l
significado
de esta
frase es
conocido de
todos y se
utiliza
bastante en
la lengua
coloquial.
Lo que quizá
puede
resultar
desconocido
para muchos
de quienes
la emplean
es su
origen, es
decir, el
hecho
histórico
que motivó
su empleo
por vez
primera y
justifica
ahora su uso
cotidiano.
En cuanto a
la palabra
primo,
el
Diccionario
de la Lengua
Española de
la RAE
admite, como
uno de sus
significados,
el de
«persona
incauta que
se deja
engañar o
explotar
fácilmente».
Más
adelante, y
en la misma
entrada,
interpreta
las
diferentes
frases en
que aparece
el término,
y así
tenemos los
significados
«dejarse
engañar
fácilmente»
para caer
de primo
y «engañar
fácilmente»
para
coger de
primo,
las dos, al
igual que la
que nos
ocupa, de
uso
coloquial.
Las obras
consultadas
coinciden en
afirmar que
el empleo de
estas
expresiones
con tales
significados
se halla en
el uso
protocolario
de la
palabra
«primo» por
parte de la
Casa Real
española
durante el
siglo XVIII,
que
utilizaba el
término como
fórmula de
tratamiento
entre los
grandes de
España,
tanto en
cartas
privadas
como en
documentos
oficiales.
Coincidiendo
con la
explicación
más
generalizada,
podemos
ubicar
cronológicamente
su origen a
comienzos de
siglo XIX,
en los
albores de
la Guerra de
la
Independencia,
concretamente
en las
cartas que
dirigió el
mariscal
francés
Joachim
Murat al
infante don
Antonio
Pascual de
Borbón
(1755-1817)
y al Consejo
de Regencia
que presidía
el
anteriormente
mencionado,
cartas que
encabezaba
con las
tradicionales
fórmulas de
tratamiento
cortesano,
como veremos
luego, a la
hora de
exponer el
marco
histórico en
que se
formularon.
Este uso no
plantearía
problema
alguno si no
fuese por el
matiz
peyorativo
con que lo
empleamos
actualmente
en nuestras
conversaciones
informales,
cuyo sentido
acabamos de
exponer más
arriba.
Hasta aquí
la
explicación
del fenómeno
lingüístico.
Pero ¿qué
contexto
sociopolítico
concreto
pergeñó el
dicho? ¿Qué
hechos
fueron
testigos
históricos
del
nacimiento
de una
expresión
así? Hagamos
un poco de
memoria
histórica.
Obsesionado
por la idea
de la
unificación
de Europa
bajo el
predominio
de Francia,
Napoleón
Bonaparte
(1769-1821)
emprende, a
partir de
1804, la
conquista
del
continente
por la
fuerza de
las armas. A
pesar de
algunos
descalabros
iniciales
con la
armada
inglesa,
sucesivas
victorias
sobre
austriacos,
prusianos y
rusos
desmembraron
el Imperio
Romano-Germánico
y sembraron
Europa de
estados
satélites de
Francia,
culminando
el proceso
dominador
con el
Tratado de
Tilsit
(julio de
1807), que
pone en sus
manos el
dominio de
Europa. Su
alianza con
España le
garantizaba
el frente
sur, de
manera que
sólo
Inglaterra
(y Portugal,
su aliado)
constituía
un serio
obstáculo a
sus
propósitos
hegemónicos.
En medio de
las
difíciles
circunstancias
por que
atraviesa
Europa, la
Corte de
Carlos IV de
España
(1748-1819)
era un
semillero de
intrigas y
ofrecía un
espectáculo
bochornoso y
denigrante.
El
exorbitante
poder de
Manuel Godoy
(1767-1851),
valido de
rey, le
había
acarreado la
enemistad de
numerosos
nobles y la
animadversión
de don
Fernando
(1784-1833),
príncipe de
Asturias y
heredero del
trono, que
agrupaba a
su alrededor
a todos los
descontentos
con la
privanza del
favorito.
Ansiosos de
hacerse con
el poder,
tanto Godoy
como los
fernandistas
competían en
halagos a
Napoleón,
cuyas
simpatías y
protección
se
disputaban
vergonzosamente.
Así, Godoy,
para
complacer a
Napoleón,
hizo que
España se
adhiriera
oficialmente
al bloqueo
continental
contra
Inglaterra
y, por su
parte, el
príncipe don
Fernando,
viudo ya de
María
Antonia de
Nápoles,
solicitó del
Emperador la
mano de una
princesa de
su familia.
Napoleón
aprovechó la
necedad de
ambas partes
para hacer a
España
víctima de
sus planes
imperialistas
y
convertirla
en poderoso
auxiliar en
su lucha
contra
Inglaterra.
Conocedor de
la vanidad y
la ambición
del
favorito,
Napoleón,
con el
pretexto de
obligar a
Portugal a
adherirse al
bloqueo
continental
contra
Inglaterra,
consigue de
Godoy el
Tratado de
Fontainebleau
(octubre de
1807) por el
que se
pacta, en
caso de
negativa, la
invasión y
reparto del
país. Pero
el tratado
no era más
que una
estratagema
contra el
favorito.
Por una
cláusula
secreta se
acordaba que
un ejército
francés
entraría en
España para
invadir
Portugal, al
que se
uniría otro
español,
pero el
mando
correspondería
a un general
francés.
Antes de
ratificar el
tratado, las
tropas
francesas,
mandadas por
el general
Andoche
Junot,
entran en
España,
siendo bien
recibidas
por los dos
partidos de
la Corte: el
de Godoy,
que veía en
ello el fiel
cumplimiento
del Tratado
de
Fontainebleau,
y el
fernandino,
que
consideraba
próxima la
caída de
Godoy y el
reinado de
Fernando.
La negativa
de Portugal
a su
adhesión al
bloqueo hace
que el
ejército
francoespañol
se apodere
fácilmente
de Portugal,
cuya familia
real se
refugia en
Brasil.
Entonces,
Napoleón
decide
llevar a
cabo su plan
de
apoderarse
de España. A
este fin, en
enero de
1808, nuevas
tropas
francesas
penetran en
España y van
haciéndose
alevosamente
con el mando
de las
fortalezas
fronterizas
más
estratégicas
(San
Sebastián,
Pamplona,
Barcelona y
Montjuich).
El mariscal
Jacques
Murat,
cuñado de
Napoleón,
fue nombrado
comandante
jefe de
todas las
fuerzas de
ocupación.
Mientras la
Corte no se
explicaba
aún con qué
fin entraban
en España
tantos
soldados
franceses,
el partido
fernandista
seguía
creyendo
ingenuamente
que estas
tropas
estaban
destinadas a
derribar a
Godoy, pero
el
inesperado
regreso a
Madrid del
embajador
español en
París alertó
al Gobierno
español de
las
verdaderas
intenciones
de Napoleón.
Como el
ejército de
Murat se
acercaba a
Madrid, la
Corte, que
residía en
Aranjuez,
decide
trasladarse
a Sevilla y,
en caso
necesario,
embarcar
para
América.
Pero los
preparativos
de viaje
causaron
alarma en el
pueblo,
hasta el
punto de
que, para
calmarlo,
fue
necesario
fijar una
proclama de
Carlos IV
negando el
proyectado
viaje.
Pero el
pueblo
español,
siempre
patriota y
atento a
tantos
eventos
inhabituales,
sospecha que
Godoy está
traicionando
a España, se
subleva
contra el
favorito y
asalta su
residencia
de Aranjuez
(17 de marzo
de 1808).
Godoy es
ultrajado y
herido, y
logra salvar
la vida
gracias a la
intervención
de unos
Guardias de
Corps, que
le
escondieron
en un rollo
de
alfombras.
Tomando el
motín como
un incidente
contra su
persona,
Carlos IV
abdica en su
hijo
Fernando.
Al día
siguiente de
haber
llegado a
Madrid las
tropas de
Murat,
entraba en
la capital
Fernando VII
(24 de
marzo),
siendo
recibido con
gran
entusiasmo.
Pero Murat
consigue de
Carlos IV
una
retractación
privada de
su
abdicación,
al tiempo
que anuncia
la próxima
llegada de
Napoleón,
aconsejando
a Fernando
VII la
conveniencia
de que
saliera a
recibirle a
Burgos,
proyecto que
acepta,
temeroso de
que se
adelantase
Carlos IV.
El rey
Fernando
deja el
gobierno a
un Consejo
de Regencia
presidido
por su tío,
el infante
don Antonio,
y sale al
encuentro de
Napoleón,
pero no lo
encuentra en
Burgos ni en
Vitoria, y a
pesar de la
actitud
hostil del
pueblo y de
la oposición
de algunos
cortesanos,
estimulado
por una
carta del
Emperador,
decide
continuar el
viaje hasta
Bayona,
donde se
encontraba
Napoleón. A
los pocos
días
llegaron
también
Carlos IV y
Godoy.
Después de
vergonzosas
escenas
entre el
padre y el
hijo, que
pusieron al
descubierto
sus
resentimientos
y su
debilidad en
presencia de
Napoleón,
éste
consigue que
Fernando
renuncie a
la Corona y
que el padre
la abdique a
su favor, a
cambio del
palacio de
Compiègne y
del castillo
de Chambord,
como
residencias,
y unos
cuantos
millones
anuales. A
Fernando se
le concedían
también
varias
posesiones y
una renta.
Tal fue la
vergonzosa
claudicación
de Bayona,
que es
recordada
como una de
las páginas
más
bochornosas,
lamentables
y tristes de
nuestra
historia.
Carlos IV,
su esposa y
Godoy
salieron
para
Fontainebleau,
y Fernando,
para
Valençay,
donde habría
de
permanecer,
vigilado,
durante seis
años.
El pueblo no
se dejó
engañar tan
fácilmente
como sus
soberanos.
Cuando llegó
a Madrid la
noticia de
que Fernando
no era
reconocido
como rey por
Napoleón,
estalla el
descontento
popular
contra los
franceses y
el Consejo
de Regencia
se resiste a
obedecer a
Murat. Por
esos días,
Carlos IV
ordena al
presidente
del Consejo
que hiciera
salir para
Francia al
infante
Francisco de
Paula, niño
de trece
años, y a
otros
miembros de
su familia.
Murat
dispuso la
marcha para
el día 2 de
mayo.
El pueblo
madrileño
había
empezado a
congregarse
desde muy
temprano
ante el
Palacio Real
para
presenciar
la salida.
El ánimo
popular fue
excitándose
por momentos
cuando corre
la noticia
de que el
infante
estaba
llorando
porque no
quería irse,
y se dispuso
a impedir el
viaje por la
fuerza:
cortó los
correajes de
los coches y
empezó a
proferir
insultos
contra la
escolta
francesa.
Para sofocar
la rebeldía,
y temiendo
una
insurrección
generalizada,
Murat envía
un batallón
francés,
que, sin
previo
aviso,
comienza a
disparar
contra la
multitud
indefensa.
Los
madrileños,
indignados,
se disponen
a vengar la
afrenta y se
alzan contra
los
franceses.
La Puerta
del Sol y
calles
adyacentes
fueron
testigos de
la enconada
lucha de una
muchedumbre
irritada
contra los
escuadrones
de mamelucos
y polacos,
lucha
inmortalizada
por Goya en
su célebre
cuadro “El
dos de
mayo”.
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Manuel Godoy Álvarez de Faria (1767-1851), al amparo de María Luisa de Parma, esposa del rey Carlos IV, logró encumbrarse a los más elevados puestos de España. Como primer ministro del Reino, uno de sus múltiples errores fue su criminal pasividad ante la introducción de tropas francesas en España para complacer al Napoleón. |
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Ese mismo
día, Murat,
como
comandante
de las
fuerzas de
ocupación,
envía una
carta al
infante don
Antonio y al
Consejo de
Regencia
para darles
cuenta de
los
incidentes
ocurridos
instándolos
al
apaciguamiento
de los
sublevados,
en la cual
emplea la
fórmula
protocolaria
de la Corte
española de
«Señor
Primo,
Señores
miembros del
Consejo de
Regencia»,
encabezamiento
que hacía
seguir, en
un tono
amenazador
que no se
prestaba a
interpretaciones,
«Anunciad
que todo
pueblo en
que un
francés haya
sido
asesinado
será quemado
inmediatamente
[...]. Que
los que se
encuentren
mañana con
armas,
cualesquiera
que sean, y
sobre todo
con puñales,
serán
considerados
como
enemigos de
los
españoles y
de los
franceses, y
que
inmediatamente
serán
pasados por
las
armas...».
La carta
concluía
como sigue:
«Mi Primo,
Señores del
Consejo,
pido a Dios
que os tenga
en santa y
digna
gloria».
En efecto,
el mariscal
francés
había
querido
atenerse,
más por
seguir una
tradición
que por
respeto a
las
instituciones
a que se
dirigía, a
las fórmulas
protocolarias
de la Corte
española,
pero el
pueblo
llano,
siempre más
perspicaz,
siempre más
inteligente
que sus
gobernantes,
no quiso
«hacer el
primo» en
ningún
momento
cayendo en
el engaño y
los falaces
manejos de
Napoleón, y
tomó el
tratamiento
como una
burla del
francés a
los incautos
miembros del
Consejo de
Regencia y
al ingenuo y
crédulo
infante que
la presidía,
cuya actitud
vergonzosamente
sumisa ante
un
extranjero
ponía de
manifiesto
la carencia
de cualquier
forma de
poder
decisorio y
efectivo en
materia de
gobierno.
El
levantamiento
popular
sería pronto
sofocado y
seguido de
cruel
represión
(fusilamientos
del 3 de
mayo), pero
el 2 de mayo
de 1808
marcó el
principio
del
levantamiento
nacional
contra la
agresión
napoleónica
y el
principio de
la Guerra de
la
Independencia,
legítima y
gloriosa
resistencia
de todo un
pueblo
contra la
invasión
extranjera.
El uso de
este
tratamiento
en las
circunstancias
en que se
dieron cayó
en
conocimiento
de la gente,
que, con el
paso del
tiempo,
cargada de
ese gracejo
y salero tan
típicos del
madrileño
castizo,
incorporó la
expresión
«hacer el
primo» al
acerbo
popular con
el sentido
que hemos
argumentado.
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