«Quien no desperdicia lo útil
jamás carece de lo necesario.»
POPULAR
ivía Lucas en una de las muchas aldeas que se hallan
esparcidas por la malagueña comarca de la Axarquía. Era
una población pequeña, pero acogedora, cálida y entrañable,
donde todos se conocían y ayudaban como buenos vecinos.
En ella habían nacido él y su hermano. Allí
habían nacido sus padres y sus abuelos… De allí era su
familia de muchas generaciones atrás.
Lucas y su familia ganaban su diario sustento cultivando
un huerto propiedad de la familia. Aquella tierra,
tierra noble y generosa cuando se la cuida con cariño y
se cultiva con esmero, había sido suficiente para darles
los más variados frutos, suficientes
para cubrir las propias necesidades y comercializar los
excedentes.
Pero ahora les estaba tocando vivir una mala época. Dos
años de dura sequía se habían sucedido y el tiempo no
daba el menor atisbo de cambio. Allí trabajaban Lucas y
el padre desde que el sol despuntaba sus primeros rayos
hasta que se ponía, con escasas esperanzas de ver
gratificados sus esfuerzos con una cosecha
proporcionada.
Estaban en plena temporada. Bien temprano, padre e hijo
se entregaban a la recogida de la fruta que había
sazonado y la iban colocando seleccionada en unas cajas
de madera. Luego, Elías, el más joven de los hermanos,
se encargaba de llevarlas a un detallista del mercado
para su venta.
Con esta y otras entradas, la familia lograba cada día
el dinero que necesitaba para llevar, al menos, una vida
digna.
Pero el joven labriego no estaba contento con aquella
labor. Pensaba que el trabajo era excesivo y escasos los
beneficios, sentimiento que se le agudizaba al comprobar
que su amigo Julián, que trabajaba en la capital de la
provincia, disfrutaba de una mejor calidad de vida, con
menor esfuerzo y sacrificio.
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Lucas y su familia ganaban su diario sustento
cultivando un huerto propiedad de la familia. |
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En numerosas ocasiones, el amigo había intentado
convencerle de que se trasladase con él a la ciudad,
donde podría conseguirle un empleo de ayudante de cocina
en el mismo hotel en que él realizaba las labores de
recepcionista. Entre las ventajas que presentaba la
propuesta, las que a Lucas resultaban más atractivas
eran las de un trabajo limitado a tan solo ocho horas
por jornada y la garantía de percepción de un salario.
Lucas no tenía idea alguna del oficio que su amigo le
proponía, pero su carácter animoso y emprendedor había
hecho de él una persona resuelta y decidida, de manera
que, poniendo mucho interés los primeros meses de faena, no
tardaría en aprender una profesión que iba a
reportarle un salario seguro, independiente de las
veleidades del tiempo.
A pesar de ello, y por vez primera, en su ánimo brotó la
duda. En el último momento, e inexplicablemente, una
terrible inseguridad se apoderó de su ánimo cuando ya
debía comunicar su decisión definitiva a la propuesta de
Julián. El desasosiego que lo embargaba era tal que se
hallaba hundido en la confusión más absoluta. Se sentía
desconcertado. No sabía qué hacer… Y el tiempo
apremiaba.
En estas circunstancias, y como ya había ocurrido en
otras ocasiones, decide contarle la propuesta a su
abuela Matilde. Lucas sentía por esta abuela un especial
aprecio y confianza, hasta el punto de que siempre
acudía a ella cuando alguna cuestión le preocupaba o le
inquietaba algún contratiempo. En ninguna ocasión se
había sentido defraudado, pues los consejos de su abuela
gozaban de la sólida solvencia de una experiencia de
muchos años de vida.
Cuando acabó de referirle a su abuela las dudas que le
embargaban, y como parecía que la tarde había enfriado
un poco, esta le invitó a sentarse a su lado, junto al
fuego del hogar.
Por unos momentos, ambos permanecieron callados, con los
ojos clavados en las ardientes astillas de madera de
olivo, que parecían arder sin querer consumirse.
Sin preámbulo alguno, rompió la abuela aquel improvisado
silencio, y, sin razón aparente, comenzó a relatarle
esta historia.
—Cierto abogado —comenzó a decir la buena anciana— fue
invitado a los festejos de una boda que se celebraba en
su pueblo natal, un tanto distante de la ciudad en que
vivía.
Puesto en camino, el abogado encontró, al borde de la
carretera, un cesto lleno de peras. Como era de mañana,
le sobraba apetito para comer, pero lo cercano del
banquete lo indujo a despreciar la fruta, así que dio un
puntapié al cesto y lo arrojó al lodo.
Prosiguiendo la marcha, se encontró delante de un
riachuelo que era necesario cruzar para llegar a la otra
orilla, pero venía tan crecido a
causa de las lluvias que la corriente se había llevado
el puente. Como no había por allí ninguna barca que le
permitiera la travesía, se volvió a casa por el mismo
camino, sin haber comido nada.
En tales circunstancias, el hambre empezó a acosar su
vacío estómago a tal extremo que, al pasar delante de
las peras, que ahora yacían revueltas en el fango, no
tuvo más remedio que recogerlas y comerlas, después de
haberlas limpiado una a una lo mejor que pudo.
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Bien temprano, padre e hijo se entregaban a la
recogida de la fruta que había sazonado y la
iban colocando seleccionada en unas cajas de
madera. |
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Con un ligero golpe tos, la abuela dio por concluido su
relato, para ceder de nuevo su atención a las
persistentes llamitas cuyo calor ya se había hecho
necesario.
—Poco rentable es el campo en estos tiempos que corren
—dijo la abuela retomando de nuevo la palabra—. He sido
esposa y madre de labradores, y sé que el valor de las
cosechas apenas cubren los gastos a pesar de lo caro que
resulta en ocasiones comprar en el mercado lo mismo que
se ha vendido al pie del árbol. Los muchos
intermediarios que meten las manos entre un punto y otro
encarecen injustamente los frutos. Pero la tierra que
engendró esos frutos siempre está ahí, siempre la
tendrás fiel a tu servicio y jamás te abandonará. Por
cada grano de trigo que le des, ella te devolverá cien
y, cuanto más la mimes con tu trabajo, más espléndida
será contigo. Aunque ahora estamos atravesado tiempos
adversos, nuestra familia ha disfrutado antes de buenos
momentos que la ha compensado de los rigores pasados. La
edad me ha dado a conocer momentos difíciles, pero
mientras en otras partes había necesidad, en nuestra
casa jamás faltó un trozo de pan que llevarse a la boca…
gracias a nuestra tierra, gracias al campo. Sepas que
todo, lo bueno y lo malo, tiene un fin en el tiempo, y
la vida me ha enseñado que no debemos desesperarnos al
primer contratiempo. —Hizo la abuela una breve pausa y
continuó para concluir—. Ya eres mayor y te considero un
chico inteligente. Sopesa, pues, qué es lo más seguro
para ti. Estoy segura de que sabrás optar por lo mejor.
No fueron necesarias más palabras. Lucas comprendió al
momento el consejo de su abuela.
Se levantó de su asiento, le dio un beso de despedida a
la amable anciana —en aquella ocasión, con más ternura—
y encaminó sus pasos hacia la calle: había decidido
permanecer en el pueblo y continuar trabajando la
tierra, pero, desde ahora, con más ahínco y con más
convencimiento del sentido de su labor.
Unos meses más tarde, la crisis económica acrecentó su
virulencia en las grandes urbes, donde abatió miles de
puestos de trabajo en todos los sectores. El de la
hostelería también se vio muy afectado. Uno de los
primeros en sufrir los envites de la recesión económica
fue Julián, que fue objeto de una reducción de plantilla
en su hotel y no halló otro remedio que regresar a su
aldea, donde acudió a la familia de Lucas para ofrecerle
su ayuda en las tareas agrícolas.
Los dos amigos aunaron su esfuerzo y trabajaron durante
años aquellos terrenos, que aumentaron en cantidad y
variedad su producción hortícola, de manera que hoy día,
pasada ya la etapa de crisis y venidos años mejores,
permite a sus familias vivir con holgura y comodidad. |