N.º 64

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2009

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¡VIVA LA PEPA!

   

Por  José Antonio Molero

   

   

L

a expresión exclamativa «¡Viva la Pepa!», aunque de origen popular, cada vez se oye menos; con ella se expresa desenfado, jolgorio, despreocupación o alegría. Este es el sentido con que la emplea ese profesor que, para amonestar a un alumno por su actitud pasiva antes las clases, le dice «Desde comienzos de curso, sólo has venido a clase a jugar al fútbol, charlar con tus amigos y ¡Viva la Pepa!» y quien dice, por ejemplo, «Está en el desempleo y no se preocupa ni por asomo de buscar un trabajo: se levanta tarde, se va a bar con sus amigos y ¡Viva la Pepa!». Resumiendo lo anterior, el DRAE nos dice que se trata de una locución interjectiva irónica que se usa «para referirse a toda institución de desbarajuste, despreocupación o excesiva licencia». Pero esta significación actual no tiene nada que ver con la expresión originaria ni las circunstancias en que hoy la utilizamos, con el hecho que la originó.

   
     

  

"Juramento de los primeros diputados en las Cortes de Cádiz", óleo de J. Casado del Alisal. Congreso de los Diputados, Madrid.

   

La expresión tiene un trasfondo histórico que hoy resulta curioso por la motivación que le dio vida, ya que desde 1814, y a lo largo de casi todo el siglo XIX, «¡Viva la Pepa!» se empleaba, en un curioso ejercicio de metonimia popular, para encubrir el grito de «¡Viva la Constitución de Cádiz!», aclamación que ponía en serio peligro la vida de quien lo jalearla por el trasfondo subversivo que adquirió en determinados momentos.

En marzo de 1808, las tropas francesas que habían entrado en España, en aplicación del Tratado de Fontenebleau (1807), constituían ya un importante contingente de hombres. Para esas fechas, Napoleón había logrado el traslado a Bayona de toda la familia real española, incluido Fernando VII, recién coronado rey por la abdicación de su padre. Una vez allí, el Emperador, con presiones y engaños, logra las llamadas Abdicaciones de Bayona, en virtud de la cuales Fernando VII renunciaba al trono de España a favor de su padre, quien, a su vez, lo hacía a favor de Napoleón, el cual lo ponía en manos de su hermano José I, que se traslada a Madrid para hacerse cargo del poder.

Como respuesta a la invasión, el 2 de mayo de 1808 marca la fecha en que el país entero se puso en pie de guerra contra los franceses, que sufrieron un serio revés en julio de ese año en la batalla de Bailén, en la que el general Castaños derrota al ejército francés del general Dupont. Este contratiempo puso sobre aviso a Napoleón de que la invasión de España no iba a serle tan fácil como esperaba y decide acudir él mismo a nuestra Península al frente de un ejército de 250.000 hombres para reforzar el contingente ya presente y apoderarse de las ciudades que le estaban presentando resistencia, y así caen Burgos, Zaragoza y, por fin, Madrid; sólo la ciudad andaluza de Cádiz quedó libre de la ocupación.

    

     

"La promulgación de la Constitución de 1812", óleo de Salvador Viniegra. Museo de las Cortes de Cádiz.

 
   

Ante la ausencia de una autoridad legal derivada de las Abdicaciones de Bayona y la negativa de la mayoría de los españoles a aceptar a José Bonaparte como rey, el pueblo español en su conjunto asumió su propia soberanía en un acto verdaderamente inusitado en nuestra historia, pasándose de la soberanía monárquica por derecho divino a un nuevo sistema de gobierno fundado en la participación ciudadana.

A tal efecto, se crearon la llamadas Juntas, suerte de instituciones que declaraban actuar en nombre del rey ausente, pero su legitimidad radicaba en el pueblo. Dependiendo de su localización, se crearon Juntas Locales y Provinciales en numerosas ciudades y pueblos, compuestas por las personas más relevantes o pertenecientes al grupo social más influyente de cada localidad.

Con el fin de unificar actuaciones, en septiembre de 1808 se constituye la Junta Central con representantes de las 18 Juntas Provinciales existentes. Para coordinar las reuniones, nombra presidente al anciano conde de Floridablanca y fija su primera residencia en Aranjuez, pero su proximidad a Madrid hizo aconsejable el traslado de la sede a Sevilla y, finalmente, ante el avance de las tropas francesas, se establece en Cádiz.

La Junta Central acabó convirtiéndose —en ausencia de un rey legítimo— en la verdadera institución política que gobierna el país hasta 1810, dirigiendo la resistencia contra los franceses, firmando un tratado de alianza con Inglaterra contra Napoleón y acabando por plantear la idea de convocar una reunión extraordinaria de las Cortes en Cádiz. A finales de enero de 1810, la Junta Central se disuelve y cede sus poderes a un Consejo de Regencia compuesto por cinco miembros, una de cuyas primeras medidas fue convocar Cortes.

Las Cortes estuvieron funcionando hasta septiembre de 1813 y el número de diputados que las constituían sobrepasaba holgadamente los 200. La mayoría eran clérigos, abogados, funcionarios, escritores o militares, con escasa presencia de nobles y miembros del alto clero; la clase urbana fue la verdadera protagonista de las Cortes.

   
     

  

Retrato de Fernando VII.

   

Estas Cortes aprobaron dos tipos de medidas revolucionarias para la época. Unas, de carácter político, con la intención de suprimir el absolutismo real y establecer una Constitución que asumiera la división de poderes. Y otras, de carácter social, cuyo objetivo era erradicar la sociedad estamental y los privilegios de la nobleza y el clero, para establecer una sociedad organizada sobre los principios de individualismo ilustrado. El resultado de todas estas medidas cristalizó en la Constitución de 1812.

La Constitución de 1812 es la primera articulación jurídico-política de carácter liberal que se promulga en España y es también la primera ley fundamental aprobada por un Parlamento nacional en la historia de España. Las Cortes Constitucionales la aprobaron el 19 de marzo de 1812 (festividad de San José, de ahí que las gentes la llamasen cariñosamente «la Pepa»).

La Constitución de 1812 estaba estructurada en diez títulos y 348 artículos, y sus principios básicos establecían: el sistema político era la soberanía nacional, un Estado basado en la monarquía parlamentaria, la división de poderes, el reconocimiento de los derechos individuales (libertad de imprenta, derecho a la propiedad, inviolabilidad del domicilio, derecho a la educación, etc.), la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la organización de una Milicia Nacional para garantizar el orden constitucional, el sufragio universal masculino indirecto en cuatro grados (parroquia, partido, provincia y Cortes), la declaración del catolicismo como la religión oficial del Estado, la supresión del régimen señorial, el reconocimiento de la libertad de trabajo y de contratos, la anulación de la Inquisición, entre otras medidas de naturaleza política, económica y social.

Esta reforma se hizo con la oposición de los partidarios de la monarquía absoluta y el silencio del pueblo español, que, influido por el clero rural, veía en la Constitución sospechosas coincidencias con los principios revolucionarios de Francia, cosa que la gente llana no lograba comprender, pues, por una parte, se le incitaba a luchar contra los franceses y, por otra, se aplicaba en nuestro país el propio modelo de ellos.

    

     

Grabado que representa la jura de la Constitución de 1812 por Fernando VII en el Palacio Real de Madrid, el 20 de marzo de 1820.

 
   

Terminada la guerra con Francia y con Napoleón desterrado en la isla de Elba, Fernando VII vuelve a España en 1814. Nada más llegar, sus primeras medidas fueron restaurar el poder absoluto del rey, anular la Constitución acordada en Cádiz y disolver las Cortes. Y para evitar actos de rebeldía, dictó el Decreto del 4 de Mayo, que supuso un auténtico golpe de Estado, ya que anulaba todo lo acordado en Cádiz, ordenaba la detención de los diputados liberales e hizo una promesa de convocatoria de Cortes, que, finalmente, no llevó a cabo. El Antiguo Régimen quedaba restablecido.

Como cabe suponer, en un contexto de libertades tan estrecho no había lugar para el «¡Viva la Pepa!», grito que aglutinaba las libertades logradas con tantas dificultades por los españoles. La expresión quedó totalmente prohibida desde aquel momento, como también se prohibió terminantemente hacer alusiones y manifestaciones sobre la Constitución. A pesar de todo, el «¡Viva la Pepa!» se oía por algunas calles en boca de aquellos otros españoles que estaban en contra del régimen del rey Fernando, y lo usaban a modo de clave para referirse a ella. La Constitución de 1812, por tanto, se convirtió en bandera y símbolo de los enemigos del Antiguo Régimen.

Y aunque la mayor parte del pueblo español, fiel a un monarca que creían sincero, justo y buen gobernante, demostró su entusiasmo ante a su régimen y forma de actuar, la minoría liberal y reformista, contraria a la opresión del sistema, se vio obligada a exiliarse en Inglaterra o se convirtió en un movimiento de oposición en forma de sociedades secretas (como la Masonería) o se levantó en pronunciamientos militares. Es de imaginar la cantidad de veces de hubo de oírse el grito revolucionario de «¡Viva la Pepa» entre esta minoría de progresistas.

   
     

  

Expresión de júbilo en Madrid tras haberse proclamado la Constitución de 1812, a raíz del levantamiento militar del teniente coronel Rafael de Riego, en enero de 1820.

   

Uno de éstos, el protagonizado por el teniente coronel Rafael de Riego en Cabezas de San Juan (Sevilla), en enero de 1820, con trapas destinadas a combatir las insurrecciones de nuestras colonias americanas, consiguió restablecer la Constitución de 1812 durante el periodo de 1820-1823. Pero Fernando VII, con la ayuda de los monarcas absolutos de Europa, consiguió recuperar el poder, y enseguida reanuda la persecución de los liberales y dictamina de nuevo la abolición de la Constitución. Ante este hecho, en la Corte se formaron dos bandos: los absolutistas, de marcada tendencia conservadora a ultranza, que apoyaban a Carlos (hermano de Fernando VII), de ahí que se les llamara ‘carlistas’, y los liberales moderados, que apoyaban a la reina María Cristina y a su hija Isabel.

Cuando Fernando VII murió en 1833, la Reina María Cristina tuvo que gobernar como reina regente en nombre de su hija Isabel, que había sido proclamada sucesora al trono tras la derogación de la Ley Sálica por su padre (1830), pero, al levantarse en armas Carlos en defensa de sus derechos al trono, la reina regente entregó el poder a los liberales, que empezaron a aplicar un liberalismo moderado. Y así comienza, entre luces y sombras, el camino del liberalismo político español.

   

   

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1946). Maestro en Enseñanza Primaria y Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga. Es profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas en la Facultad de Ciencias de la Educación de esta universidad. Dirige, desde su primer número, GIBRALFARO, revista digital de publicación bimestral editada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año VIII. II Época. Número 65. Noviembre-Diciembre 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 José Antonio Molero Benavides. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

   

   

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