sta expresión es muy utilizaba por
las gentes
para
referirse,
de forma
familiar y
en sentido
figurado, a
las cuentas
en donde
figuran
partidas
exorbitantes,
o a aquellas
que están
hechas de
modo
arbitrario y
sin la
debida
justificación.
Así suele
expresarse
quien
encomienda a
otro una
labor de
cierta
importancia
sin
presupuesto
ni ajuste
previo, sin
más aval en
la justeza
de los
gastos que
la confianza
de serle
conocido o
la buena
opinión que
pudiera
facilitarle
una tercera
persona, y
luego se
encuentra
con la
sorpresa de
que el costo
resultante
ha rebasado
sospechosamente
con creces
lo que en un
inicio se
tenía
estimado de
manera
aproximada.
El dicho tiene como base histórica
las tan
discutidas
cuentas que
el
general don
Gonzalo
Fernández de
Córdoba
(1453-1515),
de
sobrenombre
‘Gran
Capitán’,
presentó a
los Reyes
Católicos,
después de
haber
conquistado
para
ellos Nápoles
y Sicilia.
La historia
se
desarrolló
como sigue:
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Gonzalo Fernández de Córdoba, El "Gran Capitán" (Montilla, Códoba, 1453 - Granada, 1515) |
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«Hasta que logró su unificación como
país a
mediados del
s. XIX, la
actual
Italia era
un mosaico
de pequeños
estados en
continuas
disensiones
internas y
sin
capacidad
defensiva.
Aprovechando
esta
debilidad,
el Reino de
Aragón y la
casa
francesa de
Anjou venían
luchando
desde el
siglo XIII,
disputándose
la posesión
de Nápoles y
Sicilia, que
habían
constituido
el llamado
Reino
Normando de
las Dos
Sicilias.
A finales del siglo XV, lo que en un
principio
era
una rivalidad
entre dos
pequeños
reinos, se
convierte en
problema y
lucha, por
el
dominio de
Italia,
entre las
dos
potencias
que, merced
a sus
políticas de
unificación,
habían
constituido
los reinos
de España y
Francia. Por
esos
años, los
monarcas que
se ven
enfrentados
son Fernando
V de Aragón,
casado de
Isabel I de
Castilla, y
el rey
francés Luis
XII de
Anjou.
El rey francés, tras haberse
apoderado
del Ducado
de Milán,
firmó con el
Rey Católico
el Tratado
Secreto de
Granada
(1500), por
el cual se
repartían el
Reino de las
Dos
Sicilias.
Pero las
desavenencias
entre
franceses y
españoles,
que se
disputaban
también
algunos
territorios
centrales
italianos,
provocaron
la guerra
entre ambos
países.
España puso al mando de sus tropas al
Gran
Capitán,
quien, tras
una lucha
encarnizada,
logró de
manera
consecutiva
las
victorias de
Seminarata,
Ceriñola y
Garellano
(1503),
dando la
victoria a
España. El
Reino de las
Dos
Sicilias pasó
a formar
parte de los
dominios
españoles,
hasta los
Tratados de
Utrecht y
Rastatt
(1713 y
1714,
respectivamente),
que
ponían fin a
la Guerra de
Sucesión
española y
sentaban a
la casa
de Borbón en
el trono de
España.
Concluida la campaña de Italia, los
Reyes
Católicos exigieron
cuentas a su
general,
quizás
imprudentemente
y de forma
inconveniente, y,
aunque éste
las rindió,
es de
suponer que
González de
Córdoba hubo
de
sentirse molesto
por las
maneras como
se las
habían
exigido.
De todas las partidas que el Gran
Capitán
presentó a
sus Reyes,
las más
conocidas y
repetidas de
todos son
las
siguientes:
- Doscientos mil setecientos treinta
y seis
ducados y
nueve reales
en frailes,
monjas y
pobres, para
que rogasen
a Dios por
la
prosperidad
de las armas
españolas.
- Diez mil
ducados en
pólvora y
balas.
- Cien millones en palas, picos y
azadones,
para
enterrar a
los muertos
del
adversario.
- Cien mil ducados en guantes
perfumados
para
preservar a
las tropas
del mal olor
de los
cadáveres de
sus enemigos
tendidos en
el campo de
batalla.
- Cincuenta
mil ducados
en
aguardiente
para las
tropas, en
días de
combate.
- Ciento sesenta mil ducados en poner
y renovar
campanas
destruidas
por el uso
continuo de
repicar
todos los
días por
nuevas
victorias
conseguidas
sobre el
enemigo.
- Millón y
medio de
ducados para
mantener
prisioneros
y heridos.
- Un millón
en misas de
gracia y
tedéums al
Todopoderoso.
- Tres
millones de
ducados en
sufragios
por los
muertos.
- Siete mil
cuatrocientos
noventa y
cuatro
ducados en
espías y
escuchas.
- Cien millones por mi paciencia en
escuchar
ayer que el
Rey pedía
cuentas al
que le había
regalado un
reino.»
Con respecto a la autenticidad de
estas
cuentas,
Manuel José
Quintana y
Modesto
Lafuente
sostuvieron
la
autenticidad
del hecho.
Otros creen
que son
apócrifas y
que su
lenguaje no
corresponde
al que se
usaba en
tiempos de
los Reyes
Católicos,
sino al de
un siglo más
tarde. Dicen
que hubo,
efectivamente,
unas cuentas
que rindió
el Gran
Capitán y
que se
tuvieron por
excesivas,
dando origen
a la
expresión
proverbial.
Pero, a su
vez, afirman
que las
cuentas que
corren por
los libros
como dadas
por el Gran
Capitán son
falsas.
En El Averiguador Universal
(tomo IV,
pp. 227 a
258,
correspondientes
a los
números 87 y
89 de 1882),
aparecieron
dos trabajos
acerca de
esto. En el
segundo de
ellos, un
comunicante,
que sólo
firma con
las
abreviaturas
J. C. G.,
cita, en
apoyo de la
autenticidad
de las
famosas
cuentas, el
testimonio
de la
Historia
general del
Mundo, del
obispo
italiano
Paulo Jovio,
personaje
casi
contemporáneo
del Gran
Capitán, en
cuya obra,
después de
referir la
llegada a
Nápoles del
Rey
Católico,
podemos leer
lo
siguiente:
«En estos días, pusiéronle demanda [a
Gonzalo de
Córdoba],
diciendo que
diese
cuentas de
lo que había
gastado en
la guerra y
de las
rentas que
habían
entrado en
su poder,
porque,
vistos los
libros de lo
recibido y
gastado,
había gran
diferencia
de lo uno a
lo otro. Él
dijo, severa
y
graciosamente:
“Yo os
mostraré un
cartapacio
mío más
verdadero
que todos
esos libros
públicos, y
veréis que
he gastado
más de lo
que he
recibido; y
yo os juro
que por
pleito lo
tengo de
cobrar”. Y
otro día
sacó un
libro
pequeño con
un título
muy
autorizado,
y, abriendo
la primera
hoja, decía
encima:
“Cuenta del
gasto, y
luego un
partido
decía: Di a
pobres y
monjas y
abades de
buena vida
doscientos
mil y
setecientos
y treinta y
seis
ducados, y
nueve
reales,
porque
rogasen a
Dios que nos
diese
victoria. Y
luego, el
segundo
partido
decía: Di
seiscientos
mil y
cuatrocientos
y noventa y
cuatro
ducados a
las espías
por cuyo
aviso se
ganaron
muchas
victorias, y
el señorío
del Reino, y
díselos
secreto de
mi mano a la
suya”. Mandó
el rey que
no se
hablase más
de ello, y
ratificando
todo lo que
había hecho,
determinó
traerlo
consigo a
España».
Hasta aquí la cita de J. C. G., quien
afirma
haberse
servido de
una
traducción
española de
la obra de
Paulo Jovio
que hizo
posteriormente,
en
1566, Gaspar
de Baeza
(1.ª parte,
folio 68,
edición de
Granada). No
hay más
datos
históricos
que avalen
la veracidad
de lo que
bien podría
ser tan sólo
una anecdótica
falacia. |