de sus zapatos, señal inequívoca de un
resfriado futuro—.
¿Qué me recomiendas?
—Abre la carta disimuladamente
mientras observa cómo su amigo Diego se pierde en la
mirada de la joven camarera, que les acaba de traer
las cartas.
—¡Hum!
La verdad es que no sabría qué decirte. Yo suelo
tomar siempre lo mismo.
—¿A
la camarera, por ejemplo?
—¿Cómo
dices?
—¡Venga,
Diego, que nos conocemos...! No has dejado de
mirarla desde que hemos entrado, y eso que sólo han
pasado...
—mira el reloj y continúa diciendo—
...dos minutos.
—Pues
eso, tampoco es tanto tiempo
—disimula él.
—Ya,
claro...
La joven protagonista de la conversación de ambos se
acerca.
—¿Saben
ya qué desean?
—pregunta, con una voz que recuerda
a cantos celestiales; al menos, para Diego.
—Yo
voy a pedirme un chocolate y un gofre con nata y
chocolate.
—Raúl, siempre goloso, aprovecha el
frío del día y se pide su dulce preferido.
—Para
mí, lo de siempre
—dice Diego, extasiado.
—¿Un
cortado y unas magdalenas?
—sonríe la joven, sin disimular
tampoco el encanto que parece emanar su amigo Diego.
—Sí,
por favor.
—De
acuerdo, en unos minutos se lo traigo.
La muchacha se aleja. Debe tener unos veinticinco
años, un par menos que Diego, y su forma de hablar
denota educación y bien estar. Raúl retoma la
conversación como quien no quiere la cosa.
—Entonces,
¿me vas a contar qué hay entre vosotros o no?
—Si
lo sé, no te traigo aquí
—protesta Diego.
—Si
me has traído es porque querías contármelo, no digas
que no.
Diego sonríe. Sí; desde luego, da gusto encontrar a
una persona que te conozca tanto y a la que tú
conozcas tanto. Diego ha admirado siempre a Raúl por
la capacidad que tiene de ver las cosas y de
analizarlas desde otra perspectiva. Sus consejos
siempre han sido una buena guía para su tortuoso
caminar por la vida, y, como siempre, tiene razón,
le ha traído allí porque, en el fondo, quería
contarle cómo esa joven hacía que sus desayunos
supieran a gloria incluso en el peor de los días.
—Está
bien, está bien.
—Se acerca un poco más a su amigo,
temiendo ser escuchado por la camarera, que ahora
sirve a otra mesa—.
Abrieron este café hace unas semanas y decidí
probarlo, harto ya del café de máquina del trabajo.
Y...
—Y
la encontraste
—sonríe su amigo.
—Bueno,
nos encontramos. Ella me sirvió aquel primer día,
atenta y servicial, como se supone que son los
camareros. Pero para mí fue distinto. No sé cómo
explicártelo.
—No
expliques nada. Sólo hay que ver cómo os miráis.
—¿Nos...
miramos?
—pregunta Diego, y, traicionado por
la curiosidad, levanta la cabeza hacia la joven que,
tras la barra, le observaba atentamente. Cuando sus
miradas se encuentran, ella baja la cabeza, azorada,
y Diego retoma enseguida la conversación con su
amigo—.
«Es pura casualidad»
—trata de excusarse a sí mismo.
—Ya,
claro. A ver, dime, ¿cuál es el problema? Esa chica
te gusta y, aunque sé que un café no es el mejor
lugar para tener una conversación en condiciones,
sobre todo teniendo en cuenta que ella es la
camarera y tiene que trabajar, creo que podrías
quedar con ella fuera, ¿no?
—¡Qué
dices! Me moriría de vergüenza. No sé siquiera qué
interés puede tener?
En ese instante, suenan de nuevo las campanas
celestiales.
—¿Me
disculpa?
La joven no puede servirles lo que han pedido debido
a que Diego está prácticamente tumbado sobre la mesa
para evitar que su conversación fuera escuchada. Al
joven le sorprende la presencia de la mujer, que
ahora ocupa todos sus pensamientos, y se coloca
recto en la silla enseguida.
—Por
supuesto, lo siento.
—Nada,
por favor
—sonríe la joven.
Raúl enseguida nota que, mientras le sirve el café y
las magdalenas no deja de mirar a su amigo, y aún
cuando sirve su gofre y su chocolate, la mirada y
atención de la joven siguen puestas en Diego, lo
cual casi provoca que se le derrame el chocolate en
la mesa.
—¡Lo
siento!
—dice sonrojándose.
—No
pasa nada.
—Raúl la excusa con una simple
sonrisa.
Cuando ella se aleja, Raúl vuelve al ataque.
—Repíteme
dónde está el problema, porque está claro que,
aunque no entienda cómo ni por qué, estáis los dos
embobados el uno con el otro.
—Raúl,
por eso mismo. Es tan irracional. Ni siquiera sé
cómo se llama. No sé nada de su vida... ni ella de
la mía. Sólo hemos cruzado una y otra vez las mismas
palabras día tras día, y todas iban en torno a un
café y unas magdalenas. ¿Cómo quieres que le diga
que creo que me he enamorado de su forma de sonreír,
hablar, mirarme?
—¿Enamorado?
Vaya, es aún más de lo que esperada. ¡Diego
enamorado...!
—¡Shhh!
Que nos va a oír.
Ciertamente, hasta Diego estaba sorprendido. Raúl se
casó hacía dos años con la mujer de su vida, tras
haber compartido con ella seis años de un largo
noviazgo. Diego era el que no se enamoraba, era el
alma libre que iba de flor en flor, picando donde
más le gustaba, sin ataduras y sin ningún deseo de
tenerlas. Y ahora no dejaba de pensar en una chica
que ni siquiera conocía.
—Diego,
ahora ya en serio. Habla con ella.
—Raúl,
¿no lo entiendes? No tengo oportunidad para hacerlo.
Vengo, me tomo mi desayuno y vuelvo a trabajar.
Cuando salgo, el bar ya está cerrado y ella, por
supuesto, tampoco está. Cuando me sirve el café,
siempre he pensado decirle algo, preguntarle su
nombre, saber si me daría su número de teléfono, si
querría quedar conmigo alguna vez cuando
termináramos de trabajar... Pero no veo el momento.
Siempre pienso que mañana lo haré, pero nunca me
atrevo. Supongo que algún día daré el paso.
—¿Algún
día, Diego? ¿No crees que eso es dejar pasar
demasiado el tiempo?
—Bueno,
al fin y al cabo, el café no creo que cierre y yo
vendré todos los días y...
—Diego,
deja que te cuente una historia que tal vez te ayude
a pensar con más claridad. Trata de una hormiguita y
un lirio, y dice así:
—Había
una vez una hormiguita
—empieza Raúl su narración—
que,
como todas las hormiguitas, era trabajadora,
obediente y servicial. Se pasaba acarreando hojitas
de día y de noche y casi no tenía tiempo para
descansar. Y así transcurría su vida, trabajando y
trabajando.
Un día fue a buscar comida a un estanque que estaba
un poco lejos del hormiguero, y, para su sorpresa,
al llegar al estanque vio cómo un botón de lirio se
abría y de él surgía una hermosa y delicada
florecilla.
La hormiguita se acercó a aquella flor tan hermosa y
le preguntó:
—¡Hola!
Eres una flor muy bonita, ¿qué eres?
Y la florecita contestó:
—Soy
un lirio. Gracias. Y tú eres muy simpática, ¿qué
eres?
—Soy
una hormiga. Gracias también.
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—Soy
un lirio. Gracias. Y tú eres muy simpática, ¿qué
eres? |
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Y así, la hormiguita y el lirio siguieron
conversando todo el día y se hicieron grandes
amigas.
Cuando iba anochecer, la hormiga regresó a
hormiguero, no sin antes prometer al lirio que
volvería al día siguiente.
Mientras iba caminando a casa, la hormiga descubrió
que admiraba a su nueva amiga, que la quería
muchísimo, y se dijo «Mañana le diré que me encanta
su forma de ser, mañana».
Por su parte, el lirio, al quedarse solo, se dijo:
«Me gusta la amistad de la hormiga; mañana, cuando
venga, se lo diré».
Pero al día siguiente, la hormiguita se dio cuenta
de que no había trabajado nada el día anterior
porque se había pasado casi toda la jornada
charlando con el lirio. Así que decidió quedarse
trabajando: «Mañana iré con el lirio
—se dijo—; hoy no puedo, estoy
demasiado ocupada. Mañana iré y le diré, además de
justificar mi ausencia de hoy, que la he extrañado
mucho».
Por desgracia para ella, el día siguiente amaneció
lloviendo y la hormiga no pudo salir de su casa, y
se dijo: «¡Qué mala suerte, hoy tampoco podré ir a
ver al lirio! Bueno, no importa. Mañana le diré
todo lo especial que es para mí».
Y al tercer día, la hormiguita se despertó muy
temprano y, con toda la celeridad que le permitían
sus cortas patitas, se fue al estanque, pero, al
llegar, encontró al lirio en el suelo, ya sin vida.
La lluvia y el viento habían destrozado su tallo.
Entonces, la hormiga pensó: «¡Qué tonta fui, he
desperdiciado demasiado tiempo. Mi amiga se ha ido
sin saber todo lo que la quería. ¡Qué arrepentida
estoy!».
Pero ya no había remedio. La florecilla y la
hormiguita nunca supieron los hermosos sentimientos
que habían se habían despertado recíprocamente.
»Con esto quiero decirte, amigo mío, que no siempre
hay tiempo para decirles a los demás lo que sentimos
por ellos. A veces, damos por hecho que las personas
van a estar ahí para siempre, a la espera de que nos
decidamos a confesar lo que sentimos, pero el tiempo
pasa implacable, Diego, y muchas veces acaba siendo
demasiado tarde.
»Si ella ha despertado en ti
—continuó Raúl diciendo—
la llama del amor que nunca pensaste que sentirías,
creo que es justo que le des una oportunidad y que
lo hagas ya, por si luego se hace tarde. Porque
quizás mañana, ella se haya marchado a trabajar a
otro lugar o haya encontrado en alguna discoteca o
aquí mismo, en este bar, a alguien que sí le haya
sabido decir qué bonitos ojos tiene o lo hermosa que
le parece su sonrisa. Y entonces, Diego, sí que no
podrás hacer nada. No, no esperes a mañana para
soñar, no esperes a mañana para decirle lo que
sientes por ella.
Diego escuchó atentamente a su amigo. Como siempre,
tenía razón. La vida le había dado el don de la
palabra, de eso no cabía la menor duda. No en vano,
los amigos, en secreto, le llamaban el jeque.
Siempre tenía alguna historia que contarles, algún
consejo sabio que ofrecer.
Diego observó cómo Raúl se bebía su chocolate
tranquilamente, tras haberse comido su gofre, y
sonrió pensando, por tercera vez en el día, lo
afortunado que era de tenerlo como amigo.
Vacía su taza, Raúl se levantó.
—Discúlpame
un momento, voy al servicio. Si terminas tu café, es
probable que ella venga a recogerlo?
Le vio alejarse y apuró su tacita. La camarera, que
no había dejado de mirarlos, se acercó puntual.
—¿Han
terminado ya?
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—Soy
una hormiga. Gracias también. |
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Diego la miró. Sintió de nuevo aquella extraña
sensación de familiaridad y cariño que le despertaba
esa joven a la que apenas conocía, y pensó en lo que
acababa de contarle su amigo Raúl. No se perdonaría
en la vida haberla dejado pasar. No, al menos, sin
haberlo intentado.
—Por
favor, tutéame
—le pidió a la joven—.
Al fin y al cabo, hemos estado viéndonos hace ya un
tiempo y puede decirse que no somos unos
desconocidos, ¿no crees?
—añadió la joven, algo sonrojada.
—¿Cómo te llamas —preguntó el chico,
dejando salir todas sus armas de seductor antaño
utilizadas—.
Yo me llamo Diego.
—Yo,
Laura; encantada.
—Encantado,
Laura de la sonrisa hermosa.
—Gracias.
—La joven agachó la mirada.
—También
tienes unos ojos preciosos.
—¿Buscas
algo conmigo?
—preguntó ella sorprendentemente
resuelta, clavando sus ojos en los de él.
—Bueno...
—Él dudó, desarmado por aquella
mirada. Luego, se sinceró—.
En realidad, me preguntaba si
querrías quedar conmigo alguna vez.
—Es
increíble, ¡si no te conozco de nada...!
—respondió ella de inmediato.
—Ya,
bueno, sé que es una tontería, pero...
—Llevaba
días preguntándome si alguna vez me pedirías salir
—le interrumpió ella, mientras le
callaba con un dedo en los labios—.
¿Te parece bien hoy a las nueve?
—le sugirió acercándose a su oído—.
Sé de un sitio donde se cena muy
bien y todas las camareras son como yo. Aunque
espero que eso no te haga perder el interés.
Diego sonrió, mientras ella le guiñaba un ojo.
Recogió la mesa y se alejó, mirando de vez en cuando
al lugar donde estaba Diego como flotando sobre una
nube, perdido en otro mundo.
Raúl llegó en ese instante del baño. Entendió todo
sólo con mirar a su amigo.
—¿Y
bien?
—Mi
lirio seguía en pie
—le dijo Diego—.
He llegado a tiempo.
Raúl esbozó una sonrisa mientras miraba a su amigo.
Los amigos se levantaron de sus asientos y se
dirigieron a la puerta. Antes de salir, Diego miró
una última vez a la camarera, esa chica por la que
había suspirado tantas veces en silencio, por la que
apenas había logrado conciliar el sueño las últimas
noches y con la que jamás albergó la menor
posibilidad de poder salir.
Ella le sonrió mientras se acercaba a otra mesa.
Diego agarró a su amigo por los hombros y,
cubriéndole con su paraguas, salieron ambos de aquel
bar, donde una joven ilusionada no dejaba de pensar
qué se pondría esa noche para la cita con aquel
joven al que, desde hacía semanas, servía el café,
con la esperanza de que él se fijara, aunque fuera
una sola vez, en ella.
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