N.º 75

ENERO-MARZO 2012

12

   

   

   

   

   

   

   

EL ABOGADO Y LAS PERAS

  

Por José Antonio Molero

   

   

   

«Quien no desperdicia lo útil

jamás carece de lo necesario.»

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V

ivía Lucas en una de las muchas aldeas que se hallan esparcidas por la malagueña comarca de la Axarquía. Era una población pequeña, pero acogedora, cálida y entrañable, donde todos se conocían y ayudaban como buenos vecinos. En ella habían nacido él y su hermano. Allí habían nacido sus padres y sus abuelos… De allí era su familia de muchas generaciones atrás.

Lucas y su familia ganaban su diario sustento cultivando un huerto propiedad de la familia. Aquella tierra, tierra noble y generosa cuando se la cuida con cariño y se cultiva con esmero, había sido suficiente para darles los más variados frutos, suficientes para cubrir las propias necesidades y comercializar los excedentes.

Pero ahora les estaba tocando vivir una mala época. Dos años de dura sequía se habían sucedido y el tiempo no daba el menor atisbo de cambio. Allí trabajaban Lucas y el padre desde que el sol despuntaba sus primeros rayos hasta que se ponía, con escasas esperanzas de ver gratificados sus esfuerzos con una cosecha proporcionada.

Estaban en plena temporada. Bien temprano, padre e hijo se entregaban a la recogida de la fruta que había sazonado y la iban colocando seleccionada en unas cajas de madera. Luego, Elías, el más joven de los hermanos, se encargaba de llevarlas a un detallista del mercado para su venta.

Con esta y otras entradas, la familia lograba cada día el dinero que necesitaba para llevar, al menos, una vida digna.

Pero el joven labriego no estaba contento con aquella labor. Pensaba que el trabajo era excesivo y escasos los beneficios, sentimiento que se le agudizaba al comprobar que su amigo Julián, que trabajaba en la capital de la provincia, disfrutaba de una mejor calidad de vida, con menor esfuerzo y sacrificio.

     
      

  

Lucas y su familia ganaban su diario sustento cultivando un huerto propiedad de la familia.

   

En numerosas ocasiones, el amigo había intentado convencerle de que se trasladase con él a la ciudad, donde podría conseguirle un empleo de ayudante de cocina en el mismo hotel en que él realizaba las labores de recepcionista. Entre las ventajas que presentaba la propuesta, las que a Lucas resultaban más atractivas eran las de un trabajo limitado a tan solo ocho horas por jornada y la garantía de percepción de un salario.

Lucas no tenía idea alguna del oficio que su amigo le proponía, pero su carácter animoso y emprendedor había hecho de él una persona resuelta y decidida, de manera que, poniendo mucho interés los primeros meses de faena, no tardaría en aprender una profesión que iba a reportarle un salario seguro, independiente de las veleidades del tiempo.

A pesar de ello, y por vez primera, en su ánimo brotó la duda. En el último momento, e inexplicablemente, una terrible inseguridad se apoderó de su ánimo cuando ya debía comunicar su decisión definitiva a la propuesta de Julián. El desasosiego que lo embargaba era tal que se hallaba hundido en la confusión más absoluta. Se sentía desconcertado. No sabía qué hacer… Y el tiempo apremiaba.

En estas circunstancias, y como ya había ocurrido en otras ocasiones, decide contarle la propuesta a su abuela Matilde. Lucas sentía por esta abuela un especial aprecio y confianza, hasta el punto de que siempre acudía a ella cuando alguna cuestión le preocupaba o le inquietaba algún contratiempo. En ninguna ocasión se había sentido defraudado, pues los consejos de su abuela gozaban de la sólida solvencia de una experiencia de muchos años de vida.

Cuando acabó de referirle a su abuela las dudas que le embargaban, y como parecía que la tarde había enfriado un poco, esta le invitó a sentarse a su lado, junto al fuego del hogar.

Por unos momentos, ambos permanecieron callados, con los ojos clavados en las ardientes astillas de madera de olivo, que parecían arder sin querer consumirse.

Sin preámbulo alguno, rompió la abuela aquel improvisado silencio, y, sin razón aparente, comenzó a relatarle esta historia.

—Cierto abogado —comenzó a decir la buena anciana— fue invitado a los festejos de una boda que se celebraba en su pueblo natal, un tanto distante de la ciudad en que vivía.

Puesto en camino, el abogado encontró, al borde de la carretera, un cesto lleno de peras. Como era de mañana, le sobraba apetito para comer, pero lo cercano del banquete lo indujo a despreciar la fruta, así que dio un puntapié al cesto y lo arrojó al lodo.

Prosiguiendo la marcha, se encontró delante de un riachuelo que era necesario cruzar para llegar a la otra orilla, pero venía tan crecido a causa de las lluvias que la corriente se había llevado el puente. Como no había por allí ninguna barca que le permitiera la travesía, se volvió a casa por el mismo camino, sin haber comido nada.

En tales circunstancias, el hambre empezó a acosar su vacío estómago a tal extremo que, al pasar delante de las peras, que ahora yacían revueltas en el fango, no tuvo más remedio que recogerlas y comerlas, después de haberlas limpiado una a una lo mejor que pudo.

     
      

  

Bien temprano, padre e hijo se entregaban a la recogida de la fruta que había sazonado y la iban colocando seleccionada en unas cajas de madera.

   

Con un ligero golpe tos, la abuela dio por concluido su relato, para ceder de nuevo su atención a las persistentes llamitas cuyo calor ya se había hecho necesario.

—Poco rentable es el campo en estos tiempos que corren —dijo la abuela retomando de nuevo la palabra—. He sido esposa y madre de labradores, y sé que el valor de las cosechas apenas cubren los gastos a pesar de lo caro que resulta en ocasiones comprar en el mercado lo mismo que se ha vendido al pie del árbol. Los muchos intermediarios que meten las manos entre un punto y otro encarecen injustamente los frutos. Pero la tierra que engendró esos frutos siempre está ahí, siempre la tendrás fiel a tu servicio y jamás te abandonará. Por cada grano de trigo que le des, ella te devolverá cien y, cuanto más la mimes con tu trabajo, más espléndida será contigo. Aunque ahora estamos atravesado tiempos adversos, nuestra familia ha disfrutado antes de buenos momentos que la ha compensado de los rigores pasados. La edad me ha dado a conocer momentos difíciles, pero mientras en otras partes había necesidad, en nuestra casa jamás faltó un trozo de pan que llevarse a la boca… gracias a nuestra tierra, gracias al campo. Sepas que todo, lo bueno y lo malo, tiene un fin en el tiempo, y la vida me ha enseñado que no debemos desesperarnos al primer contratiempo. —Hizo la abuela una breve pausa y continuó para concluir—. Ya eres mayor y te considero un chico inteligente. Sopesa, pues, qué es lo más seguro para ti. Estoy segura de que sabrás optar por lo mejor.

No fueron necesarias más palabras. Lucas comprendió al momento el consejo de su abuela.

Se levantó de su asiento, le dio un beso de despedida a la amable anciana —en aquella ocasión, con más ternura— y encaminó sus pasos hacia la calle: había decidido permanecer en el pueblo y continuar trabajando la tierra, pero, desde ahora, con más ahínco y con más convencimiento del sentido de su labor.

Unos meses más tarde, la crisis económica acrecentó su virulencia en las grandes urbes, donde abatió miles de puestos de trabajo en todos los sectores. El de la hostelería también se vio muy afectado. Uno de los primeros en sufrir los envites de la recesión económica fue Julián, que fue objeto de una reducción de plantilla en su hotel y no halló otro remedio que regresar a su aldea, donde acudió a la familia de Lucas para ofrecerle su ayuda en las tareas agrícolas.

Los dos amigos aunaron su esfuerzo y trabajaron durante años aquellos terrenos, que aumentaron en cantidad y variedad su producción hortícola, de manera que hoy día, pasada ya la etapa de crisis y venidos años mejores, permite a sus familias vivir con holgura y comodidad.

   

   

     
     

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1946). Diplomado en Maestro de Enseñanza Primaria y licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga. Es profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UMA. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección y edición (en su versión web) de GIBRALFARO, revista digital de publicación bimestral patrocinada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XI. II Época. Número 75. Enero-Marzo 2012. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2012 José Antonio Molero. Edición en CD: Director: Antonio García Velasco. Depósito Legal MA-265-2010. Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). © 2002-2012 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.