ierto profesor de prestigio, ya retirado
de la docencia, iba paseando por un
parque céntrico pensando en sus
problemas cuando, inesperadamente, se
encontró con un antiguo compañero de
universidad al que hacía años que no
veía. Este compañero no llegó a terminar
sus estudios, pero gozaba de gran
popularidad en el ambiente universitario
por la capacidad de razonamiento fuera
de lo común de que estaba dotado, que le
permitía aconsejar a los amigos en esos
momentos en que nos asaltan las dudas y
no encontramos solución alguna.
—¡Hola, Alberto! ¡Qué alegría verte por
aquí! —exclamó el antiguo condiscípulo,
mientras se dirigía exultante hacia
donde se hallaba el anciano docente—.
¿Qué haces por estos barrios? Tenía
entendido que, desde que aprobaste las
oposiciones, vivías en las afueras, en
una finca.
—¡Pedro, cuánto tiempo…! —le
correspondió efusivamente el profesor—.
¡Yo también me alegro mucho de verte!
Sí, es verdad, aún vivo allí, en una
finca que nos gustaba desde siempre a mi
mujer y a mí, y donde hemos vivido con
mis tres hijos hasta que éstos se
independizaron. Por desgracias, mi
esposa murió hace unos meses debido a un
trágico accidente doméstico, justo un
año después de que el menor de mis hijos
terminara la diplomatura de Magisterio.
—¡Cuánto lo siento! Entonces, ¿ahora
vives solo?
—Sí, y pienso que ha sido una señal
encontrarte, porque me hallo en un
difícil dilema y me gustaría que me
aconsejaras en un asunto que me tiene
sumamente preocupado.
—Eso está hecho. Conmigo puedes contar
siempre que quieras. A ver, cuéntame.
— Pues verás. Mi mujer y yo hemos
ayudado a nuestros hijos a que se labren
su futuro profesional: el mayor estudió
Medicina; el segundo, Derecho y el más
joven terminó Magisterio, como te
comenté antes. Los dos mayores han
formado sus propias familias y el menor
vive solo. Desde que murió su madre, los
tres hermanos decidieron reunirse
conmigo en la finca al menos una vez al
mes, pero, a medida que ha ido pasando
el tiempo, las obligaciones
profesionales de cada uno, y los deberes
y responsabilidades familiares no les
han permitido siempre cumplir con esa
promesa. Mi mujer, persona con la mente
muy despierta y dotada de gran
previsión, siempre tuvo una idea en la
cabeza: que, cuando uno de los dos
faltara, se debería compensar, de la
manera que más le ayudara, al hijo que
mejor se portase con quien de nosotros
continuara viviendo. Si he de serte
sincero, debes saber que el
comportamiento conmigo ha sido desigual.
Esta es la verdad y así te lo digo en
confianza. Por eso mismo, estoy
considerando la conveniencia o no de
poner en práctica la voluntad de mi
mujer, y ser justo, en la medida de mis
posibilidades, con el hijo que me está
prestando más atención y deferencia, sin
que yo le haya exigido ni pedido nada en
momento alguno. Pero temo, porque no es
intención mía en absoluto, que este acto
de compensación siembre la discordia
entre mis hijos y acaben disgustados
para siempre. ¿Qué debo hacer, amigo
mío?
—Fíjate por dónde nuestras lecturas de
niños nos van a servir para algo. Te voy
a referir un cuento que leíamos en la
escuela para que tú mismo alcances una
solución al problema que te preocupa.
Creo que es muy apropiado para tu caso,
y dice así:
«Se cuenta que, hace muchísimo tiempo,
un mono, una zorra y un conejo vivían
juntos como buenos amigos. Durante el
día, se divertían en los campos y en los
prados y, por la noche, regresaban al
monte.
Así transcurrieron varios años. Un día,
Dios oyó hablar de esta amistosa
relación entre tres animales de especie
muy diferente, y, queriendo comprobarlo
con sus propios ojos, se disfrazó de
viejo vagabundo y se acercó por aquellas
tierras.
—He viajado por valles y montañas, y
estoy cansado y me faltan fuerzas. ¿Me
podrían dar algo de comer? —pidió,
dejando caer su bastón y sentándose a
descansar.
El monito, aprovechando su agilidad,
salió enseguida a buscar frutos de los
árboles y se los trajo. La zorra,
aprovechando su astucia, le trajo peces
del río. El conejo corrió por los campos
en todas direcciones, pero no consiguió
encontrar nada. Cuando los tres
volvieron, el mono y la zorra se
burlaban de él.
—No sirves para nada —le recriminaron.
El conejo se quedó triste y pensativo.
Al cabo de un rato, rogó que el mono
fuese a recoger leña y a la zorra que
encendiese un gran fuego, lo que
hicieron sin tardanza.
Entonces, el conejo le dijo al anciano:
—Cómeme, por favor —dijo, y, arrojándose
al fuego, se ofreció en holocausto.
Al ver esto, el viejo vagabundo
experimentó un profundo dolor, y lloró
desconsoladamente mirando al cielo.
Luego, golpeando el suelo con su bastón,
exclamó:
—Todos merecéis mis alabanzas, pues
habéis sido buenos y valientes. No hay
vencedores ni vencidos, pero la prueba
de “amor” del conejo ha sido
excepcional: ha dado su vida por saciar
mi hambre.
Entonces, el viejo vagabundo, que era
Dios, puso en juego sus divinos poderes
y devolvió la vida al conejo y, en señal
de agradecimiento por tan noble gesto,
lo llevó consigo a su Palacio de la
Luna.»
—Dicho esto, yo creo que, sin ánimo de
perjudicar a ninguno de tus tres hijos,
ya que vuestra relación es inmejorable,
podrías idear algún tipo de situación
que pusiera en juego el amor filial y la
capacidad de entrega de cada uno, tal
que el que destaque sea precisamente
quien tú consideras justamente merecedor
de una ayuda extra por tu parte y, de
este modo, el deseo póstumo de tu
querida esposa se vería cumplido.
Cuando el profesor escuchó el consejo,
se despidió de Pedro, dándole las
gracias. Ni que decir tiene que quedaron
en verse más a menudo, cosa que hicieron
como cumple a dos buenos amigos de la
infancia.
Discurriendo qué procedimiento podría
llevar a la práctica con más eficacia y
menos evidente, se le ocurrió someter a
sus hijos a una prueba. Aunque el nivel
económico de la familia era bastante
aceptable, se puso de acuerdo con su
banquero y abogado y fingió haber caído
en la ruina extrema a causa de unas
equivocadas inversiones de capital en
bolsa, tal que su situación actual era
en verdad de los más alarmante.
Elaborado el ardid, convocó un día a sus
hijos para ponerles al tanto de la
precariedad de su situación económica,
haciéndoles saber que estaban a punto de
desahuciarle a menos que saldara las
deudas que le habían sobrevenido, cuyo
montante era considerable, a cuyo efecto
apelaba a la solidaridad que se debían
como familia.
Pero los dos mayores no estaban
dispuestos a abandonar al tren de vida
que les permitía su bien remunerada
profesión y alegaron la imposibilidad de
hacer frente al saldo de una suma tan
elevada, pues iría en detrimento de un
bienestar al que ya se habían acomodado.
Como medida resolutoria, propusieron al
padre que vendiera la casa del campo y
se fuese a vivir con ellos de manera
sucesiva según turnos de un mes. Esta
propuesta no satisfizo al padre, quien
disimuló su desacuerdo aduciendo que no
quería convertirse en una carga molesta
para sus respectivas familias, pero,
sobre todo, porque amaba su hogar,
aquella finca donde él había sido feliz
con su esposa, donde habían nacido sus
hijos y los había visto crecer.
Sin embargo, el menor de los hermanos,
que sólo percibía un exiguo salario por
los servicios que prestaba por la mañana
como corrector de pruebas en una
imprenta y una modesta cantidad por unas
clases que impartía particularmente por
las tardes a domicilio, se sentía muy
mal por la pena que le causaba ver a su
padre sin nada de lo que había ido
adquiriendo con su esfuerzo a lo largo
de toda una vida. Tal era su dolor, que
tomó la decisión de vender su piso para
hacer frente a los gastos originados por
la deuda de su padre y le comunicó su
voluntad de dejar su trabajo en la
imprenta y las clases particulares, e
instalarse en el cortijo junto a él, y,
una vez allí, ya buscaría la manera de
poder ejercer su profesión para poder
mantener los gastos de la casa familiar.
El padre, emocionado por la gran prueba
de amor de parte de su hijo menor, los
reunió a todos y les dijo:
—En verdad, todos habéis sido buenos
hijos y habéis dado muestras del amor
que me profesáis ofreciéndome ayuda y
amparo protección en unos momentos tan
difíciles para mí. Pero ha sido la
actitud del benjamín de la familia la
que más me ha llegado a lo más profundo
del alma. Ha llegado, pues, el momento
de que os haga partícipes de algo que
espero lo toméis a bien, pues en ello he
puesto todo mi cariño.
»Debo deciros —continuó el padre, tras
una breve pausa para secarse una lágrima
que le surcaba el rostro— que, al
sentirme tan solo tras la muerte de
vuestra madre, se me ocurrió fingir una
situación extrema para comprobar cuál
podría ser el futuro que me espera los
últimos días de mi vida. Comprendo la
responsabilidad que vosotros, los dos
mayores, tenéis hacia vuestras familias;
hacéis bien y me siento orgulloso de
tener unos hijos que velan por los
suyos. En el caso de vuestro hermano
menor, al no tener familia, ha obrado
movido sólo por el amor que siente hacia
mí. Por ello, me siento en la obligación
de compensarlo. Debéis tener también en
cuenta que es el único de los tres que
necesita apoyo. Por tanto, le prestaré
mi ayuda a crear su propia escuela, con
la condición de que la bautice con el
nombre de vuestra madre, en su memoria y
en agradecimiento a la vida que dedicó a
todos nosotros.
Los tres hermanos, con los ojos llenos
de lágrimas, se abrazaron unos a otros
prometiendo que, a partir de ese día, no
habría acontecimiento ni compromiso
profesional alguno que los apartara de
reunirse en familia cada vez que alguno
de ellos lo requiriera, siendo la unión
y el amor fraternal que se profesaban lo
más importante de sus vidas. |