us miradas se cruzaron una fría mañana de marzo. Entre
el bullicio matutino, él pudo vislumbrar su figura, que,
sin apenas levantar un palmo del suelo, se veía
vapuleada por el continuo ir y venir del gentío, cual
hoja seca que el viento maneja a su antojo. Y, en su
sonrosada faz, una ferviente llamada de auxilio, que fue
irremediablemente percibida por el chico.
Fue un momento mágico. Cualquier otro día, él no hubiera
posado sus ojos en ella ni por asomo, pero aquella
mañana, aquella mañana era distinta. El recuerdo de su
querida abuela, aquella mujer valerosa, pero tierna y
delicada a la vez, que lo había criado con coraje y
dedicación, sin exigir nada a cambio, rondaba sus
pensamientos. A pesar del tiempo ya transcurrido, no
lograba alejar de sí el triste sentimiento de su
ausencia, ni tampoco obviar el terrible dolor que le
había causado su ida. Quizás fue esa nostalgia, o el
capricho del destino, lo que provocó que los caminos de
ambos se cruzasen.
Sin vacilar ni un segundo, él la asió entre la multitud
y, con gesto dulce, le aseguró que ya no tendría de qué
preocuparse.
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Un joven e impaciente samurái
de la antigua Kioto jamás había perdido una
lucha, hecho que lo había rodeado de gran fama y
de la admiración de todos. |
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Pasado el momento de confusión, tanto él como ella
tuvieron una sensación similar, y, a medida que su
conversación se avivaba, sus sospechas se fueron
confirmando: el suyo no había sido un encuentro
fortuito, sino que ya estaba predestinado. A partir de
ese instante, se forjó entre ambos un vínculo inexorable
que puso de manifiesto lo que, a pesar del verdor de su
relación, los dos habían comprendido ya, sus viejas
almas parecían conocerse desde hacía siglos.
La que ambos formaban era, sin duda, una pareja
impensable, que no pasaba inadvertida. Aarón era un
joven estudiante de Derecho, bien parecido y refinado en
sus formas. Su vida no había sido, ni era, del todo
fácil. Aunque quedó huérfano cuando aún era niño, al
amparo de su abuela había desarrollado una habilidad
especial que le permitía desenvolverse a la perfección
en el mundo que le rodeaba, lo cual le auguraba un
futuro prometedor. Pero la muerte de ésta lo había
dejado sin rumbo, desorientado y completamente sumido en
la nostalgia, y, para colmo de sus males, se veía
obligado a desempeñar un trabajo bastante precario como
camarero, que, a duras penas, le permitía costearse los
estudios. Así, la llegada de Mercedes a su vida supuso
un reencuentro con el mundo que había dejado atrás hacía
ya algunos años, arrojando algo de esperanza a su duro
quehacer cotidiano.
Por su parte, Mercedes era una anciana cuyo rostro
denotaba una vida llena de sinsabores. Su atuendo no
hacía sino revelar la precaria situación en la que vivía
y que, obviamente, le causaba estragos en su ya
deteriorada salud. Esta entrañable señora había viajado
por todo el mundo y, aunque la vida no le había mostrado
su cara más amable, ella siempre había sabido capturar
esos buenos momentos que hacen que merezca la pena haber
vivido.
Curiosamente, a pesar de la diferencia de edad que
mediaba entre ambos, Mercedes y Aarón se complementaban
de manera asombrosa. Las frecuentes tertulias que
compartían eran del disfrute de los dos, aunque para el
joven, las intervenciones de Mercedes cobraban un
especial interés a partir del momento mismo en que ella
rememoraba un suceso, historia o anécdota para amenizar
el asunto sobre el que estaban departiendo. El joven se
regocijaba de los valiosos consejos que emanaban del
infinito bagaje de experiencias de la anciana. Él, por
su parte, siempre procuraba condimentar aquella relación
de amistad, aportando la chispa de su lozanía y
jovialidad, y contagiando a la venerable oyente de sus
ganas de vivir.
Aquella parecía una tarde corriente. En nada difería de
otras tardes. Mercedes y Aarón se encontraban ante su ya
indefectible taza de cacao y nada en ellos resultaba
extraño al clima de concordia habitual, hasta que, tras
intercambiar algunas opiniones, Mercedes percibió en
Aarón un cierto halo de preocupación que parecía
envolverle la mirada, perdida en algún punto de la
habitación. La anciana rompió el silencio.
—Algo te atormenta, Aarón. Te veo apesadumbrado. Lo noto
en tu cara. ¿Qué es?
—No es nada. No te preocupes —respondió el joven, y
añadió para restarle importancia al asunto—. Nada
importante; cosas mías…
—Vamos, hombre. Ten confianza en mí —insistió la
venerable anciana—. ¿Ocurre algo?
—Bueno. Vale. No era mi intención preocuparte con mis
problemas, pero la verdad es que estos últimos días
están siendo muy difíciles para mí.
—Pues venga. Cuéntame eso que te está amargando estos
días. Verás cómo, al final, no es nada importante y vas
a sentirte mejor.
—Últimamente ha tenido lugar en el trabajo una serie de
cambios. Han contratado a un nuevo metre. Se llama
Pierre y llegó de Burdeos hace unas semanas. Para
nuestra sorpresa, ha resultado ser un familiar lejano
del dueño del restaurante. Se trata de un tipo bastante
peculiar y tremendamente presuntuoso: no hace más que
jactarse de su prestigio internacional y de la
impecabilidad en su bien hacer. Desde su llegada, las
normas han variado, debemos obedecerle a él por encima
de todo, lo cual le fascina, puesto que parece haber
nacido para el ejercicio del mando.
Al llegar a este punto, Aarón exhaló un profundo suspiro
y paró el relato que había iniciado.
—Continúa, hijo —le animó la anciana.
—Bien. Como te iba diciendo, el nuevo metre no se
conforma con tratarnos como sus subordinados, sino que
no pierde ocasión de criticar nuestro trabajo y no hace
más que amenazarnos con enviarnos a engrosar las cifras
del desempleo. Hace un par de días presencié una
situación que hizo que me sintiera incómodo y, al mismo
tiempo, algo confuso. Carlos, uno de los camareros más
experimentados y cuidadosos que conozco, consideró
oportuno hacer a Pierre algunas sugerencias, bastante
juiciosas por cierto, para optimizar el funcionamiento
del restaurante. Pero el metre no solo no las consideró
un momento, sino que las rechazó al momento,
considerándolas ineficaces, poco rentables y nada
atractivas. No paró en esto su actitud, pues, acto
seguido, proyectó sobre el camarero toda su cólera y,
dirigiéndose a él en un tono áspero, lo colmó de
calificativos que renuncio a repetirte ahora por la
vergüenza que me produce el solo evocarlos. Pero lo más
asombroso de este asunto fue, sin duda, la reacción de
Carlos, que, con semblante sereno, permaneció
absolutamente impávido, sin decir alguna palabra en su
defensa, a pesar del bochornoso espectáculo del que
había sido víctima.
—La tarde de ese mismo día, algunos compañeros que
habían presenciado el incidente comentaron lo ocurrido.
Todos coincidieron en que la postura del camarero había
sido la de un auténtico cobarde, ya que dejó que el
metre le insultara, sin rebatir ni una de las palabras
dirigidas contra él.
Aarón hizo una pausa para apurar el último sorbo de
cacao que quedaba en su taza. Tras lo cual, continuó con
su relato:
—A pesar de que todo había ocurrido tal como se comentó
luego, no tengo tan claro que Carlos actuara así movido
por la cobardía. Aunque, por otra parte, no se me ocurre
qué ha podido llevarle a ello. Por eso, amiga mía, te
pido encarecidamente que me ayudes a aclarar mis ideas,
y contribuyas a que, de una vez, resuelva esta duda que
me asalta.
—Entiendo la ingrata sensación que te invade y el
desconcierto en que tienes que estar viviendo. Por eso,
en lugar de comentarte mi opinión en ese sentido, te
remitiré a unos hechos que tuvieron lugar hace ya muchos
años y de los que fui testigo presencial.
Todo ocurrió durante una de mis visitas a Kioto —comenzó
a narrar la anciana—, adonde me había desplazado en
compañía de mi marido por cuestiones de negocios.
Préstame atención y juzga después. Creo que el suceso
arrojará un poco de luz a la cuestión que tanto te
preocupa.
Un joven e impaciente samurái de la antigua Kioto jamás
había perdido una lucha, hecho que lo había rodeado de
gran fama y de la admiración de todos. Desde años antes,
conocía la reputación de que gozaba un anciano de su
misma casta que enseñaba el arte de la defensa personal
en una población vecina, y fue hasta allí con la
intención de retarlo, derrotarlo y aumentar su
popularidad.
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—Lo mismo vale para las ofensas, el agravio y los
insultos —dijo el maestro—. Cuando no se aceptan,
continúan perteneciendo a quien los llevaba consigo.
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Así lo hizo. Y, aunque todos los estudiantes de la
academia de lucha se manifestaron en contra de la idea
de tal enfrentamiento, el viejo aceptó el desafío.
Todos, anciano, joven y compañeros, se dirigieron a la
plaza de la ciudad. Para provocar a su contrincante, el
joven desenvainó su catana y, al tiempo que la agarraba
fuertemente con las dos manos, comenzó a agraviar al
anciano maestro, profiriendo contra él toda clase de
insultos.
Durante horas hizo de todo para provocar una reacción
violenta, pero el maestro permanecía serio, impasible y
erecto ante aquel arrogante joven.
Pasaba el tiempo y el joven no lograba la menor muestra
de agresividad del maestro. Al caer la tarde, exhausto y
humillado, el impetuoso joven enfundó su catana y se
retiró con los dientes prietos y la mirada clavada en el
suelo.
Desilusionados por el hecho de que el maestro aceptara
tantos insultos y provocaciones sin una justa respuesta
de su parte, los alumnos le preguntaron:
—Maestro, ¿cómo has podido soportar tanta iniquidad?
¿Por qué no has usado tu catana, aun sabiendo que podías
perder la lucha, en lugar de soportar paciente tales
improperios?
—Si alguien llega hasta vosotros con un regalo y
vosotros no lo aceptáis, ¿a quién pertenece el obsequio?
—preguntó el viejo samurái.
—A quien quiso entregarlo y no pudo —respondió uno de
los alumnos.
—Lo mismo vale para las ofensas, el agravio y los
insultos —dijo el maestro—. Cuando no se aceptan,
continúan perteneciendo a quien los llevaba consigo.
—Como ves, mi querido amigo —prosiguió la venerable
anciana—; a lo largo de la vida, se nos presentan
múltiples situaciones cuyas circunstancias pueden
engañar nuestros sentidos y nublar nuestro entendimiento
si no tenemos unos principios bien claros, sólidos y
definidos en que basar nuestra capacidad de respuesta a
cada prueba que se nos presente. Desde la perspectiva de
lo que acabo de narrarte sobre el viejo samurái, la
opinión con que todos descalificaron la actitud de tu
compañero Carlos era del todo infundada, equívoca e
injusta. Ese prudente chico supo dar a quienes le
difamaban una lección de bien hacer, demostrando que, en
ocasiones, aquellos actos de aparente conformismo o
aceptación que, ante nuestros ojos pueden parecernos
síntomas de cobardía, pueden tornarse en la más
elegante, sensata y discreta de las réplicas. Y ten muy
presente esto: si Carlos, en lugar de haber rechazado
los insultos con indiferencia, se hubiera dejado llevar
por la excitación del momento, rebelándose
impetuosamente contra el metre, no hubiera dado pruebas
de valentía, sino de imprudencia, pues hubiese sido
despedido de inmediato, y, quién sabe si, a la postre,
no hubiera hecho otra cosa que satisfacer las
pretensiones del instigador.
Aarón comprendió de inmediato cuán injusto había sido él
también al permitir la entrada en su alma de un atisbo
de duda sobre el comportamiento de Carlos. Todo
convencido, así se lo hizo saber al día siguiente a sus
compañeros, los cuales lamentaron su injusta manera de
proceder y pidieron perdón a aquel buen chico. Más aún,
a partir de entonces, y de una manera espontánea, entre
ellos se estableció una suerte de compromiso de
solidaridad y apoyo cada vez que un miembro de la
plantilla fuese objeto de una amonestación arbitraria.
El consejo de Mercedes no había sido en vano. |