a expresión exclamativa «¡Viva la
Pepa!»,
aunque de
origen
popular,
cada vez se
oye menos;
con ella se
expresa
desenfado,
jolgorio,
despreocupación
o alegría.
Este es el
sentido con
que la
emplea ese
profesor
que, para
amonestar a
un alumno
por su
actitud
pasiva antes
las clases,
le dice
«Desde
comienzos de
curso, sólo
has venido a
clase a
jugar al
fútbol,
charlar con
tus amigos y
¡Viva la
Pepa!» y
quien dice,
por ejemplo,
«Está en el
desempleo y
no se
preocupa ni
por asomo de
buscar un
trabajo: se
levanta
tarde, se va
a bar con
sus amigos y
¡Viva la
Pepa!».
Resumiendo
lo anterior,
el DRAE nos
dice que se
trata de una
locución
interjectiva
irónica que
se usa «para
referirse a
toda
institución
de
desbarajuste,
despreocupación
o excesiva
licencia».
Pero esta
significación
actual no
tiene nada
que ver con
la expresión
originaria
ni las
circunstancias
en que hoy
la
utilizamos,
con el hecho
que la
originó.
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"Juramento de los primeros diputados en las Cortes de Cádiz", óleo de J. Casado del Alisal. Congreso de los Diputados, Madrid. |
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La expresión tiene un trasfondo
histórico
que hoy
resulta
curioso por
la
motivación
que le dio
vida, ya que
desde 1814,
y a lo largo
de casi todo
el siglo
XIX, «¡Viva
la Pepa!» se
empleaba, en
un curioso
ejercicio de
metonimia
popular,
para
encubrir el
grito de
«¡Viva la
Constitución
de Cádiz!»,
aclamación
que ponía en
serio
peligro la
vida de
quien lo
jalearla por
el trasfondo
subversivo
que adquirió
en
determinados
momentos.
En marzo de 1808, las tropas
francesas
que habían
entrado en
España, en
aplicación
del Tratado
de
Fontenebleau
(1807),
constituían
ya un
importante
contingente
de hombres.
Para esas
fechas,
Napoleón
había
logrado el
traslado a
Bayona de
toda la
familia real
española,
incluido
Fernando
VII, recién
coronado rey
por la
abdicación
de su padre.
Una vez
allí, el
Emperador,
con
presiones y
engaños,
logra las
llamadas
Abdicaciones
de Bayona,
en virtud de
la cuales
Fernando VII
renunciaba
al trono de
España a
favor de su
padre,
quien, a su
vez, lo
hacía a
favor de
Napoleón, el
cual lo
ponía en
manos de su
hermano José
I, que se
traslada a
Madrid para
hacerse
cargo del
poder.
Como respuesta a la invasión, el 2 de
mayo de 1808
marca la
fecha en que
el país
entero se
puso en pie
de guerra
contra los
franceses,
que
sufrieron un
serio revés
en julio de
ese año en
la batalla
de Bailén,
en la que el
general
Castaños
derrota al
ejército
francés del
general
Dupont. Este
contratiempo
puso sobre
aviso a
Napoleón de
que la
invasión de
España no
iba a serle
tan fácil
como
esperaba y
decide
acudir él
mismo a
nuestra
Península al
frente de un
ejército de
250.000
hombres para
reforzar el
contingente
ya presente
y apoderarse
de las
ciudades que
le estaban
presentando
resistencia,
y así caen
Burgos,
Zaragoza y,
por fin,
Madrid; sólo
la ciudad
andaluza de
Cádiz quedó
libre de la
ocupación.
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"La promulgación de la Constitución de 1812", óleo de Salvador Viniegra. Museo de las Cortes de Cádiz. |
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Ante la ausencia de una autoridad
legal
derivada de
las
Abdicaciones
de Bayona y
la negativa
de la
mayoría de
los
españoles a
aceptar a
José
Bonaparte
como rey, el
pueblo
español en
su conjunto
asumió su
propia
soberanía en
un acto
verdaderamente
inusitado en
nuestra
historia,
pasándose de
la soberanía
monárquica
por derecho
divino a un
nuevo
sistema de
gobierno
fundado en
la
participación
ciudadana.
A tal efecto, se crearon la llamadas
Juntas,
suerte de
instituciones
que
declaraban
actuar en
nombre del
rey ausente,
pero su
legitimidad
radicaba en
el pueblo.
Dependiendo
de su
localización,
se crearon
Juntas
Locales y
Provinciales
en numerosas
ciudades y
pueblos,
compuestas
por las
personas más
relevantes o
pertenecientes
al grupo
social más
influyente
de cada
localidad.
Con el fin de unificar actuaciones,
en
septiembre
de 1808 se
constituye
la Junta
Central con
representantes
de las 18
Juntas
Provinciales
existentes.
Para
coordinar
las
reuniones,
nombra
presidente
al anciano
conde de
Floridablanca
y fija su
primera
residencia
en Aranjuez,
pero su
proximidad a
Madrid hizo
aconsejable
el traslado
de la sede a
Sevilla y,
finalmente,
ante el
avance de
las tropas
francesas,
se establece
en Cádiz.
La Junta Central acabó convirtiéndose
—en ausencia
de un rey
legítimo— en
la verdadera
institución
política que
gobierna el
país hasta
1810,
dirigiendo
la
resistencia
contra los
franceses,
firmando un
tratado de
alianza con
Inglaterra
contra
Napoleón y
acabando por
plantear la
idea de
convocar una
reunión
extraordinaria
de las
Cortes en
Cádiz. A
finales de
enero de
1810, la
Junta
Central se
disuelve y
cede sus
poderes a un
Consejo de
Regencia
compuesto
por cinco
miembros,
una de cuyas
primeras
medidas fue
convocar
Cortes.
Las Cortes estuvieron funcionando
hasta
septiembre
de 1813 y el
número de
diputados
que las
constituían
sobrepasaba
holgadamente
los 200. La
mayoría eran
clérigos,
abogados,
funcionarios,
escritores o
militares,
con escasa
presencia de
nobles y
miembros del
alto clero;
la clase
urbana fue
la verdadera
protagonista
de las
Cortes.
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Retrato de Fernando VII. |
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Estas Cortes aprobaron dos tipos de
medidas
revolucionarias
para la
época. Unas,
de carácter
político,
con la
intención de
suprimir el
absolutismo
real y
establecer
una
Constitución
que asumiera
la división
de poderes.
Y otras, de
carácter
social, cuyo
objetivo era
erradicar la
sociedad
estamental y
los
privilegios
de la
nobleza y el
clero, para
establecer
una sociedad
organizada
sobre los
principios
de
individualismo
ilustrado.
El resultado
de todas
estas
medidas
cristalizó
en la
Constitución
de 1812.
La Constitución de 1812 es la primera
articulación
jurídico-política
de carácter
liberal que
se promulga
en España y
es también
la primera
ley
fundamental
aprobada por
un
Parlamento
nacional en
la historia
de España.
Las Cortes
Constitucionales
la aprobaron
el 19 de
marzo de
1812
(festividad
de San José,
de ahí que
las gentes
la llamasen
cariñosamente
«la Pepa»).
La Constitución de 1812 estaba
estructurada
en diez
títulos y
348
artículos, y
sus
principios
básicos
establecían:
el sistema
político era
la soberanía
nacional, un
Estado
basado en la
monarquía
parlamentaria,
la división
de poderes,
el
reconocimiento
de los
derechos
individuales
(libertad de
imprenta,
derecho a la
propiedad,
inviolabilidad
del
domicilio,
derecho a la
educación,
etc.), la
igualdad de
todos los
ciudadanos
ante la ley,
la
organización
de una
Milicia
Nacional
para
garantizar
el orden
constitucional,
el sufragio
universal
masculino
indirecto en
cuatro
grados
(parroquia,
partido,
provincia y
Cortes), la
declaración
del
catolicismo
como la
religión
oficial del
Estado, la
supresión
del régimen
señorial, el
reconocimiento
de la
libertad de
trabajo y de
contratos,
la anulación
de la
Inquisición,
entre otras
medidas de
naturaleza
política,
económica y
social.
Esta reforma se hizo con la oposición
de los
partidarios
de la
monarquía
absoluta y
el silencio
del pueblo
español,
que,
influido por
el clero
rural, veía
en la
Constitución
sospechosas
coincidencias
con los
principios
revolucionarios
de Francia,
cosa que la
gente llana
no lograba
comprender,
pues, por
una parte,
se le
incitaba a
luchar
contra los
franceses y,
por otra, se
aplicaba en
nuestro país
el propio
modelo de
ellos.
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Grabado que representa la jura de la Constitución de 1812 por Fernando VII en el Palacio Real de Madrid, el 20 de marzo de 1820. |
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Terminada la guerra con Francia y con
Napoleón
desterrado
en la isla
de Elba,
Fernando VII
vuelve a
España en
1814. Nada
más llegar,
sus primeras
medidas
fueron
restaurar el
poder
absoluto del
rey, anular
la
Constitución
acordada en
Cádiz y
disolver las
Cortes. Y
para evitar
actos de
rebeldía,
dictó el
Decreto del
4 de Mayo,
que supuso
un auténtico
golpe de
Estado, ya
que anulaba
todo lo
acordado en
Cádiz,
ordenaba la
detención de
los
diputados
liberales e
hizo una
promesa de
convocatoria
de Cortes,
que,
finalmente,
no llevó a
cabo. El
Antiguo
Régimen
quedaba
restablecido.
Como cabe suponer, en un contexto de
libertades
tan estrecho
no había
lugar para
el «¡Viva la
Pepa!»,
grito que
aglutinaba
las
libertades
logradas con
tantas
dificultades
por los
españoles.
La expresión
quedó
totalmente
prohibida
desde aquel
momento,
como también
se prohibió
terminantemente
hacer
alusiones y
manifestaciones
sobre la
Constitución.
A pesar de
todo, el
«¡Viva la
Pepa!» se
oía por
algunas
calles en
boca de
aquellos
otros
españoles
que estaban
en contra
del régimen
del rey
Fernando, y
lo usaban a
modo de
clave para
referirse a
ella. La
Constitución
de 1812, por
tanto, se
convirtió en
bandera y
símbolo de
los enemigos
del Antiguo
Régimen.
Y aunque la mayor parte del pueblo
español,
fiel a un
monarca que
creían
sincero,
justo y buen
gobernante,
demostró su
entusiasmo
ante a su
régimen y
forma de
actuar, la
minoría
liberal y
reformista,
contraria a
la opresión
del sistema,
se vio
obligada a
exiliarse en
Inglaterra o
se convirtió
en un
movimiento
de oposición
en forma de
sociedades
secretas
(como la
Masonería) o
se levantó
en
pronunciamientos
militares.
Es de
imaginar la
cantidad de
veces de
hubo de
oírse el
grito
revolucionario
de «¡Viva la
Pepa» entre
esta minoría
de
progresistas.
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Expresión de júbilo en Madrid tras haberse proclamado la Constitución de 1812, a raíz del levantamiento militar del teniente coronel Rafael de Riego, en enero de 1820. |
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Uno de éstos, el protagonizado por el
teniente
coronel
Rafael de
Riego en
Cabezas de
San Juan
(Sevilla),
en enero de
1820, con
trapas
destinadas a
combatir las
insurrecciones
de nuestras
colonias
americanas,
consiguió
restablecer
la
Constitución
de 1812
durante el
periodo de
1820-1823.
Pero
Fernando
VII, con la
ayuda de los
monarcas
absolutos de
Europa,
consiguió
recuperar el
poder, y
enseguida
reanuda la
persecución
de los
liberales y
dictamina de
nuevo la
abolición de
la
Constitución.
Ante este
hecho, en la
Corte se
formaron dos
bandos: los
absolutistas,
de marcada
tendencia
conservadora
a ultranza,
que apoyaban
a Carlos
(hermano de
Fernando
VII), de ahí
que se les
llamara
‘carlistas’,
y los
liberales
moderados,
que apoyaban
a la reina
María
Cristina y a
su hija
Isabel.
Cuando Fernando VII murió en 1833, la
Reina María
Cristina
tuvo que
gobernar
como reina
regente en
nombre de su
hija Isabel,
que había
sido
proclamada
sucesora al
trono tras
la
derogación
de la Ley
Sálica por
su padre
(1830),
pero, al
levantarse
en armas
Carlos en
defensa de
sus derechos
al trono, la
reina
regente
entregó el
poder a los
liberales,
que
empezaron a
aplicar un
liberalismo
moderado. Y
así
comienza,
entre luces
y sombras,
el camino
del
liberalismo
político
español.
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