N.º 71

MARZO-ABRIL 2011

11

   

   

   

   

   

   

   

NO DESESPERES NUNCA

  

Por Jesús Ignacio Molina Martín

  

  

  

A

quel fue uno de esos días en los que desearías no haberse levantado. Seguramente, amigo lector, sabes de lo que hablo. Porque en esta vida, rara es la persona que no tiene uno de esos días que mejor hubiera sido que no hubiese amanecido: acaban con la autoestima del más animoso y hacen sentirnos la persona más desdichada del universo.

El comienzo de aquella mañana de febrero no pudo ser peor. En lugar de despertarme con el monótono sonido de mi reloj, mis sueños fueron interrumpidos prematuramente por el zumbido estridente y seco del teléfono. Recuerdo que salí de la cama maldiciendo al inventor de ese artefacto diabólico. Después de colgar el auricular, la situación no mejoró demasiado. Era el mecánico, que llamaba para darme la feliz noticia de que mi coche ya no permitía más remiendos baratos. En esta ocasión, el coste de la reparación ascendía a una cantidad astronómica o, al menos, así lo parecía a la precaria economía de un estudiante como yo. Como puedes imaginar, mis maldiciones se trasladaron en ese momento hacia el gremio de la mecánica y, concretamente, hacia aquel señor de azul y su descendencia.

Tras aquel estado de nerviosismo inicial, decidí tomarme las cosas con calma. Lo mejor era no pensar más en aquello durante el resto del día. Sin embargo, me resultó bastante difícil no retomar el tema después de una hora de paciente espera en la parada de autobús hacia la Facultad, o durante aquellos cuarenta y cinco minutos de trayecto, con sus empujones, frenazos y pisotones. Mis blasfemias después de esta travesía estaban dirigidas a aquel caballero de sonrisa amable que aparecía en aquel letrero del autobús bajo el pomposo título de «Responsable de Calidad de EMT».

Una vez llegado a mi destino, y ya de camino hacia el aula, me encontré con varios compañeros. Precisamente uno de ellos, Antonio, me dijo que esa misma mañana habían publicado las notas de lo que nosotros conocemos con el nombre de “Conocimiento del Miedo”.

Ante la pregunta «¿Te has fijado en mi nota?», Antonio se mostraba esquivo. Empecé a temerme lo peor. Rápidamente subí al despacho del profesor y confirmé mis sospechas. Junto a mi nombre, aparecía mi condena: «Suspenso».

No me hubiera importado tanto, a no ser porque aquella nota me impedía recibir la beca para continuar estudiando, y, lo que es peor para mí, pagar la reparación del coche. No podía hacerme a la idea de seguir usando el transporte público.

El resto de esa mañana la pasé deambulando de mal humor por los pasillos y acordándome de aquel individuo que firmaba el acta de calificaciones. Pensé que las cosas ya no podían empeorar, pero me equivocaba.

Con frecuencia, acabamos pagando nuestros malos días con los que más queremos y eso es justamente lo que me ocurrió a mí. Antes de salir de la Facultad, Elvira, mi novia, me llamó al móvil para pasar a recogerme. La verdad es que yo la atendí de muy mala gana, quizás fue este el motivo por el que comenzamos a discutir. A esto hay que añadirle el hecho de que nuestra relación no pasaba por el mejor momento, y, por esta razón, llegué a pensar que lo nuestro había llegado a su fin. Recuerdo que sus últimas palabras antes de colgar fueron: «Me parece que nos tenemos que tomar un tiempo para reflexionar». A estas alturas, todos sabemos lo que esto quiere decir.

   
     

  

Recuerdo que sus últimas pala-bras antes de colgar fueron: «Me parece que nos tenemos que tomar un tiempo para refle-xionar». A estas alturas, todos sabemos lo que esto quiere decir.

   

El camino de vuelta de la Facultad fue igual que el de ida, aunque ya no me apetecía ni maldecir, ni blasfemar, ni acordarme de nadie. Estaba abatido. En este estado llegué a casa.

Jamás olvidaré que, nada más entrar, lo primero que vi fue el rostro de abuelo, serio pero no adusto, sentado en su sillón de siempre. Entre sus manos sostenía el periódico de la mañana.

Debía de llevar yo muy mala cara porque también recuerdo que sus primeras palabras fueron:

—¿Qué...? Un mal día, ¿no?

Como respuesta, le conté todas las desdichas que el día me había guardado y, por último, recuerdo que le dije:

—Estoy seguro de que soy el ser más desgraciado del mundo.

Mi abuelo esbozó una sonrisa, me pellizcó la mejilla y respondió:

—Déjame que te cuente una historia que, a buen seguro, te va a ayudar a superar esta mala racha.

Con su dedo índice señaló el sofá que estaba junto a su sillón para que me sentase en él, y comenzó así:

«Había dos hombres que eran muy ricos, pero quiso la mala fortuna que se arruinasen. Uno de ellos llegó a tal extremo de pobreza que no le quedó dinero para comprar algo con que saciar su hambre. A pesar de que se esforzó mucho por buscar cualquier cosa que llevarse a la boca, no pudo encontrar más que una escudilla de altramuces.

Al recordar lo rico había sido antes y verse ahora tan escaso de recursos que, por hambre y necesidad, había de comer altramuces, tan amargos y de tan mal sabor, comenzó a llorar desconsoladamente. Con todo, obligado por el hambre, comenzó a comerlos y, al tiempo que masticaba aquellos frutos, iba tirando hacia atrás las cáscaras.

En medio de este pesar y aflicción, se dio cuenta de que había otra persona detrás de él y, al volver la cara, vio a un hombre que estaba comiendo las cáscaras de altramuces que él iba tirando al suelo.

Cuando vio aquello, le preguntó extrañado por qué comía las cáscaras que él iba desechando, y éste le respondió que él había sido también muy rico, incluso más que él, pero ahora era tanta su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba mucho cuando hallaba aquellas cáscaras tiradas en el suelo, pues en algo le aliviaban el hambre que sufría.

Al oír esto el que comía los altramuces, se consoló, pues comprendió que había otro que, aun habiendo sido más rico, se hallaba ahora en peores circunstancias y no se quejaba.

Consolado en tanto en su pesar, se planteó cómo podría superar aquel trance, con ilusión y entusiasmo se propuso algunos proyectos, se esforzó mucho por ponerlos en práctica y logró salir de la pobreza. Hoy es de nuevo un acaudalado y emprendedor hombre de negocios.»

A este cuento, mi abuelo le añadió unas palabras que recordaré siempre:

—Todos pasamos por malas rachas, lo cual es normal porque vivimos en un mundo muy complicado; sin embargo, nunca maldigas tu suerte; no desesperes nunca. Si vives y tienes salud, gozas de los mayores bienes que se pueden tener. No pierdas nunca las esperanzas, pues la desesperación no conduce a nada. Piensa que en el mundo existen muchas personas que tienen problemas muchos más graves que los tuyos. En lugar de lamentarte, saca lo mejor de ti y aplícalo, y ten por seguro que saldrás airoso de cualquier problema que se te pueda plantear.

Aquellas palabras me hicieron reflexionar y enseguida se me ocurrió una idea con que darle una solución adecuada a lo que me había ocasionado el mal día: le regalé a Elvira un ramo de flores con una nota redactada con mi letra, en la que le pedía disculpas por mi actitud y le reiteraba mil veces mi gran amor por ella. La relación nos fue muy bien desde entonces y, de hecho, en la actualidad estamos comprometidos. En relación con el examen, procuré estudiar con más tesón y no tuve problemas para aprobar la recuperación posterior y obtener los créditos necesarios para obtener la beca y pagar la reparación del coche.

Si hoy escribo esto es porque ya hace cinco años que mi abuelo dejó este mundo. Siempre lo recordaré como una persona sabia. Siempre encontraba la palabra adecuada y un gesto de complicidad para los momentos más difíciles. ¡Pobre abuelo, cómo te echo de menos!

   

   

Jesús Ignacio Molina Martín (Málaga, 1983). Diplomado en Maestro en Lengua Extranjera (sección Inglés) por la Universidad de Málaga, en cuya Facultad de Ciencias de la Educación ha cursado los estudios.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 71. Marzo-Abril 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Jesús Ignacio Molina Martín. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

PORTADA

 

TÍTULOS PUBLICADOS