N.º 73

AGOSTO-OCTUBRE 2011

11

   

   

   

   

   

   

   

EL PATIO PARAÍSO

 

Por Sofía Serrano Viriot

  

  

  

M

e llamo Fran, tengo doce años y vivo en el Patio Primavera. El Patio Primavera es una corrala que tiene ya más de 40 años. Allí habitan  36 familias; entre ellas, la mía. En realidad, somos como una gran familia. Todos conocemos la vida de los demás, nos ayudamos cuando necesitamos algo, compartimos las penas y las alegrías de nuestras vidas… Una vez al año celebramos lo que nosotros llamamos Verbena de la Primavera, en la que nuestro patio se viste de fiesta, se llena de flores, música, comida, buen humor y alegría. No podría imaginarme viviendo en otro lugar. En el patio tengo muchísimos amigos, pero uno es especial para mí, Juanjo, mi amigo de alma. Vamos juntos al colegio, a la misma clase, y lo compartimos todo, los juegos, las travesuras, la merienda… Por compartir, compartimos hasta los deberes.

En el Patio conviven familias que proceden de lugares muy distantes, y junto a familias recién llegadas hay otras que lo habitan desde muchas generaciones anteriores; sin embargo, todos dicen que allí se sienten en su casa. Somos gente humilde, pero lo poco que tenemos lo ofrecemos y compartimos con alegría. Por las tardes, nos reunimos en el centro del patio. Es el momento en que los mayores bajan sus sillas y charlan de un montón de cosas, toman café y galletas, mientras los niños alborotamos alrededor.

Yo no tengo hermanos de sangre, pero de corazón, muchos. Mi padre trabaja en la misma empresa desde hace ya catorce años. Construye coches que después se venden muy caros. Cada día, cuando vuelve del trabajo, repite la misma frase: «¡Si yo tuviera un coche de esos, lo vendería y nos compraríamos tres casas como ésta! ¡Hay que ver, unos tanto y otros, tan poco…!». Pero a mí me parece que nuestra casa es maravillosa, llena de luz y de colores, y esto me parece suficiente para sentirme contento.

     
     

  

El Patio Primavera es una corrala que tiene ya más de 40 años.

   

Mi madre no trabaja. Con lo que gana mi padre, tenemos suficiente para vivir, pero ella siempre ha sido muy espabilada y le cose y remienda ropa a las vecinas, así se saca algunas perras gordas, que guarda para los malos momentos, como ella dice.

La tarde es mi momento favorito del día. Llega el momento de poner en juego nuestra fantasía. Las señoras ancianas suelen contarnos historias asombrosas, sucesos extraordinarios, que nos gustan mucho y tienen mucho de provecho; nada tiene, pues, de extraño que mi padre, que les profesa un gran respeto, les llame las sabias.

Las historias de la Juana son las que más me gustan, porque se aprenden muchas cosas que, como ella acostumbra a decirnos, «Son básicas para vivir en paz con uno mismo y con los demás». A Juanjo no le gustan estas historias. Él es más despistado y prefiere darle patadas a un balón antes que sentarse y escuchar.

Una tarde, llegó al Patio Primavera una familia nueva. Procedían del sur, de un pueblecito llamado Genalguacil, en la provincia de Málaga. Habían alquilado la vivienda del señor Ruiz, que, debido a su avanzada edad, se había marchado a vivir con una hija suya que tenía un piso en el centro de la ciudad.

Parecía una familia simpática, abierta y campechana. Además de los padres, la componían tres hijos: dos pequeños, de cuatro y cinco añitos, y uno más mayor, de mi edad, que se llamaba Antonio, pero que le llamaban Toni. Enseguida nos hicimos amigos y empezamos a pasar juntos mucho tiempo. Quien no vio con buenos ojos la llegada de la nueva familia era Juanjo. Decía que, desde que Toni había venido a vivir al Patio, yo no le prestaba la misma atención.

Para no distanciarme de Juanjo, empecé a llevarme a Toni a su casa por las tardes. Quería que se hicieran buenos amigos y poder jugar todos juntos, sin problemas. Una tarde la pasamos toda ella jugando los tres con el videojuego de Juanjo. El tiempo transcurrió con toda normalidad… aparentemente. Parecía que Juanjo iba superando su animadversión hacia Toni.

Pero estaba equivocado. Al día siguiente, por la mañana, cuando nos dirigíamos hacia el colegio, Juanjo, sin mediar palabra, acusó a Toni de haberse llevado de su casa el videojuego. Decía que lo había estado buscando por todas partes y que no lo encontró en ningún sitio. Entre gritos, le apuntaba con el dedo y le llamaba ladrón, al tiempo que le advertía muy enfurecido que jamás volvería a entrar en su casa y que no quería jugar con él nunca más en la vida. Aquello, lo que estaba presenciando, me dejó perplejo. Y pasé toda la mañana sin saber qué decir.

Aquellas escenas de las que había sido testigo presencial hicieron que me sintiera bastante incómodo y desconcertado. Es verdad que no conocía a Toni tan bien como a Juanjo, pero no me gustaba nada en absoluto la manera como le había tratado. Le pregunté mil veces si estaba seguro de lo que decía, que acusar a alguien así era algo muy grave.

Juanjo no hacía más que repetirme que no se fiaba de él y que estaba seguro de que le había robado su consola. Yo le dije que esa misma tarde, al volver del colegio, le acompañaría a su casa y buscaríamos los dos el aparato, ya que, como suele decirse, cuatro ojos ven más que dos, y que si, después de buscar y buscar, no aparecía, iría a hablar con Toni para preguntarle si, en realidad, él había tenido la mala ocurrencia de apropiarse del juego y exigirle la devolución.

Al volver del colegio buscamos obstinadamente por todos los rincones habidos y por haber, levantamos cada trasto que había en su habitación, pero no encontramos nada. La madre de Juanjo, al percatarse de tanto ruido, se acercó a la habitación para preguntarnos qué era lo que estábamos haciendo. Había llegado el momento de poner sobre aviso a la madre de mi amigo de todo lo que estaba ocurriendo.

Al oír la historia, a la buena señora le cambió el semblante. No tardó un segundo en aclararnos que había sido ella quien había cogido el juego y lo había guardado en el armario de la salita para tenerlo todo más ordenado y evitarle cualquier desperfecto. Ciertamente, Juanjo se alegró de la noticia y, sin mencionar para nada su gravísimo acto de difamación contra un muchacho inocente, se apresuró a decir: «¡Menos mal…! Así podremos seguir jugando. Vamos, Fran, echemos una partidita».

Yo le pregunté si eso era todo lo que iba a hacer; me sentía indignado ante la frialdad de tal comportamiento. ¿Acaso no se avergonzaba de haberse precipitado en su mal juicio y no tenía ni la más remota intención de ir a pedirle perdón a Toni? En ese momento, se me vino a la cabeza una de tantas historias que nos contaba la Juana y decidí referírsela a mi amigo para escarmiento suyo. Me había propuesto, e iba a hacerlo, contarle lo que ocurrió una vez con una caja de galletas.

     

     

Es el momento en que los ma-yores bajan sus sillas y charlan de un montón de cosas, toman café y galletas, mientras los ni-ños alborotamos alrededor.

 
   

Le pedí a Juanjo que se sentara y me escuchara un ratito, a lo que él accedió. Entonces comencé a relatarle:

«Una tarde llegó a una estación de tren una señora elegantemente vestida. Como su tren partía con retraso, decidió comprar una revista, una gaseosa y una caja de galletas para que la espera se le hiciera menos pesada.

»La señora se sienta entonces en uno de los bancos de la estación, dispuesta a esperar la salida de su tren. Fue entonces cuando un joven se sienta en el mismo banco que la señora, justo a su lado, y, dispuesto a soportar la larga espera, desdobla un diario de deportes y empieza a leer. Mientras ojea la revista, la señora observa, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin decir una palabra, estira la mano, coge el paquete de galletas, lo abre y, después de sacar una, empieza a comerla despreocupadamente.

»La mujer no cabía en su cuerpo de tanta indignación. No quería ser grosera con el chico, pero tampoco entraba en su intención continuar dejando a aquel atrevido jovencete meter la mano en su caja de galletas de manera tan desvergonzada. Así que, con gesto ampuloso, toma el paquete, saca una galleta, la exhibe frente al joven y se la come mirándolo fijamente.

»Por toda respuesta, el joven sonríe... y toma otra galleta. La señora gime un poco, toma una nueva galleta y, con ostensibles señales de fastidio, la introduce en la boca, sosteniendo otra vez la mirada en el muchacho.

»El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y galleta. La señora, cada vez más irritada; el muchacho, cada vez más divertido.

»Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete solo queda la última galleta. «¡No podrá ser tanta su desvergüenza!», piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al joven y a las galletas.

»Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galleta y, con mucha suavidad y delicadeza, la corta exactamente por la mitad. Y con su sonrisa más educada y gentil le ofrece una mitad a la señora.

—¡Gracias! —dice la mujer con evidente sarcasmo, tomando con rudeza aquella media golosina.

—De nada —contesta el joven sonriendo angelical y apaciblemente mientras come su mitad.

»El tren llega.

»Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al arrancar, desde el vagón, ve al muchacho todavía sentado en el banco del andén y piensa: «Qué insolencia…!».

»La cólera y la ira que siente le han resecado la boca, hasta el punto de parecer que tiene un estropajo por lengua.

»En ese punto, abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y se sorprende al encontrar, cerrado todavía, el paquete de galletas que ella había comprado… ¡Estaba intacto!

—¿Has visto Juanjo? —continué, una vez hube concluido el relato con el que pretendía ejemplarizar a mi amigo—. Tú has actuado de la misma manera, has acusado a Toni de algo tan grave como ser un ladrón, sin tener certeza alguna sobre su culpabilidad; sin pensarlo dos veces, has pensado que, por ser nuevo en nuestro barrio, necesariamente había de ser quien sustrajo tu juego, cuando, en realidad, el aparato estaba guardado en un armario de tu casa. No te molestaste siquiera en preguntarle si lo había cogido para algo…; directamente le acusaste e hiciste correr el infundio, y eso es algo que no está bien. No podemos ir por la vida difamando a la gente, a desposeerla de la buena fama a que todos tenemos derecho, sin contar con la evidencia ni la seguridad absoluta de la autoría del delito. Deberías pedirle disculpas, decirle que le acusaste injustamente porque fuiste victima de esos prejuicios que, en ocasiones, nos inducen a cometer injusticias muchas veces irreparables, esas cosas que decimos o pensamos sobre los demás sin haber constatado su certeza.

     
     

  

Como su tren partía con retraso, decidió comprar una revista, una gaseosa y una caja de galletas para que la espera se le hiciera menos pesada.

   

—Tienes toda la razón del mundo, Fran. ¡Cuánto lo lamento, Fran! —exclamó Juanjo visiblemente apesadumbrado—. ¡He acusado injustamente a Toni de ser un ladrón…! Como no le conocía, pero más porque temí que preferías su amistad a la mía, de inmediato pensé que había sido él quien se llevó de casa mi videojuego y me dejé arrastrar por la maledicencia sin el menor reparo. ¡No puedes imaginarte hasta qué punto siento haberle causado tanto daño a ese muchacho, sin razón alguna! —volvió a exclamar mi amigo con una lágrima en los ojos—. Mañana sin falta, camino del colegio, me disculparé y le invitaré a mi casa a merendar. Te prometo que lo haré.

—Eso está muy bien, Juanjo; el que te des cuenta de que has cometido un error te honra. Pero quería recomendarte otra cosa: deberías prestarles más atención a las historias de la Juana. Quizá si la hubieras escuchado alguna vez, habrías sido ahora más cauteloso al acusar de un hecho infame a alguien. Es importante aprender de los mayores, escuchar sus experiencias y tener presentes sus consejos, porque ellos han vivido muchas cosas ya y pueden ayudarnos  a ser mejores personas.

—A partir de ahora, lo haré. Me sentaré contigo a escuchar esas historias. Me he dado cuenta de que tengo mucho que aprender.

—Bueno, ya es hora de irnos —alerté a mi amigo de que el tiempo se nos había ido sin darnos cuenta y ya era un poco tarde—. Nos vemos mañana, en el patio, para ir los tres juntos al colegio… ¡Y no te olvides de que tienes una conversación pendiente con Toni!

—¡Te prometo que no lo olvidaré! ¡Hasta mañana entonces!

Al día siguiente, Juanjo le pidió disculpas a Toni, le expresó su sincero arrepentimiento por el daño moral que le había causado y le prometió que contase siempre con su amistad. Desde ese día, los tres, Juanjo, Fran y yo, hemos sido muy buenos amigos, lo compartimos todo, juegos, alegrías, penas, meriendas, escuela y deberes… y los tres nos hemos convertido en asiduos oyentes de las historias de la Juana.

  

  

SOFÍA SERRANO VIRIOT (Madrid, 1979). Diplomada en Maestro en Lengua Extranjera (Sección: Francés) por la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 73. Agosto-Octubre 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Sofía Serrano Viriot. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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