quel fue uno de esos días en los que desearías
no haberse levantado. Seguramente, amigo lector,
sabes de lo que hablo. Porque en esta vida, rara
es la persona que no tiene uno de esos días que
mejor hubiera sido que no hubiese amanecido:
acaban con la autoestima del más animoso y hacen
sentirnos la persona más desdichada del
universo.
El comienzo de aquella mañana de febrero no pudo
ser peor. En lugar de despertarme con el
monótono sonido de mi reloj, mis sueños fueron
interrumpidos prematuramente por el zumbido
estridente y seco del teléfono. Recuerdo que
salí de la cama maldiciendo al inventor de ese
artefacto diabólico. Después de colgar el
auricular, la situación no mejoró demasiado. Era
el mecánico, que llamaba para darme la feliz
noticia de que mi coche ya no permitía más
remiendos baratos. En esta ocasión, el coste de
la reparación ascendía a una cantidad
astronómica o, al menos, así lo parecía a la
precaria economía de un estudiante como yo. Como
puedes imaginar, mis maldiciones se trasladaron
en ese momento hacia el gremio de la mecánica y,
concretamente, hacia aquel señor de azul y su
descendencia.
Tras aquel estado de nerviosismo inicial, decidí
tomarme las cosas con calma. Lo mejor era no
pensar más en aquello durante el resto del día.
Sin embargo, me resultó bastante difícil no
retomar el tema después de una hora de paciente
espera en la parada de autobús hacia la
Facultad, o durante aquellos cuarenta y cinco
minutos de trayecto, con sus empujones, frenazos
y pisotones. Mis blasfemias después de esta
travesía estaban dirigidas a aquel caballero de
sonrisa amable que aparecía en aquel letrero del
autobús bajo el pomposo título de «Responsable
de Calidad de EMT».
Una vez llegado a mi destino, y ya de camino
hacia el aula, me encontré con varios
compañeros. Precisamente uno de ellos, Antonio,
me dijo que esa misma mañana habían publicado
las notas de lo que nosotros conocemos con el
nombre de “Conocimiento del Miedo”.
Ante la pregunta «¿Te has fijado en mi nota?»,
Antonio se mostraba esquivo. Empecé a temerme lo
peor. Rápidamente subí al despacho del profesor
y confirmé mis sospechas. Junto a mi nombre,
aparecía mi condena: «Suspenso».
No me hubiera importado tanto, a no ser porque
aquella nota me impedía recibir la beca para
continuar estudiando, y, lo que es peor para mí,
pagar la reparación del coche. No podía hacerme
a la idea de seguir usando el transporte
público.
El resto de esa mañana la pasé deambulando de
mal humor por los pasillos y acordándome de
aquel individuo que firmaba el acta de
calificaciones. Pensé que las cosas ya no podían
empeorar, pero me equivocaba.
Con frecuencia, acabamos pagando nuestros malos
días con los que más queremos y eso es
justamente lo que me ocurrió a mí. Antes de
salir de la Facultad, Elvira, mi novia, me llamó
al móvil para pasar a recogerme. La verdad es
que yo la atendí de muy mala gana, quizás fue
este el motivo por el que comenzamos a discutir.
A esto hay que añadirle el hecho de que nuestra
relación no pasaba por el mejor momento, y, por
esta razón, llegué a pensar que lo nuestro había
llegado a su fin. Recuerdo que sus últimas
palabras antes de colgar fueron: «Me parece que
nos tenemos que tomar un tiempo para
reflexionar». A estas alturas, todos sabemos lo
que esto quiere decir.
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Recuerdo que sus últimas pala-bras antes
de colgar fueron: «Me parece que nos
tenemos que tomar un tiempo para refle-xionar». A estas alturas, todos
sabemos lo que esto quiere decir. |
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El camino de vuelta de la Facultad fue igual que
el de ida, aunque ya no me apetecía ni maldecir,
ni blasfemar, ni acordarme de nadie. Estaba
abatido. En este estado llegué a casa.
Jamás olvidaré que, nada más entrar, lo primero
que vi fue el rostro de abuelo, serio pero no
adusto, sentado en su sillón de siempre. Entre
sus manos sostenía el periódico de la mañana.
Debía de llevar yo muy mala cara porque también
recuerdo que sus primeras palabras fueron:
—¿Qué...? Un mal día, ¿no?
Como respuesta, le conté todas las desdichas que
el día me había guardado y, por último, recuerdo
que le dije:
—Estoy seguro de que soy el ser más desgraciado
del mundo.
Mi abuelo esbozó una sonrisa, me pellizcó la
mejilla y respondió:
—Déjame que te cuente una historia que, a buen
seguro, te va a ayudar a superar esta mala
racha.
Con su dedo índice señaló el sofá que estaba
junto a su sillón para que me sentase en él, y
comenzó así:
«Había dos hombres que eran muy ricos, pero
quiso la mala fortuna que se arruinasen. Uno de
ellos llegó a tal extremo de pobreza que no le
quedó dinero para comprar algo con que saciar su
hambre. A pesar de que se esforzó mucho por
buscar cualquier cosa que llevarse a la boca, no
pudo encontrar más que una escudilla de
altramuces.
Al recordar lo rico había sido antes y verse
ahora tan escaso de recursos que, por hambre y
necesidad, había de comer altramuces, tan
amargos y de tan mal sabor, comenzó a llorar
desconsoladamente. Con todo, obligado por el
hambre, comenzó a comerlos y, al tiempo que
masticaba aquellos frutos, iba tirando hacia
atrás las cáscaras.
En medio de este pesar y aflicción, se dio
cuenta de que había otra persona detrás de él y,
al volver la cara, vio a un hombre que estaba
comiendo las cáscaras de altramuces que él iba
tirando al suelo.
Cuando vio aquello, le preguntó extrañado por
qué comía las cáscaras que él iba desechando, y
éste le respondió que él había sido también muy
rico, incluso más que él, pero ahora era tanta
su pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba
mucho cuando hallaba aquellas cáscaras tiradas
en el suelo, pues en algo le aliviaban el hambre
que sufría.
Al oír esto el que comía los altramuces, se
consoló, pues comprendió que había otro que, aun
habiendo sido más rico, se hallaba ahora en
peores circunstancias y no se quejaba.
Consolado en tanto en su pesar, se planteó cómo
podría superar aquel trance, con ilusión y
entusiasmo se propuso algunos proyectos, se
esforzó mucho por ponerlos en práctica y logró
salir de la pobreza. Hoy es de nuevo un
acaudalado y emprendedor hombre de negocios.»
A este cuento, mi abuelo le añadió unas palabras
que recordaré siempre:
—Todos pasamos por malas rachas, lo cual es
normal porque vivimos en un mundo muy
complicado; sin embargo, nunca maldigas tu
suerte; no desesperes nunca. Si vives y tienes salud, gozas de los
mayores bienes que se pueden tener. No pierdas
nunca las esperanzas, pues la desesperación no
conduce a nada. Piensa que en el mundo existen
muchas personas que tienen problemas muchos más
graves que los tuyos. En lugar de lamentarte,
saca lo mejor de ti y aplícalo, y ten por seguro
que saldrás airoso de cualquier problema que se
te pueda plantear.
Aquellas palabras me hicieron reflexionar y
enseguida se me ocurrió una idea con que darle
una solución adecuada a lo que me había
ocasionado el mal día: le regalé a Elvira un
ramo de flores con una nota redactada con mi
letra, en la que le pedía disculpas por mi
actitud y le reiteraba mil veces mi gran amor
por ella. La relación nos fue muy bien desde
entonces y, de hecho, en la actualidad estamos
comprometidos. En relación con el examen,
procuré estudiar con más tesón y no tuve
problemas para aprobar la recuperación posterior
y obtener los créditos necesarios para obtener
la beca y pagar la reparación del coche.
Si hoy escribo esto es porque ya hace cinco años
que mi abuelo dejó este mundo. Siempre lo
recordaré como una persona sabia. Siempre
encontraba la palabra adecuada y un gesto de
complicidad para los momentos más difíciles. ¡Pobre abuelo, cómo te echo de menos!
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