uan tenía trece años recién cumplidos. En casa era
un niño que no causaba el menor problema y, en la
escuela, su maestro lo consideraba un alumno
modélico.
Aunque tenía muchos, su mejor amigo y fiel compañero
era Pedro. Siempre se les veía juntos. Participaban
de todas las aficiones y eran afines incluso en su
carácter, pero lo que más tenían en común era su
alegría y optimismo.
Como ocurría cada día a eso de la dos de la tarde,
Carmen, su madre, estaba entregada a la preparación
del almuerzo mientras esperaba que el niño saliese
del colegio.
Y como cada día, en cuanto el chico llegaba a casa y
soltaba la mochila sobre la mesita de su habitación,
se dirigía de inmediato a su madre para darle un
beso.
Aquel día, nada más llegar a casa, Carmen se percató
de que a su hijo le preocupaba algo. Después de
haber entrado a casa y colocado la mochila donde
acostumbraba, el muchacho se había sentado a la mesa
de la cocina sin decir palabra. Y,
sorprendentemente, el niño no había ido hacia la
madre para besarla como era su costumbre.
Extrañada la madre, le preguntó:
—Hijo, ¿no me das un beso?
Juan le respondió:
—¡Oh, sí! Perdona, mamá. Ando un poco preocupado.
Carmen se sentó a su lado, y le dijo:
—Cuéntame, ¿qué te ha pasado?
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Aquel día, nada más llegar a casa, Carmen se
percató de que a su hijo le preocupaba algo. |
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—No… nada; no me ha pasado nada… Bueno… es que...
Verás: esta mañana, a la hora del recreo, Pedro
estaba muy triste. Me contó que su abuelo ha sido
ingresado en el hospital en estado muy grave porque
ha sufrido un derrame cerebral, y esto, a sus años,
puede costarle la vida. Me ha dicho que los médicos
no albergan muchas posibilidades de recuperación. Yo
no supe qué hacer en ese momento. Me quedé en
silencio comiéndome mi bocadillo. Ahora me siento
mal, porque no supe qué hacer ni qué decir. Estoy
preocupado porque él está triste y yo no puedo hacer
nada, y porque no quiero que piense que no quiero
ayudarlo. Pero, ¿qué puedo hacer yo, mamá?
Su madre esbozó una tierna sonrisa.
—¡Ah, niño mío —exclamó la madre abrazándolo
cariñosamente contra su pecho—. Eres un buen chico.
El hecho de que te preocupes por lo que me estás
contando así lo evidencia. —Calló durante unos
instantes y volvió a tomar la palabra—. Verás. Te
voy a contar una pequeña historia que seguramente va
ayudarte. Verás.
«Era Julia una niña cuya edad no pasaba aún los doce
años. Era obediente, cariñosa, amable, alegre y
aplicada en sus estudios. Sus padres estaban muy
contentos con ella, pues nunca les había dado un
disgusto en ningún sentido; por eso, le consentían
muchos de sus caprichos y le hacían muchos regalos.
Lo que más le gusta a Julita era pasar el fin de
semana en casa de alguna amiga. Era otro de los
caprichos que sus padres siempre le consentían, ya
que sus amistades respondían a las exigencias de
comportamiento que exigían sus padres.
Cierto día, la niña pidió permiso a su madre para
pasar todo el sábado en casa de Luci, una compañera
de colegio, porque había de concluir un trabajo
común que su maestra les había encomendado elaborar
en grupo.
La madre, como acostumbraba, no le puso ningún
inconveniente. No era la primera vez que la niña
pasaba reunida todo un día con alguna compañera por
un motivo así.
Y, como ocurría siempre, la madre le dijo que debía
estar de regreso en casa alrededor de las nueve,
antes de la cena. Era otoño y oscurecía muy
temprano.
Pero en esta ocasión, Julita llegó a casa bastante
tarde. La familia ya había cenado. Su madre
intentaba calmar al padre, visiblemente enojado,
mientras le pedía a la niña explicaciones que
justificasen su demora.
La niña respondió que, de regreso a casa, se había
parado un tiempo para ayudar a Marta, una amiga
suya, que se había caído de la bicicleta y ésta se
había roto.
—¿Y desde cuándo sabes tú arreglar bicicletas?
—preguntó el padre.
—¡Yo no sé arreglar bicicletas, papá! —respondió
Julita—. Yo sólo paré para ayudarla a llorar, porque
su familia es muy pobre y no podrá comprarle otra.»
Cuando la madre acabó de contarle la historia al
chico, éste se quedó extrañado. No comprendía a qué
venía aquel relato. Así que, movido de la
curiosidad, preguntó:
—Pero, ¿qué tiene que ver esa niña conmigo y con
Pedro?
—Tiene que ver, y mucho. Verás: sufrir
la pérdida de una persona o de ciertas cosas es
inherente a la vida del ser humano. Muchas veces,
esa persona que se nos va o las cosas que perdemos o
se nos rompen son irremplazables y sentimos
grandemente su ausencia. En estos casos, la gente
que nos quiere puede ayudarnos a soportar mejor las
secuelas de esa dolorosa pérdida. Una palabra
afectuosa, un consejo, una frase de aliento o,
simplemente, la compañía en silencio puede mitigar
sustancialmente el dolor.
Porque, para ayudar a los demás, no es necesario
decir gran cosa o hacer algo grandioso.
En el caso del cuentecillo que te contado,
Julia, aunque no sabía arreglar bicicletas, estuvo
al lado de su amiga. Porque lo que realmente
importaba en ese momento era que Marta necesitaba a
una amiga y allí estaba Julia, junto a ella, para
que no se sintiese sola y viese en ella un apoyo en
aquel trance.
Y quien haga esto estará en nuestro corazón coronado
con el título más honorable e importante que una
persona puede recibir: ser considerado «amigo».
Juan sonrió a su madre y rápidamente se dirigió a
casa de su amigo. Cuando éste le abrió la puerta,
los dos amigos se dieron un fuerte apretón de manos.
Lamentablemente, el abuelo de Pedro había fallecido
a causa de aquella inesperada dolencia, pero, a
partir de aquel día, la amistad entre ambos
muchachos se estrechó aún más.
Gracias al consejo de su madre, Juan había
comprendido el sentido de la verdadera amistad y
nunca más dejó solo a su amigo en ninguna
circunstancia adversa.
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