N.º 74

ENERO-FEBRERO 2011

12

   

   

   

   

   

   

   

EL JOVEN INSOLENTE Y EL VIEJO SAMURÁI

 

Por Natalia Fernández Rojo

  

  

  

S

us miradas se cruzaron una fría mañana de marzo. Entre el bullicio matutino, él pudo vislumbrar su figura, que, sin apenas levantar un palmo del suelo, se veía vapuleada por el continuo ir y venir del gentío, cual hoja seca que el viento maneja a su antojo. Y, en su sonrosada faz, una ferviente llamada de auxilio, que fue irremediablemente percibida por el chico.

Fue un momento mágico. Cualquier otro día, él no hubiera posado sus ojos en ella ni por asomo, pero aquella mañana, aquella mañana era distinta. El recuerdo de su querida abuela, aquella mujer valerosa, pero tierna y delicada a la vez, que lo había criado con coraje y dedicación, sin exigir nada a cambio, rondaba sus pensamientos. A pesar del tiempo ya transcurrido, no lograba alejar de sí el triste sentimiento de su ausencia, ni tampoco obviar el terrible dolor que le había causado su ida. Quizás fue esa nostalgia, o el capricho del destino, lo que provocó que los caminos de ambos se cruzasen.

Sin vacilar ni un segundo, él la asió entre la multitud y, con gesto dulce, le aseguró que ya no tendría de qué preocuparse.

     
     

 

  

Un joven e impaciente samurái de la antigua Kioto jamás había perdido una lucha, hecho que lo había rodeado de gran fama y de la admiración de todos.

   

Pasado el momento de confusión, tanto él como ella tuvieron una sensación similar, y, a medida que su conversación se avivaba, sus sospechas se fueron confirmando: el suyo no había sido un encuentro fortuito, sino que ya estaba predestinado. A partir de ese instante, se forjó entre ambos un vínculo inexorable que puso de manifiesto lo que, a pesar del verdor de su relación, los dos habían comprendido ya, sus viejas almas parecían conocerse desde hacía siglos.

La que ambos formaban era, sin duda, una pareja impensable, que no pasaba inadvertida. Aarón era un joven estudiante de Derecho, bien parecido y refinado en sus formas. Su vida no había sido, ni era, del todo fácil. Aunque quedó huérfano cuando aún era niño, al amparo de su abuela había desarrollado una habilidad especial que le permitía desenvolverse a la perfección en el mundo que le rodeaba, lo cual le auguraba un futuro prometedor. Pero la muerte de ésta lo había dejado sin rumbo, desorientado y completamente sumido en la nostalgia, y, para colmo de sus males, se veía obligado a desempeñar un trabajo bastante precario como camarero, que, a duras penas, le permitía costearse los estudios. Así, la llegada de Mercedes a su vida supuso un reencuentro con el mundo que había dejado atrás hacía ya algunos años, arrojando algo de esperanza a su duro quehacer cotidiano.

Por su parte, Mercedes era una anciana cuyo rostro denotaba una vida llena de sinsabores. Su atuendo no hacía sino revelar la precaria situación en la que vivía y que, obviamente, le causaba estragos en su ya deteriorada salud. Esta entrañable señora había viajado por todo el mundo y, aunque la vida no le había mostrado su cara más amable, ella siempre había sabido capturar esos buenos momentos que hacen que merezca la pena haber vivido.

Curiosamente, a pesar de la diferencia de edad que mediaba entre ambos, Mercedes y Aarón se complementaban de manera asombrosa. Las frecuentes tertulias que compartían eran del disfrute de los dos, aunque para el joven, las intervenciones de Mercedes cobraban un especial interés a partir del momento mismo en que ella rememoraba un suceso, historia o anécdota para amenizar el asunto sobre el que estaban departiendo. El joven se regocijaba de los valiosos consejos que emanaban del infinito bagaje de experiencias de la anciana. Él, por su parte, siempre procuraba condimentar aquella relación de amistad, aportando la chispa de su lozanía y jovialidad, y contagiando a la venerable oyente de sus ganas de vivir.

Aquella parecía una tarde corriente. En nada difería de otras tardes. Mercedes y Aarón se encontraban ante su ya indefectible taza de cacao y nada en ellos resultaba extraño al clima de concordia habitual, hasta que, tras intercambiar algunas opiniones, Mercedes percibió en Aarón un cierto halo de preocupación que parecía envolverle la mirada, perdida en algún punto de la habitación. La anciana rompió el silencio.

—Algo te atormenta, Aarón. Te veo apesadumbrado. Lo noto en tu cara. ¿Qué es?

—No es nada. No te preocupes —respondió el joven, y añadió para restarle importancia al asunto—. Nada importante; cosas mías…

—Vamos, hombre. Ten confianza en mí —insistió la venerable anciana—. ¿Ocurre algo?

—Bueno. Vale. No era mi intención preocuparte con mis problemas, pero la verdad es que estos últimos días están siendo muy difíciles para mí.

—Pues venga. Cuéntame eso que te está amargando estos días. Verás cómo, al final, no es nada importante y vas a sentirte mejor.

—Últimamente ha tenido lugar en el trabajo una serie de cambios. Han contratado a un nuevo metre. Se llama Pierre y llegó de Burdeos hace unas semanas. Para nuestra sorpresa, ha resultado ser un familiar lejano del dueño del restaurante. Se trata de un tipo bastante peculiar y tremendamente presuntuoso: no hace más que jactarse de su prestigio internacional y de la impecabilidad en su bien hacer. Desde su llegada, las normas han variado, debemos obedecerle a él por encima de todo, lo cual le fascina, puesto que parece haber nacido para el ejercicio del mando.

Al llegar a este punto, Aarón exhaló un profundo suspiro y paró el relato que había iniciado.

—Continúa, hijo —le animó la anciana.

—Bien. Como te iba diciendo, el nuevo metre no se conforma con tratarnos como sus subordinados, sino que no pierde ocasión de criticar nuestro trabajo y no hace más que amenazarnos con enviarnos a engrosar las cifras del desempleo. Hace un par de días presencié una situación que hizo que me sintiera incómodo y, al mismo tiempo, algo confuso. Carlos, uno de los camareros más experimentados y cuidadosos que conozco, consideró oportuno hacer a Pierre algunas sugerencias, bastante juiciosas por cierto, para optimizar el funcionamiento del restaurante. Pero el metre no solo no las consideró un momento, sino que las rechazó al momento, considerándolas ineficaces, poco rentables y nada atractivas. No paró en esto su actitud, pues, acto seguido, proyectó sobre el camarero toda su cólera y, dirigiéndose a él en un tono áspero, lo colmó de calificativos que renuncio a repetirte ahora por la vergüenza que me produce el solo evocarlos. Pero lo más asombroso de este asunto fue, sin duda, la reacción de Carlos, que, con semblante sereno, permaneció absolutamente impávido, sin decir alguna palabra en su defensa, a pesar del bochornoso espectáculo del que había sido víctima.

—La tarde de ese mismo día, algunos compañeros que habían presenciado el incidente comentaron lo ocurrido. Todos coincidieron en que la postura del camarero había sido la de un auténtico cobarde, ya que dejó que el metre le insultara, sin rebatir ni una de las palabras dirigidas contra él.

Aarón hizo una pausa para apurar el último sorbo de cacao que quedaba en su taza. Tras lo cual, continuó con su relato:

—A pesar de que todo había ocurrido tal como se comentó luego, no tengo tan claro que Carlos actuara así movido por la cobardía. Aunque, por otra parte, no se me ocurre qué ha podido llevarle a ello. Por eso, amiga mía, te pido encarecidamente que me ayudes a aclarar mis ideas, y contribuyas a que, de una vez, resuelva esta duda que me asalta.

—Entiendo la ingrata sensación que te invade y el desconcierto en que tienes que estar viviendo. Por eso, en lugar de comentarte mi opinión en ese sentido, te remitiré a unos hechos que tuvieron lugar hace ya muchos años y de los que fui testigo presencial.

Todo ocurrió durante una de mis visitas a Kioto —comenzó a narrar la anciana—, adonde me había desplazado en compañía de mi marido por cuestiones de negocios. Préstame atención y juzga después. Creo que el suceso arrojará un poco de luz a la cuestión que tanto te preocupa.

Un joven e impaciente samurái de la antigua Kioto jamás había perdido una lucha, hecho que lo había rodeado de gran fama y de la admiración de todos. Desde años antes, conocía la reputación de que gozaba un anciano de su misma casta que enseñaba el arte de la defensa personal en una población vecina, y fue hasta allí con la intención de retarlo, derrotarlo y aumentar su popularidad.

     
     

  

—Lo mismo vale para las ofensas, el agravio y los insultos —dijo el maestro—. Cuando no se aceptan, continúan perteneciendo a quien los llevaba consigo.

   

Así lo hizo. Y, aunque todos los estudiantes de la academia de lucha se manifestaron en contra de la idea de tal enfrentamiento, el viejo aceptó el desafío.

Todos, anciano, joven y compañeros, se dirigieron a la plaza de la ciudad. Para provocar a su contrincante, el joven desenvainó su catana y, al tiempo que la agarraba fuertemente con las dos manos, comenzó a agraviar al anciano maestro, profiriendo contra él toda clase de insultos.

Durante horas hizo de todo para provocar una reacción violenta, pero el maestro permanecía serio, impasible y erecto ante aquel arrogante joven.

Pasaba el tiempo y el joven no lograba la menor muestra de agresividad del maestro. Al caer la tarde, exhausto y humillado, el impetuoso joven enfundó su catana y se retiró con los dientes prietos y la mirada clavada en el suelo.

Desilusionados por el hecho de que el maestro aceptara tantos insultos y provocaciones sin una justa respuesta de su parte, los alumnos le preguntaron:

—Maestro, ¿cómo has podido soportar tanta iniquidad? ¿Por qué no has usado tu catana, aun sabiendo que podías perder la lucha, en lugar de soportar paciente tales improperios?

—Si alguien llega hasta vosotros con un regalo y vosotros no lo aceptáis, ¿a quién pertenece el obsequio? —preguntó el viejo samurái.

—A quien quiso entregarlo y no pudo —respondió uno de los alumnos.

—Lo mismo vale para las ofensas, el agravio y los insultos —dijo el maestro—. Cuando no se aceptan, continúan perteneciendo a quien los llevaba consigo.

—Como ves, mi querido amigo —prosiguió la venerable anciana—; a lo largo de la vida, se nos presentan múltiples situaciones cuyas circunstancias pueden engañar nuestros sentidos y nublar nuestro entendimiento si no tenemos unos principios bien claros, sólidos y definidos en que basar nuestra capacidad de respuesta a cada prueba que se nos presente. Desde la perspectiva de lo que acabo de narrarte sobre el viejo samurái, la opinión con que todos descalificaron la actitud de tu compañero Carlos era del todo infundada, equívoca e injusta. Ese prudente chico supo dar a quienes le difamaban una lección de bien hacer, demostrando que, en ocasiones, aquellos actos de aparente conformismo o aceptación que, ante nuestros ojos pueden parecernos síntomas de cobardía, pueden tornarse en la más elegante, sensata y discreta de las réplicas. Y ten muy presente esto: si Carlos, en lugar de haber rechazado los insultos con indiferencia, se hubiera dejado llevar por la excitación del momento, rebelándose impetuosamente contra el metre, no hubiera dado pruebas de valentía, sino de imprudencia, pues hubiese sido despedido de inmediato, y, quién sabe si, a la postre, no hubiera hecho otra cosa que satisfacer las pretensiones del instigador.

Aarón comprendió de inmediato cuán injusto había sido él también al permitir la entrada en su alma de un atisbo de duda sobre el comportamiento de Carlos. Todo convencido, así se lo hizo saber al día siguiente a sus compañeros, los cuales lamentaron su injusta manera de proceder y pidieron perdón a aquel buen chico. Más aún, a partir de entonces, y de una manera espontánea, entre ellos se estableció una suerte de compromiso de solidaridad y apoyo cada vez que un miembro de la plantilla fuese objeto de una amonestación arbitraria.

El consejo de Mercedes no había sido en vano.

  

  

Natalia Fernández Rojo (Málaga, 1987). Cursa estudios de Turismo en la Escuela Universitaria de Turismo de Málaga. Está acreditada como Técnico en Dietética y Nutrición. Diplomada en Maestro en Lengua Extranjera por la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año X. II Época. Número 74. Noviembre-Diciembre 2011. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2011 Natalia Fernández Rojo. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). © 2002-2011 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.