N.º 50

JULIO-AGOSTO 2007

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LA JUSTICIA DEL REY FERNANDO

Por José Antonio Molero  

  

  

MUERTO ENRIQUE I DE Castilla en 1217 cuando aún era un niño, fue reconocida reina su hermana Berenguela, quien abdicó en favor de su hijo Fernando. No fueron fáciles los primeros años de este reinado, pues Fernando III hubo de hacer frente a las ambiciones de su propio padre, Alfonso IX de León, que, apoyado por los condes de Lara y otros nobles, pretendió arrebatarle el trono. Las pretensiones del rey leonés no tuvieron éxito, pues Fernando III supo atraer a su favor a la mayor parte de la nobleza y a muchos caballeros, a quienes luego hubo de compensar con títulos y privilegios.

El suceso que a continuación refiero carece de fundamento real; por muchos detalles que de él nos han llegado hasta nuestros días dándole un cierto aspecto de verosimilitud, no existe, sin embargo, documento ni escrito alguno que avale su autenticidad y dé fe de su certeza histórica. Por consiguiente, hemos de considerarlo como un exponente más de nuestro variopinto acervo legendario.

Se dice que uno de esos caballeros era Fernando Gonzalo, alcaide de la ciudad de Toledo, a quien el rey había confirmado en su puesto, en reconocimiento a su determinación de haber tomado partido por su legitimidad real.

Fernando Gonzalo era un ser arrogante, impetuoso, corrupto y lascivo que no dudaba en anteponer la satisfacción de sus malsanos deseos al bienestar de los súbditos que le habían sido confiados, a los que oprimía a su antojo e imponía pesados impuestos, que, en el caso de no ser satisfechos, abocaban al insolvente a saldar sus deudas bajo la furia del látigo o con la muerte pública a manos del verdugo.

Presa de un instinto lujurioso indomable, el alcaide había llegado a tal extremo de depravación que eran numerosas las mujeres, desposadas y solteras, de alta y de humilde cuna, que no sólo habían sido víctimas de sus malas artes embaucadoras, sino incluso violadas, por las que perdía todo interés una vez las había desflorado. Se decía incluso que varias de estas doncellas habían puesto fin a su vida para cubrir la pérdida de su honra.

Lógicamente, tales maneras proceder habían suscitado en su contra el odio y la animadversión de todos los toledanos, pero ninguno se atrevía a presentar su protesta ante tamaños desmanes por temor al castigo. La impunidad de su tiranía era absoluta.

Había, sin embargo, una mujer que mantenía viva la llama de su amor por el alcaide, aun después de haberse visto sexualmente utilizada y engañada por sus falsas promesas. Se trataba de una joven y bella dama de alto linaje, cuyo familia había ofrecido alojamiento en su casa a Fernando Gonzalo cuando éste resultó herido en un enfrentamiento contra los rivales del rey Fernando. Durante este tiempo, había logrado seducir a la incauta moza, a quien, con el único fin de satisfacer plenamente su insaciable instinto carnal, llegó a comprometerse en matrimonio, promesa que, una vez logrado su propósito, olvidó por completo.

Pasó un tiempo y los actos de libertinaje del alcaide se sucedían sin tregua, a pesar de lo cual, la confiada joven continuó manteniendo fielmente su compromiso nupcial con el supuesto amado, en la esperanza de que éste rectificara su actitud algún día y cumpliese la palabra que había comprometido.

En cierta ocasión, Fernando III decide llevar a efecto una visita a la ciudad de Toledo. Cuando el alcaide tuvo noticia de la inminente llegada del rey, organizó un fastuoso recibimiento. Situó un tablado en medio de la plaza de Zocodover, en la que se alzaba, ricamente adornado, el trono donde el rey habría de recibir en audiencia a los toledanos, para escuchar cualquier solicitud por parte de éstos.

El día de la audiencia real, el miedo se respiraba en el ambiente, porque, a pesar de que eran muchos los toledanos descontentos con la déspota forma de gobernar del alcaide, ninguno se atrevía a denunciar nada por temor a posibles represalias.

El alcaide se regocijaba ante la idea de que todo estuviese saliendo según sus planes. El soberano había quedado gratamente sorprendido con el recibimiento y no había recibido ninguna queja de parte de sus súbditos toledanos, por lo que, a medida que se acercaba el final de la audiencia, parecía menos probable que ocurriese algo que pudiese perturbar la tranquilidad de aquel tirano.

Pero en el instante preciso en que el rey se disponía a levantarse del trono, una dama, de figura estilizada y rostro cubierto de oscuros velos, irrumpió en el tablado con paso firme solicitando ser oída por el soberano. Cuando hubo recibido la venia de parte del rey, la joven descubrió su rostro y clamó justicia.

 

 

     

 

Fernando III el Santo (1199 - 1252)

Fernando Gonzalo, estupefacto por la sorpresa, comenzó a temblar al reconocer en aquella esbelta doncella la muchacha que unos años antes había seducido con engaños. La joven dijo:

—Majestad, hace un tiempo mi padre ofreció alojamiento en su casa a uno de vuestros caballeros cuando éste había resultado herido en un combate. Fue curado y cuidado por nuestra familia como si de un familiar se tratara. Curado ya de sus heridas, aún permaneció varios días en nuestro hogar, durante los cuales supo ganarse mi cariño y respeto contándome tales hazañas suyas en el campo de batalla, que quedé prendada de su gallardía. Este caballero, en prueba de gratitud por nuestra acogida y, dando muestras de un desmedido amor por mí, solicitó a mi padre su aquiescencia para desposarme en solemne matrimonio. Mi padre procedió como convenía y se fijó la fecha de los esponsales, y yo, creyendo en la sinceridad de su palabra, incluso le entregué mi honor, pero pasado el plazo fijado, hizo dejadez de su promesa. Sintiendo mancillado su apellido, mi padre murió de pena y yo en vano le supliqué el cumplimiento de su palabra.

Una vez que la joven explicó el motivo que la había conducido ante su presencia, el soberano se levanta del trono y se dirige hacia la joven.

—Decid pronto el nombre de tan innoble caballero —exigió el soberano, cuyos ojos refulgían de indignación—, pues el incumplimiento de una promesa de matrimonio a tan gentil doncella y la ingratitud a una familia de tal generosidad como la vuestra es tenido por nos como un agravio que no debemos tolerar a ninguno de nuestros caballeros.

Con nervios de acero y voz firme, la muchacha exclamó:

—Majestad, el caballero de quien os he revelado tal villanía es vuestro alcaide Fernando Gonzalo.

Al escuchar la acusación y comprobar la veracidad del hecho en el rostro del alcaide, que se había tornado lívido, dijo el rey con voz grave:

—Mal habéis procedido con esta dama y su familia, y es cosa que os recrimino severamente; habréis, pues, de cumplir vuestra palabra dada y desposarla para exonerar su apellido del ultraje y el vuestro de la ignominia. Ésta es mi orden.

De improviso, entre la multitud allí reunida, se alzó la sutil voz femenina de una jovencísima muchacha, la cual, entre lloros y palabras entrecortadas, logró decir:

—¡Majestad, majestad! ¡Eso no es posible!

Extrañado por aquella interrupción, el rey preguntó:

—¿Pues qué razón impide el cumplimiento de esta promesa de matrimonio?

La adolescente, presa de los nervios y el rencor, gritó:

Majestad, cuando iba una mañana camino del mercado, vuestro alcaide me pidió cortésmente que le llevara a su casa un cesto con frutas frescas, y yo accedí, gustosa de servir a persona tan ilustre, pero cuando llegué a su casa me forzó a entrar en su habitación donde...

No pudo acabar la muchacha, que cayó desmayada al suelo como si de un trapo se tratara, y una ensordecedora conmoción de cólera estalló entre todos los toledanos allí congregados.

Al oír tan macabra confesión, Fernando III se levanta del trono y, con voz firme y autoritaria, dice al alcaide:

—¡Fernando Gonzalo, la vileza cometida por vos en tal gentil dama es grave falta, mas tenía reparación, pero la barbarie que habéis cometido en esta niña es un ultraje muy grave que no admite nuestro perdón!

Fernando Gonzalo palideció consciente del castigo que le deparaba su mal comportamiento. Se arrodilló ante el rey y le pidió clemencia, pero el rey hizo caso omiso a su súplica.

Fernando III ordenó al verdugo que lo decapitase en una plaza pública en presencia de todos los toledanos y, entre el clamor y los gritos de júbilo, mandó que su cabeza fuese colgada a la entrada de la ciudad para satisfacción de la opresión y deshonra que habían sufrido sus habitantes.

En recuerdo del acto de justicia del Fernando III ante los desmanes de un mandatario, se colocó en la Puerta del Sol de Toledo, entre el arco y las primeras ojivas, un grupo escultórico que representa a dos mujeres sosteniendo una bandeja en la que reposa una cabeza humana.

    

  

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga) ha cursado los estudios de Magisterio y Filología Románica en la Universidad de Málaga, en donde ejerce en la actualidad como profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección de GIBRALFARO, revista digital de publicación bimestral patrocinada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

  

  

  

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Año VI. Número 50. Julio-Agosto 2007. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides.  Copyright © 2007 José Antonio Molero Benavides (compilación y nueva redacción). © 2002-2007 EdiJambia & Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.