e llamo Fran, tengo doce años y vivo en el Patio Primavera.
El Patio Primavera es una corrala que tiene ya más de 40
años. Allí habitan 36 familias; entre ellas, la mía. En
realidad, somos como una gran familia. Todos conocemos la vida
de los demás, nos ayudamos cuando necesitamos algo, compartimos
las penas y las alegrías de nuestras vidas… Una vez al año
celebramos lo que nosotros llamamos Verbena de la Primavera,
en la que nuestro patio se viste de fiesta, se llena de flores,
música, comida, buen humor y alegría. No podría imaginarme
viviendo en otro lugar. En el patio tengo muchísimos amigos,
pero uno es especial para mí, Juanjo, mi amigo de alma. Vamos
juntos al colegio, a la misma clase, y lo compartimos todo, los
juegos, las travesuras, la merienda… Por compartir, compartimos
hasta los deberes.
En el Patio conviven familias que proceden de lugares muy
distantes, y junto a familias recién llegadas hay otras que lo
habitan desde muchas generaciones anteriores; sin embargo, todos
dicen que allí se sienten en su casa. Somos gente
humilde, pero lo poco que tenemos lo ofrecemos y compartimos con
alegría. Por las tardes, nos reunimos en el centro del patio. Es
el momento en que los mayores bajan sus sillas y charlan de un
montón de cosas, toman café y galletas, mientras los niños
alborotamos alrededor.
Yo no tengo hermanos de sangre, pero de corazón, muchos. Mi
padre trabaja en la misma empresa desde hace ya catorce años.
Construye coches que después se venden muy caros. Cada día,
cuando vuelve del trabajo, repite la misma frase: «¡Si yo
tuviera un coche de esos, lo vendería y nos compraríamos tres
casas como ésta! ¡Hay que ver, unos tanto y otros, tan poco…!».
Pero a mí me parece que nuestra casa es maravillosa, llena de
luz y de colores, y esto me parece suficiente para sentirme
contento.
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El Patio Primavera es una corrala que tiene ya más
de 40 años. |
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Mi madre no trabaja. Con lo que gana mi padre, tenemos
suficiente para vivir, pero ella siempre ha sido muy espabilada
y le cose y remienda ropa a las vecinas, así se saca algunas
perras gordas, que guarda para los malos momentos, como ella
dice.
La tarde es mi momento favorito del día. Llega el momento de
poner en juego nuestra fantasía. Las señoras ancianas suelen
contarnos historias asombrosas, sucesos extraordinarios, que nos
gustan mucho y tienen mucho de provecho; nada tiene, pues, de
extraño que mi padre, que les profesa un gran respeto, les llame
las sabias.
Las historias de la Juana son las que más me gustan,
porque se aprenden muchas cosas que, como ella acostumbra a
decirnos, «Son básicas para vivir en paz con uno mismo y con los
demás». A Juanjo no le gustan estas historias. Él es más
despistado y prefiere darle patadas a un balón antes que
sentarse y escuchar.
Una tarde, llegó al Patio Primavera una familia nueva.
Procedían del sur, de un pueblecito llamado Genalguacil, en la
provincia de Málaga. Habían alquilado la vivienda del señor
Ruiz, que, debido a su avanzada edad, se había marchado a vivir
con una hija suya que tenía un piso en el centro de la ciudad.
Parecía una familia simpática, abierta y campechana. Además de
los padres, la componían tres hijos: dos pequeños, de cuatro y
cinco añitos, y uno más mayor, de mi edad, que se llamaba
Antonio, pero que le llamaban Toni. Enseguida nos hicimos amigos
y empezamos a pasar juntos mucho tiempo. Quien no vio con buenos
ojos la llegada de la nueva familia era Juanjo. Decía que, desde
que Toni había venido a vivir al Patio, yo no le prestaba
la misma atención.
Para no distanciarme de Juanjo, empecé a llevarme a Toni a su
casa por las tardes. Quería que se hicieran buenos amigos y
poder jugar todos juntos, sin problemas. Una tarde la pasamos
toda ella jugando los tres con el videojuego de Juanjo. El
tiempo transcurrió con toda normalidad… aparentemente. Parecía
que Juanjo iba superando su animadversión hacia Toni.
Pero estaba equivocado. Al día siguiente, por la mañana, cuando
nos dirigíamos hacia el colegio, Juanjo, sin mediar palabra,
acusó a Toni de haberse llevado de su casa el videojuego. Decía
que lo había estado buscando por todas partes y que no lo
encontró en ningún sitio. Entre gritos, le apuntaba con el dedo
y le llamaba ladrón, al tiempo que le advertía muy enfurecido
que jamás volvería a entrar en su casa y que no quería jugar con
él nunca más en la vida. Aquello, lo que estaba presenciando, me
dejó perplejo. Y pasé toda la mañana sin saber qué decir.
Aquellas escenas de las que había sido testigo presencial
hicieron que me sintiera bastante incómodo y desconcertado. Es
verdad que no conocía a Toni tan bien como a Juanjo, pero no me
gustaba nada en absoluto la manera como le había tratado. Le
pregunté mil veces si estaba seguro de lo que decía, que acusar
a alguien así era algo muy grave.
Juanjo no hacía más que repetirme que no se fiaba de él y que
estaba seguro de que le había robado su consola. Yo le dije que
esa misma tarde, al volver del colegio, le acompañaría a su casa
y buscaríamos los dos el aparato, ya que, como suele decirse,
cuatro ojos ven más que dos, y que si, después de buscar y
buscar, no aparecía, iría a hablar con Toni para preguntarle si,
en realidad, él había tenido la mala ocurrencia de apropiarse
del juego y exigirle la devolución.
Al volver del colegio buscamos obstinadamente por todos los
rincones habidos y por haber, levantamos cada trasto que había
en su habitación, pero no encontramos nada. La madre de Juanjo,
al percatarse de tanto ruido, se acercó a la habitación para
preguntarnos qué era lo que estábamos haciendo. Había llegado el
momento de poner sobre aviso a la madre de mi amigo de todo lo
que estaba ocurriendo.
Al oír la historia, a la buena señora le cambió el semblante. No
tardó un segundo en aclararnos que había sido ella quien había
cogido el juego y lo había guardado en el armario de la salita
para tenerlo todo más ordenado y evitarle cualquier desperfecto.
Ciertamente, Juanjo se alegró de la noticia y, sin mencionar
para nada su gravísimo acto de difamación contra un muchacho
inocente, se apresuró a decir: «¡Menos mal…! Así podremos seguir
jugando. Vamos, Fran, echemos una partidita».
Yo le pregunté si eso era todo lo que iba a hacer; me sentía
indignado ante la frialdad de tal comportamiento. ¿Acaso no se
avergonzaba de haberse precipitado en su mal juicio y no tenía
ni la más remota intención de ir a pedirle perdón a Toni? En ese
momento, se me vino a la cabeza una de tantas historias que nos
contaba la Juana y decidí referírsela a mi amigo para
escarmiento suyo. Me había propuesto, e iba a hacerlo, contarle
lo que ocurrió una vez con una caja de galletas.
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Es el momento en que los ma-yores
bajan sus sillas y charlan de un montón de cosas, toman café y
galletas, mientras los ni-ños alborotamos alrededor.
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Le pedí a Juanjo que se sentara y me escuchara un ratito, a lo
que él accedió. Entonces comencé a relatarle:
«Una tarde llegó a una estación de tren una señora elegantemente
vestida. Como su tren partía con retraso, decidió comprar una
revista, una gaseosa y una caja de galletas para que la espera
se le hiciera menos pesada.
»La señora se sienta entonces en uno de los bancos de la
estación, dispuesta a esperar la salida de su tren. Fue entonces
cuando un joven se sienta en el mismo banco que la señora, justo
a su lado, y, dispuesto a soportar la larga espera, desdobla un
diario de deportes y empieza a leer. Mientras ojea la revista,
la señora observa, por el rabillo del ojo, cómo el muchacho, sin
decir una palabra, estira la mano, coge el paquete de
galletas, lo abre y, después de sacar una, empieza a comerla
despreocupadamente.
»La mujer no cabía en su cuerpo de tanta indignación. No quería
ser grosera con el chico, pero tampoco entraba en su intención
continuar dejando a aquel atrevido jovencete meter la mano en su
caja de galletas de manera tan desvergonzada. Así que, con gesto
ampuloso, toma el paquete, saca una galleta, la exhibe frente al
joven y se la come mirándolo fijamente.
»Por toda respuesta, el joven sonríe... y toma otra galleta. La
señora gime un poco, toma una nueva galleta y, con ostensibles
señales de fastidio, la introduce en la boca, sosteniendo otra
vez la mirada en el muchacho.
»El diálogo de miradas y sonrisas continúa entre galleta y
galleta. La señora, cada vez más irritada; el muchacho, cada vez
más divertido.
»Finalmente, la señora se da cuenta de que en el paquete solo
queda la última galleta. «¡No podrá ser tanta su desvergüenza!»,
piensa, y se queda como congelada mirando alternativamente al
joven y a las galletas.
»Con calma, el muchacho alarga la mano, toma la última galleta
y, con mucha suavidad y delicadeza, la corta exactamente por la
mitad. Y con su sonrisa más educada y gentil le ofrece una mitad
a la señora.
—¡Gracias! —dice la mujer con evidente sarcasmo, tomando con
rudeza aquella media golosina.
—De nada —contesta el joven sonriendo angelical y apaciblemente
mientras come su mitad.
»El tren llega.
»Furiosa, la señora se levanta con sus cosas y sube al tren. Al
arrancar, desde el vagón, ve al muchacho todavía sentado en el
banco del andén y piensa: «Qué insolencia…!».
»La cólera y la ira que siente le han resecado la boca, hasta el
punto de parecer que tiene un estropajo por lengua.
»En ese punto, abre la cartera para sacar la lata de gaseosa y
se sorprende al encontrar, cerrado todavía, el paquete de
galletas que ella había comprado… ¡Estaba intacto!
—¿Has visto Juanjo? —continué, una vez hube concluido el relato
con el que pretendía ejemplarizar a mi amigo—. Tú has actuado de
la misma manera, has acusado a Toni de algo tan grave como ser
un ladrón, sin tener certeza alguna sobre su culpabilidad; sin
pensarlo dos veces, has pensado que, por ser nuevo en nuestro
barrio, necesariamente había de ser quien sustrajo tu juego,
cuando, en realidad, el aparato estaba guardado en un armario de
tu casa. No te molestaste siquiera en preguntarle si lo había
cogido para algo…; directamente le acusaste e hiciste correr el
infundio, y eso es algo que no está bien. No podemos ir por la
vida difamando a la gente, a desposeerla de la buena fama a que
todos tenemos derecho, sin contar con la evidencia ni la
seguridad absoluta de la autoría del delito. Deberías pedirle
disculpas, decirle que le acusaste injustamente porque fuiste
victima de esos prejuicios que, en ocasiones, nos inducen a
cometer injusticias muchas veces irreparables, esas cosas que
decimos o pensamos sobre los demás sin haber constatado su
certeza.
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Como su tren partía con retraso, decidió comprar una revista,
una gaseosa y una caja de galletas para que la espera se le
hiciera menos pesada.
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—Tienes toda la razón del mundo, Fran. ¡Cuánto lo lamento, Fran!
—exclamó Juanjo visiblemente apesadumbrado—. ¡He acusado
injustamente a Toni de ser un ladrón…! Como no le conocía, pero
más porque temí que preferías su amistad a la mía, de inmediato
pensé que había sido él quien se llevó de casa mi videojuego y
me dejé arrastrar por la maledicencia sin el menor reparo. ¡No
puedes imaginarte hasta qué punto siento haberle causado tanto
daño a ese muchacho, sin razón alguna! —volvió a exclamar mi
amigo con una lágrima en los ojos—. Mañana sin falta, camino del
colegio, me disculparé y le invitaré a mi casa a merendar. Te
prometo que lo haré.
—Eso está muy bien, Juanjo; el que te des cuenta de que has
cometido un error te honra. Pero quería recomendarte otra cosa:
deberías prestarles más atención a las historias de la Juana.
Quizá si la hubieras escuchado alguna vez, habrías sido ahora
más cauteloso al acusar de un hecho infame a alguien. Es
importante aprender de los mayores, escuchar sus experiencias y
tener presentes sus consejos, porque ellos han vivido muchas
cosas ya y pueden ayudarnos a ser mejores personas.
—A partir de ahora, lo haré. Me sentaré contigo a escuchar esas
historias. Me he dado cuenta de que tengo mucho que aprender.
—Bueno, ya es hora de irnos —alerté a mi amigo de que el tiempo
se nos había ido sin darnos cuenta y ya era un poco tarde—. Nos
vemos mañana, en el patio, para ir los tres juntos al colegio…
¡Y no te olvides de que tienes una conversación pendiente con
Toni!
—¡Te prometo que no lo olvidaré! ¡Hasta mañana entonces!
Al día siguiente, Juanjo le pidió disculpas a Toni, le expresó
su sincero arrepentimiento por el daño moral que le había
causado y le prometió que contase siempre con su amistad. Desde
ese día, los tres, Juanjo, Fran y yo, hemos sido muy buenos
amigos, lo compartimos todo, juegos, alegrías, penas, meriendas,
escuela y deberes… y los tres nos hemos convertido en asiduos
oyentes de las historias de la Juana.