n un lugar y en un tiempo de los que no ha quedado
constancia en parte alguna, había una vez un hermoso jardín,
con manzanos, naranjos, perales y bellísimos rosales, todos
ellos felices y satisfechos.
Todo era
alegría en el jardín; todos estaban contentos. Bueno, todos, no… Había un árbol
que, desde hacía ya un tiempo, se le veía profundamente triste. El pobre vivía
sumido en un gravísimo problema: «No sabía quién era porque no daba ningún
fruto».
—Lo que
te falta es concentración —le decía el manzano—. Si realmente lo intentas,
podrás tener sabrosas manzanas. ¿Ves qué fácil es?
—No lo
escuches —le aconsejaba el rosal por su parte—. Es más sencillo tener rosas… ¿No
ves qué bellas son?
Y el
árbol, desesperado, intentaba llevar a cabo todo lo que le sugerían, pero como
no lograba que naciese al menos un fruto o una flor en alguna de sus ramas, se
sentía cada vez más confuso y más frustrado.
Un día,
llegó hasta el jardín un búho, la más sabia de las aves, según dicen, y, al ver
la desesperación del árbol, exclamó:
—No te
preocupes. Tu problema no es tan grave. Es el mismo de muchísimos seres sobre la
Tierra. Yo te daré la solución. Haz esto: No dediques tu vida a ser como los
demás quieran que seas; sé tú mismo, conócete bien, y, para lograrlo, escucha tu
voz interior.
Dicho
esto, el búho desapareció con un rápido vuelo en la espesura del bosque.
«¿Ser yo
mismo...? ¿Conocerme bien...? ¿Escuchar mi voz interior...?», se preguntaba a
cada momento el árbol, inmerso en una desesperación que parecía ir aumentando
por momentos. De pronto, comprendió qué había querido decirte el búho.
Y
cerrando los ojos y los oídos, abrió el corazón, y, por fin, pudo escuchar su
voz interior diciéndole: «Tú nunca darás manzanas, porque no eres un manzano; ni
florecerás cada primavera, porque no eres un rosal. Eres un roble, y tu destino
es crecer grande y majestuoso. Darás cobijo a las aves, sombra a los viajeros,
belleza al paisaje, leña al labrador... Ésa es tu misión: cúmplela.»
A partir
de ese instante, el árbol se sintió fuerte y seguro de sí mismo, y se dispuso a
ser todo aquello para lo cual estaba destinado por la Madre Naturaleza. Así,
pronto llenó el espacio que le correspondía del jardín y fue admirado y
respetado por todos.
Y partir
de entonces, todos los moradores de aquel jardín estuvieron muy contentos; todo
en el jardín fue alegría y felicidad.
Preguntémonos: ¿cuántos serán robles que no se permiten a sí mismos crecer?
¿Cuántos serán rosales que, por miedo al reto, sólo dan espinas? ¿Cuántos
naranjos hay que no saben florecer? En la vida, todos tenemos un misión que
cumplir, un espacio que llenar... No permitamos que nada ni nadie nos impida
conocer y compartir con los demás la maravillosa esencia de nuestro ser.
|
|
|
|
Había un
árbol que, desde hacía ya un tiempo, se le veía
profundamente triste. |
|