N.º 70

ENERO-FEBRERO 2011

11

   

   

   

   

   

   

   

LOS TRES HERMANOS

  

Por Juan Manuel Romero Vilches

  

  

  

C

ierto profesor de prestigio, ya retirado de la docencia, iba paseando por un parque céntrico pensando en sus problemas cuando, inesperadamente, se encontró con un antiguo compañero de universidad al que hacía años que no veía. Este compañero no llegó a terminar sus estudios, pero gozaba de gran popularidad en el ambiente universitario por la capacidad de razonamiento fuera de lo común de que estaba dotado, que le permitía aconsejar a los amigos en esos momentos en que nos asaltan las dudas y no encontramos solución alguna.

—¡Hola, Alberto! ¡Qué alegría verte por aquí! —exclamó el antiguo condiscípulo, mientras se dirigía exultante hacia donde se hallaba el anciano docente—. ¿Qué haces por estos barrios? Tenía entendido que, desde que aprobaste las oposiciones, vivías en las afueras, en una finca.

—¡Pedro, cuánto tiempo…! —le correspondió efusivamente el profesor—. ¡Yo también me alegro mucho de verte! Sí, es verdad, aún vivo allí, en una finca que nos gustaba desde siempre a mi mujer y a mí, y donde hemos vivido con mis tres hijos hasta que éstos se independizaron. Por desgracias, mi esposa murió hace unos meses debido a un trágico accidente doméstico, justo un año después de que el menor de mis hijos terminara la diplomatura de Magisterio.

—¡Cuánto lo siento! Entonces, ¿ahora vives solo?

—Sí, y pienso que ha sido una señal encontrarte, porque me hallo en un difícil dilema y me gustaría que me aconsejaras en un asunto que me tiene sumamente preocupado.

—Eso está hecho. Conmigo puedes contar siempre que quieras. A ver, cuéntame.

— Pues verás. Mi mujer y yo hemos ayudado a nuestros hijos a que se labren su futuro profesional: el mayor estudió Medicina; el segundo, Derecho y el más joven terminó Magisterio, como te comenté antes. Los dos mayores han formado sus propias familias y el menor vive solo. Desde que murió su madre, los tres hermanos decidieron reunirse conmigo en la finca al menos una vez al mes, pero, a medida que ha ido pasando el tiempo, las obligaciones profesionales de cada uno, y los deberes y responsabilidades familiares no les han permitido siempre cumplir con esa promesa. Mi mujer, persona con la mente muy despierta y dotada de gran previsión, siempre tuvo una idea en la cabeza: que, cuando uno de los dos faltara, se debería compensar, de la manera que más le ayudara, al hijo que mejor se portase con quien de nosotros continuara viviendo. Si he de serte sincero, debes saber que el comportamiento conmigo ha sido desigual. Esta es la verdad y así te lo digo en confianza. Por eso mismo, estoy considerando la conveniencia o no de poner en práctica la voluntad de mi mujer, y ser justo, en la medida de mis posibilidades, con el hijo que me está prestando más atención y deferencia, sin que yo le haya exigido ni pedido nada en momento alguno. Pero temo, porque no es intención mía en absoluto, que este acto de compensación siembre la discordia entre mis hijos y acaben disgustados para siempre. ¿Qué debo hacer, amigo mío?

   
     

   

—Fíjate por dónde nuestras lecturas de niños nos van a servir para algo. Te voy a referir un cuento que leíamos en la escuela para que tú mismo alcances una solución al problema que te preocupa. Creo que es muy apropiado para tu caso, y dice así:

«Se cuenta que, hace muchísimo tiempo, un mono, una zorra y un conejo vivían juntos como buenos amigos. Durante el día, se divertían en los campos y en los prados y, por la noche, regresaban al monte.

Así transcurrieron varios años. Un día, Dios oyó hablar de esta amistosa relación entre tres animales de especie muy diferente, y, queriendo comprobarlo con sus propios ojos, se disfrazó de viejo vagabundo y se acercó por aquellas tierras.

—He viajado por valles y montañas, y estoy cansado y me faltan fuerzas. ¿Me podrían dar algo de comer? —pidió, dejando caer su bastón y sentándose a descansar.

El monito, aprovechando su agilidad, salió enseguida a buscar frutos de los árboles y se los trajo. La zorra, aprovechando su astucia, le trajo peces del río. El conejo corrió por los campos en todas direcciones, pero no consiguió encontrar nada. Cuando los tres volvieron, el mono y la zorra se burlaban de él.

—No sirves para nada —le recriminaron.

El conejo se quedó triste y pensativo. Al cabo de un rato, rogó que el mono fuese a recoger leña y a la zorra que encendiese un gran fuego, lo que hicieron sin tardanza.

Entonces, el conejo le dijo al anciano:

—Cómeme, por favor —dijo, y, arrojándose al fuego, se ofreció en holocausto.

Al ver esto, el viejo vagabundo experimentó un profundo dolor, y lloró desconsoladamente mirando al cielo. Luego, golpeando el suelo con su bastón, exclamó:

—Todos merecéis mis alabanzas, pues habéis sido buenos y valientes. No hay vencedores ni vencidos, pero la prueba de “amor” del conejo ha sido excepcional: ha dado su vida por saciar mi hambre.

Entonces, el viejo vagabundo, que era Dios, puso en juego sus divinos poderes y devolvió la vida al conejo y, en señal de agradecimiento por tan noble gesto, lo llevó consigo a su Palacio de la Luna.»

—Dicho esto, yo creo que, sin ánimo de perjudicar a ninguno de tus tres hijos, ya que vuestra relación es inmejorable, podrías idear algún tipo de situación que pusiera en juego el amor filial y la capacidad de entrega de cada uno, tal que el que destaque sea precisamente quien tú consideras justamente merecedor de una ayuda extra por tu parte y, de este modo, el deseo póstumo de tu querida esposa se vería cumplido.

Cuando el profesor escuchó el consejo, se despidió de Pedro, dándole las gracias. Ni que decir tiene que quedaron en verse más a menudo, cosa que hicieron como cumple a dos buenos amigos de la infancia.

Discurriendo qué procedimiento podría llevar a la práctica con más eficacia y menos evidente, se le ocurrió someter a sus hijos a una prueba. Aunque el nivel económico de la familia era bastante aceptable, se puso de acuerdo con su banquero y abogado y fingió haber caído en la ruina extrema a causa de unas equivocadas inversiones de capital en bolsa, tal que su situación actual era en verdad de los más alarmante.

Elaborado el ardid, convocó un día a sus hijos para ponerles al tanto de la precariedad de su situación económica, haciéndoles saber que estaban a punto de desahuciarle a menos que saldara las deudas que le habían sobrevenido, cuyo montante era considerable, a cuyo efecto apelaba a la solidaridad que se debían como familia.

Pero los dos mayores no estaban dispuestos a abandonar al tren de vida que les permitía su bien remunerada profesión y alegaron la imposibilidad de hacer frente al saldo de una suma tan elevada, pues iría en detrimento de un bienestar al que ya se habían acomodado. Como medida resolutoria, propusieron al padre que vendiera la casa del campo y se fuese a vivir con ellos de manera sucesiva según turnos de un mes. Esta propuesta no satisfizo al padre, quien disimuló su desacuerdo aduciendo que no quería convertirse en una carga molesta para sus respectivas familias, pero, sobre todo, porque amaba su hogar, aquella finca donde él había sido feliz con su esposa, donde habían nacido sus hijos y los había visto crecer.

Sin embargo, el menor de los hermanos, que sólo percibía un exiguo salario por los servicios que prestaba por la mañana como corrector de pruebas en una imprenta y una modesta cantidad por unas clases que impartía particularmente por las tardes a domicilio, se sentía muy mal por la pena que le causaba ver a su padre sin nada de lo que había ido adquiriendo con su esfuerzo a lo largo de toda una vida. Tal era su dolor, que tomó la decisión de vender su piso para hacer frente a los gastos originados por la deuda de su padre y le comunicó su voluntad de dejar su trabajo en la imprenta y las clases particulares, e instalarse en el cortijo junto a él, y, una vez allí, ya buscaría la manera de poder ejercer su profesión para poder mantener los gastos de la casa familiar.

El padre, emocionado por la gran prueba de amor de parte de su hijo menor, los reunió a todos y les dijo:

—En verdad, todos habéis sido buenos hijos y habéis dado muestras del amor que me profesáis ofreciéndome ayuda y amparo protección en unos momentos tan difíciles para mí. Pero ha sido la actitud del benjamín de la familia la que más me ha llegado a lo más profundo del alma. Ha llegado, pues, el momento de que os haga partícipes de algo que espero lo toméis a bien, pues en ello he puesto todo mi cariño.

»Debo deciros —continuó el padre, tras una breve pausa para secarse una lágrima que le surcaba el rostro— que, al sentirme tan solo tras la muerte de vuestra madre, se me ocurrió fingir una situación extrema para comprobar cuál podría ser el futuro que me espera los últimos días de mi vida. Comprendo la responsabilidad que vosotros, los dos mayores, tenéis hacia vuestras familias; hacéis bien y me siento orgulloso de tener unos hijos que velan por los suyos. En el caso de vuestro hermano menor, al no tener familia, ha obrado movido sólo por el amor que siente hacia mí. Por ello, me siento en la obligación de compensarlo. Debéis tener también en cuenta que es el único de los tres que necesita apoyo. Por tanto, le prestaré mi ayuda a crear su propia escuela, con la condición de que la bautice con el nombre de vuestra madre, en su memoria y en agradecimiento a la vida que dedicó a todos nosotros.

Los tres hermanos, con los ojos llenos de lágrimas, se abrazaron unos a otros prometiendo que, a partir de ese día, no habría acontecimiento ni compromiso profesional alguno que los apartara de reunirse en familia cada vez que alguno de ellos lo requiriera, siendo la unión y el amor fraternal que se profesaban lo más importante de sus vidas.

   

   

     

Juan Manuel Romero Vilches (Málaga, 1980). Profesor titulado de saxofón por el Conservatorio Superior de Málaga, imparte clases en la Escuela Municipal de Música de Fuengirola. Diplomado en Maestro en Educación Musical por la Universidad de Málaga. Ha cursado los correspondientes estudios de Magisterio en la Facultad de Ciencias de la Educación de esta Universidad.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 70. Enero-Febrero 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Juan Manuel Romero Vilches. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a sus creadores. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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