MUERTO ENRIQUE I DE Castilla en 1217 cuando aún era un niño, fue
reconocida reina su hermana Berenguela, quien abdicó en favor de
su hijo Fernando. No fueron fáciles
los primeros años de este reinado,
pues Fernando III hubo de hacer
frente a las ambiciones de su propio
padre, Alfonso IX de León, que,
apoyado por los condes de Lara y
otros nobles, pretendió arrebatarle
el trono.
Las pretensiones del rey leonés no tuvieron éxito, pues Fernando III
supo atraer a
su favor a la mayor parte de la
nobleza y a muchos caballeros, a
quienes luego hubo de compensar con
títulos y privilegios.
El suceso que a continuación refiero
carece de fundamento real; por
muchos detalles que de él nos han
llegado hasta nuestros días dándole
un cierto aspecto de verosimilitud,
no existe, sin embargo, documento ni
escrito alguno que avale su
autenticidad y dé fe de su certeza
histórica. Por consiguiente, hemos
de considerarlo como un exponente
más de nuestro variopinto acervo
legendario.
Se dice que uno de esos caballeros
era Fernando Gonzalo, alcaide de la
ciudad de Toledo, a quien el rey había confirmado en su puesto, en
reconocimiento a su determinación de haber tomado
partido por su legitimidad real.
Fernando Gonzalo era un ser
arrogante, impetuoso, corrupto y
lascivo que no dudaba en anteponer
la satisfacción de sus malsanos
deseos al bienestar de los súbditos
que le habían sido confiados, a los
que oprimía a su antojo e imponía
pesados impuestos, que, en el caso
de no ser satisfechos, abocaban al
insolvente a saldar sus deudas bajo la furia del látigo o con la muerte
pública a manos del verdugo.
Presa de un instinto lujurioso
indomable, el alcaide había llegado
a tal extremo de depravación que
eran numerosas las mujeres,
desposadas y solteras, de alta y de
humilde cuna, que no sólo habían
sido víctimas de sus malas artes
embaucadoras, sino incluso violadas,
por las que perdía todo interés una
vez las había desflorado. Se
decía incluso que varias de estas
doncellas habían puesto fin a su
vida para cubrir la pérdida de su
honra.
Lógicamente, tales maneras proceder habían suscitado en su contra el odio
y la animadversión de todos los
toledanos, pero ninguno se atrevía a
presentar su protesta ante tamaños
desmanes por temor al castigo. La
impunidad de su tiranía era
absoluta.
Había, sin embargo, una mujer que
mantenía viva la llama de su amor
por el alcaide, aun después de
haberse visto sexualmente utilizada
y engañada por sus falsas promesas. Se
trataba de una joven y bella dama de
alto linaje,
cuyo familia había ofrecido
alojamiento en su casa a Fernando
Gonzalo cuando éste resultó herido
en un enfrentamiento contra los
rivales del rey Fernando. Durante
este tiempo, había logrado seducir a
la incauta moza, a quien, con el
único fin de
satisfacer plenamente su insaciable
instinto carnal, llegó a comprometerse
en matrimonio,
promesa que, una vez logrado su
propósito, olvidó por completo.
Pasó un tiempo y los actos de
libertinaje del alcaide se sucedían
sin tregua, a pesar de lo cual, la
confiada joven continuó manteniendo
fielmente su compromiso nupcial con
el supuesto amado, en la esperanza
de que éste rectificara su actitud
algún día y cumpliese la palabra que
había comprometido.
En cierta ocasión, Fernando III
decide llevar a efecto una visita a
la ciudad de Toledo. Cuando el
alcaide tuvo noticia de la inminente
llegada del rey, organizó un
fastuoso recibimiento. Situó un
tablado en medio de la plaza de
Zocodover, en la que se alzaba,
ricamente adornado, el trono donde
el rey habría de recibir en
audiencia a los toledanos, para
escuchar cualquier solicitud por
parte de éstos.
El día de la audiencia real, el
miedo se respiraba en el ambiente,
porque, a pesar de que eran muchos
los toledanos descontentos con
la
déspota forma de gobernar del
alcaide, ninguno se atrevía a
denunciar nada por temor a posibles
represalias.
El alcaide se regocijaba ante la
idea de que todo estuviese saliendo
según sus planes. El soberano había
quedado gratamente sorprendido con
el recibimiento y no había recibido
ninguna queja de parte de sus
súbditos toledanos, por lo que, a
medida que se acercaba el final de
la audiencia, parecía menos probable
que ocurriese algo que pudiese
perturbar la tranquilidad de aquel tirano.
Pero en el instante preciso
en que el rey se disponía a
levantarse del trono, una dama, de
figura estilizada y rostro cubierto
de oscuros velos, irrumpió en el
tablado con paso firme solicitando
ser oída por el soberano. Cuando
hubo recibido la venia de parte del
rey, la joven descubrió su rostro y
clamó justicia.
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Fernando III el Santo
(1199 - 1252) |
Fernando Gonzalo, estupefacto por la
sorpresa, comenzó a temblar
al
reconocer
en aquella esbelta
doncella la muchacha
que unos años antes había seducido
con engaños. La joven dijo:
—Majestad, hace un tiempo mi padre
ofreció alojamiento en su casa a uno
de vuestros caballeros cuando éste
había resultado herido en un
combate. Fue curado y cuidado por
nuestra familia como si de un
familiar se tratara. Curado ya de
sus heridas, aún permaneció varios
días en nuestro hogar, durante los
cuales supo ganarse mi cariño y
respeto contándome tales hazañas
suyas en el campo de batalla, que
quedé prendada de su gallardía. Este
caballero, en prueba de gratitud por
nuestra acogida y, dando muestras de
un desmedido amor por mí, solicitó a
mi padre su aquiescencia para
desposarme en solemne matrimonio. Mi
padre procedió como convenía
y
se
fijó la fecha de los esponsales, y
yo, creyendo en la sinceridad de su
palabra, incluso le entregué mi
honor, pero pasado el plazo fijado,
hizo dejadez de su promesa.
Sintiendo mancillado su apellido, mi
padre murió de pena y yo en vano le
supliqué el cumplimiento de su
palabra.
Una vez que la joven explicó el
motivo que la había conducido ante
su presencia, el soberano se levanta
del trono y se
dirige hacia la joven.
—Decid pronto el nombre de tan
innoble caballero —exigió el
soberano, cuyos ojos refulgían de
indignación—, pues el incumplimiento
de una promesa de matrimonio a tan
gentil doncella y la ingratitud a
una familia de tal generosidad como
la vuestra es tenido por nos como un
agravio que no debemos tolerar a
ninguno de nuestros caballeros.
Con nervios de acero y voz firme, la
muchacha exclamó:
—Majestad, el caballero de quien os
he revelado tal villanía es vuestro
alcaide Fernando Gonzalo.
Al escuchar la acusación y comprobar
la veracidad del hecho en el rostro
del alcaide, que se había tornado
lívido, dijo el rey con voz grave:
—Mal habéis procedido con esta dama
y su familia, y es cosa que os
recrimino severamente; habréis,
pues, de cumplir vuestra palabra
dada y desposarla para exonerar su
apellido del ultraje y el vuestro de
la ignominia. Ésta es mi orden.
De improviso, entre la multitud allí
reunida, se alzó la sutil voz
femenina de una jovencísima
muchacha, la cual, entre lloros y
palabras entrecortadas, logró decir:
—¡Majestad,
majestad! ¡Eso no es posible!
Extrañado por aquella interrupción,
el rey preguntó:
—¿Pues
qué razón impide el cumplimiento de
esta promesa de matrimonio?
La adolescente, presa de los nervios
y el rencor, gritó:
—Majestad, cuando
iba una mañana camino del mercado, vuestro alcaide me pidió cortésmente que le llevara
a su casa un cesto con frutas
frescas, y yo accedí, gustosa de
servir a persona tan ilustre, pero
cuando llegué a su casa me forzó a
entrar en su habitación donde...
No pudo acabar la muchacha, que cayó
desmayada al suelo como si de un
trapo se tratara, y una
ensordecedora conmoción de cólera
estalló entre todos los toledanos
allí congregados.
Al oír tan macabra confesión,
Fernando III se levanta del trono y,
con voz firme y autoritaria, dice al
alcaide:
—¡Fernando
Gonzalo, la vileza cometida por vos
en tal gentil dama es grave falta,
mas tenía reparación, pero la
barbarie que habéis cometido en esta
niña es un ultraje muy grave que no
admite nuestro perdón!
Fernando Gonzalo palideció
consciente del castigo que le
deparaba su mal comportamiento. Se
arrodilló ante el rey y le pidió
clemencia, pero el rey hizo caso
omiso a su súplica.
Fernando III ordenó al verdugo que
lo decapitase en una plaza pública
en presencia de todos los toledanos
y, entre el clamor y los gritos de
júbilo, mandó que su cabeza fuese
colgada a la entrada de la ciudad
para satisfacción de la opresión y deshonra que habían
sufrido sus habitantes.
En recuerdo del acto de justicia del
Fernando III ante los desmanes de un
mandatario, se colocó en la Puerta
del Sol de Toledo, entre el arco y
las primeras ojivas, un grupo
escultórico que representa a dos
mujeres sosteniendo una bandeja en
la que reposa una cabeza humana.