n el habla coloquial, este modismo
acostumbra a
decirse para
responder a
quien ha
dejado
vacante un
cargo, plaza
o sitio
voluntariamente
y, cuando
vuelve para
recuperarlo
tras su
ausencia, se
lo encuentra
ocupado por
otro, quien
se niega
rotundamente
a cederlo.
De una
manera más
general,
también se
emplea para
advertir a
alguien
sobre la
posibilidad
de perder
algunos
privilegios
si abandona
el lugar en
que los
disfruta.
Como ocurre con muchos dichos que
habitualmente
empleamos en
el uso
cotidiano de
la lengua,
parece ser
que éste
también
tiene su
origen en un
hecho
histórico,
del que
tenemos
constancia
por Diego
Enríquez del
Castillo en
su
Crónica del
rey Enrique
IV, caps.
26 y 54.
Por tal autor y documentos
eclesiásticos
del momento,
sabemos que,
por esa
época, la
máxima
dignidad del
arzobispado
de Sevilla
la
ostentaba,
desde 1454,
Alonso de
Fonseca y
Ulloa
(1418-1473)
con el
nombre de
Alonso I de
Fonseca en
la sucesión
arzobispal.
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Detalle de la fachada de la "Casa de las Muertes", de Salamanca, cuya espléndi-da decoración de la fachada es atribuida a Diego de Siloé. Sobre su balcón hay un busto que parece representar a Alonso II de Fonseca, ya que en él puede leerse la inscripción: "Severísimo Fonseca Patriar-cha Alexandrino", título que fue concedi-do a este prelado por el rey Fernando V. |
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En 1460, al quedar vacante la sede
del
arzobispado
de Santiago
de
Compostela,
el arzobispo
sevillano
solicita del
rey Enrique
IV de
Trastámara,
conocido
como ‘el
Impotente’
(1425-1474),
la concesión
de la
prelatura a
favor de su
sobrino-nieto
Alonso de
Fonseca y
Acevedo (m.
1512), a la
sazón deán
de la
catedral de
Sevilla.
Esta
solicitud le
granjeó un
enfrentamiento
con el conde
Osorio de
Trastámara,
que también
había
requerido el
arzobispado
para su hijo
Luis de
Osorio.
Seguro de su poder sobre la voluntad
del rey,
Alonso I de
Fonseca puso
en juego sus
influencias
en torno a
la corte e
incluso
llegó a
reclamar el
favor del
papa Pío II,
logrando al
fin que la
administración
arzobispal
le fuese
concedida a
su sobrino,
dignidad que
éste asume
con el
nombre de
Alonso II de
Fonseca.
Ya en su sede compostelana, el nuevo
arzobispo
dio claras
muestras de
falta de
tacto
político, al
emplearse a
fondo y con
impaciencia
en la
recuperación
de los
privilegios
y heredades
que le
habían sido
usurpados a
la Iglesia
durante años
por los
señores
feudales
gallegos.
Estas
pretensiones
de
recuperación
fueron
motivo de
que muchos
miembros de
la nobleza
gallega
implicados
en el
asunto, con
Bernaldo
Yáñez de
Moscoso a la
cabeza, se
decantasen a
favor de
otorgarle la
dignidad
arzobispal
al conde de
Trastámara y
plantaran
cara a la
elección de
Fonseca,
protagonizando
continuas
revueltas.
En uno de sus encuentros armados
contra los
nobles
beligerantes
(1465),
Yáñez de
Moscoso
logra vencer
al prelado,
quien, junto
con varios
canónicos,
es
encarcelado
en la
fortaleza de
Vimianzo, en
Noya (La
Coruña).
Tras dos años de cautiverio, se fija
una gran
cantidad de
dinero por
la
liberación
del clérigo,
que no es
aceptada por
sus
partidarios.
La situación
queda
zanjada
cuando las
tropas
arzobispales,
al mando de
Rodrigo
Maldonado,
ponen sitio
al castillo
de Yáñez de
Moscoso y
exigen la
liberación
del preso.
Tras unos
días de
cerco, la
plaza se
rinde con la
condición de
que el
arzobispo no
pusiese pie
en la
diócesis
arzobispal
durante un
periodo no
inferior a
diez años.
Con miras a la pacificación de la
archidiócesis
gallega y al
cumplimiento
del
destierro,
se decide
por pedirle
consejo y
ayuda a su
tío, el
arzobispo de
Sevilla. Tío
y sobrino
acuerdan un
intercambio
temporal de
sedes, de
manera que
Alonso I de
Fonseca iría
a Santiago a
restablecer
la paz en
Galicia y,
mientras
tanto, su
sobrino se
quedaría a
cargo de la
administración
del
arzobispado
de Sevilla,
acuerdo que
se lleva a
efecto en
1467.
Hacia 1469, Alonso I de Fonseca había
logrado ya
pacificar la
archidiócesis
de Santiago,
pero cuando
trató de
volver a
Sevilla a
deshacer el
trueque con
su sobrino,
éste se negó
a dejar la
silla
arzobispal
hispalense,
más rica y
tranquila.
Continúa narrando Enríquez del
Castillo que
de nada
valieron los
ruegos y
razonamientos
de Alonso I,
quien se vio
obligado a
solicitar de
Pío II la
firma de una
bula
pontificia
que obligara
al sobrino a
desistir de
su actitud y
volver de
nuevo a
Santiago.
Pero la
negativa del
detentador a
acatar el
mandamiento
papal, hizo
necesaria la
intervención
del mismo
rey Enrique,
quien, para
disuadirlo
por la
fuerza,
ordenó la
intervención
armada de un
ejército
real al
mando del
Duque de
Medina
Sidonia y su
valido
Beltrán de
la Cueva,
los cuales
redujeron la
resistencia
de los
partidarios
del sobrino
y ahorcaron,
tras un
breve
proceso, a
los
considerados
como sus
instigadores.
Sin duda, el hecho hubo de ser muy
comentado en
la época y
pronto fue
incorporado
al acerbo
popular
reducido a
un simple
tópico. Sin
embargo, del
relato se
deduce que,
a causa del
olvido de lo
que
aconteció
realmente y
a su empleo
cotidiano
por la gente
sencilla, la
expresión ha
sufrido, con
el paso del
tiempo, una
leve pero
importante
variación
con respecto
a los
hechos,
consistente
en una
confusión
preposicional,
que ha
cambiado la
«de» por una
«a», puesto
que,
originariamente,
hubo de
decirse:
«Quien se
fue de
Sevilla,
perdió la
silla».
Conviene añadir que hay sitios en los
que, a
veces, este
dicho se
prolonga,
diciendo:
«... y quien
se fue a
León, perdió
el sillón»,
esto último obviamente de origen
popular y
sin
fundamento
histórico
que lo
sustente. |