a extraña historia que voy a relataros
ocurrió en Coín, un pueblo de la provincia
de Málaga que se halla en el centro del
Valle del Guadalhorce, limitando
territorialmente con Monda, Guaro, Alozaina,
Pizarra, Cártama, Alhaurín el Grande y Mijas.
Situado a 30 km de Marbella y 33 de Málaga,
Coín constituye un punto estratégico en esta
provincia andaluza, ya que está a la misma
distancia de la Costa del Sol que de
Antequera o la Serranía de Ronda.
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El río Grande, llamado antiguamente
por los romanos 'el Sigiloso'.
Foto de Laura Flores. |
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El suceso ocurrió en el partido de Los
Callejones, correspondiente al término
municipal de Coín, por el que circula el río
Grande, llamado antiguamente por los romanos
‘el Sigiloso’ a causa del leve murmullo que
dejan exhalar sus plácidas aguas al circular
por el cauce.
Durante generaciones, la familia de mi
abuelo siempre ha vivido en Coín. Mi abuelo,
como su abuelo antes que él, habitaba en una
casa de campo que hay en una huerta cuyo
conjunto es conocido entre las gentes del
lugar como el Cortijo Benítez.
Aún recuerdo con nostalgia que, cuando yo
era pequeña, me quedaba en la casa de campo
del cortijo durante las vacaciones
estivales, y todos los fines de semana que
podía. Allí me sentía muy a gusto. Además de
darle compañía a mi abuelo, me encantaba ir
a pasear con mis perros y explorar los
nuevos sitios que aquel entorno agreste
pudiera proporcionarme. Conforme pasaban los
días, mis paseos se expandían más en el
tiempo y se alejaban más en el espacio.
Un día, cuando el afán de explorar
encaminaba mis pasos hacia el partido de Los
Callejones, mi abuelo me prohibió
tajantemente dirigirme a aquel sitio. Movida
por la curiosidad, yo le pregunté por la
razón y él me contestó que se trataba de un
sitio maléfico, un lugar habitado por el
demonio. Al ver ensancharse de extrañeza mis
pupilas, me pidió que me sentara a su lado y
que prestara mucha atención a lo que iba a
contarme.
Me senté a su lado y él comenzó a referirme
un antigua creencia, que a su vez le había
contado su padre, según la cual, en
determinadas fechas del siglo XVII, las
brujas de la zona de Coín y sus aledaños
habían acudido a aquel lugar para celebrar,
al amparo de la oscuridad de la noche,
espeluznantes aquelarres y todo tipo de
ritos satánicos.
Le contó su padre que los vecinos de Los
Callejones estaban tan atemorizados que no
podían soportar más aquellos hechos. Los
estridentes alaridos y los extraños
destellos que se percibían en la lejanía
hasta altas horas de la noche eran realmente
terroríficos, situación que se veía agravada
con la aparición de una plaga de
enfermedades raras para las que los físicos
y curanderos más expertos no hallaban
explicación ni solución. Así las cosas,
decidieron llevar el caso ante las
autoridades competentes.
Pero para someter a juicio aquel estado de
cosas, se hacía necesario prender a una
bruja para su encausamiento. Tras no pocas
reuniones, se acuerda recurrir al engaño:
enviarían a un joven con fama de apuesto y
buena persona para requerir la presencia en
la aldea de una de ellas, con la excusa de
quitar el mal de ojo a un vecino. Así se
hizo y, una vez la bruja llegó a la aldea,
los hombres tenidos por más audaces se
lanzaron en tropel para apresarla. De Coín
fue conducida ante el tribunal de la
Inquisición de Granada, frente al cual fue
acusada de haber echado mal de ojo a
numerosos vecinos de los alrededores,
provocar abortos en las embarazadas y agriar
la leche de las vacas.
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Detalle paisajístico de la zona que
llaman el término de Los Callejones.
Foto de Laura Flores. |
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Todos los habitantes del partido de Los
Callejones fueron a Granada para testimoniar
en su contra y oír el resultado del auto. La
bruja fue condenada a morir en la hoguera y
todos vieron cómo su cuerpo era devorado
lenta pero implacablemente por el fuego.
Pero al tiempo que era consumida por las
llamas, las gentes del pueblo oyeron a la
hechicera lanzar una maldición, pidiendo a
Belcebú que castigara a aquellas gentes del
partido de Los Callejones y a sus
descendientes por toda la eternidad. Con
unos gritos que helaban la sangre a
cualquiera, pedía al príncipe de la
tinieblas que enviase a un verdugo envuelto
en una piel de cordero, así como las gentes
de aquel pueblo se habían valido de alguien
con aspecto inocente para engañarla y
llevarla a su perdición.
Después de contarme esta leyenda, mi abuelo
me refirió que, siendo él aún muchacho,
había quedado un día con un amigo suyo de
apellido Carabantes para ir a la feria del
pueblo. Su amigo, para llegar pronto al
pueblo, cogió un atajo que atravesaba el
partido de Los Callejones, en lugar de
seguir el camino habitual, un poco más
largo. Cuando pasaba por aquella zona, el
burro que le servía de montura dejó notar
indicios de inquietud, como si viera algo
que el amigo de mi abuelo no pudiera ver, y
empezó a rebuznar como loco, queriendo
correr de vuelta hacia el camino.
De repente, se fijó en un chivo pequeño que
balaba perdido junto a un arbusto. El amigo
de mi abuelo cogió aquel chivo en brazos y
se subió con él al burro. No había hecho más
que reanudar el camino cuando se percata de
que aquel indefenso animalito que llevaba
entre su brazos se iba transformando en un
monstruo infernal. Primero, comenzó por sus
patas, cada vez más largas; después, por sus
garras y sus dientes, y luego, por sus
cuernos, cada vez más grandes, torcidos y
afilados. En un tiempo apenas perceptible,
aquel inofensivo cabritillo se había
convertido en un enorme macho cabrío de
color negro, largas patas y ojos que
fulguraban como el fuego del infierno.
Cuando terminó aquella metamorfosis, lo que
se ofrecía ante Carabantes era algo parecido
a un cruce entre hombre y cabra, que se
mantenía erguido sobre sus patas traseras,
dejando las delanteras, con pezuñas afiladas
como cuchillos, libres.
Cuenta mi abuelo que Carabantes, aun con
todo aquello que había presenciado, tuvo el
coraje y el valor de preguntarle:
—¿Tú quién eres?
Y la bestia contesto:
—Yo soy el chivo de Los Callejones.
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De
repente, se fijó en un chivo pequeño
que balaba perdido junto a un
arbusto.
Foto de Laura Flores. |
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Al oír hablar a la bestia, el pobre hombre
sintió cómo se le encogía el corazón en el
pecho, y, reuniendo todo el valor del que
pudo hacer acopio, aún le hizo otra pregunta
al ser que tenía enfrente.
—¿Por qué tienes esos dientes y esos cuernos
tan largos?
La bestia le respondió con tono sarcástico:
—¿Acaso tu mala madre no los tiene igual que
yo?
Después de aquel breve intercambio de
palabras, Carabantes contó a mi abuelo que
la bestia desapareció disolviéndose en una
densa bruma grisácea de un fuerte y
penetrante olor a azufre.
Aterrado por aquel fenómeno del que había
sido testigo, echó a correr abandonado el
burro en la espesura de la noche, y cuando
llegó al pueblo, le contó a mi abuelo lo
sucedido.
Presa del pánico, esa noche se quedó en la
casa de su tía, en el mismo pueblo, para no
tener que volver a la suya. Todo su cuerpo
temblaba y parecía que sus ojos iban a
salirse de sus órbitas en cualquier momento.
Aún recuerdan los lugareños el mal fin que
tuvo aquel hombre. Se cuenta que, a la
mañana siguiente del suceso, amaneció muerto
con un aspecto estremecedor. En una
expresión de pánico indescriptible, su
rostro se mostraba desencajado, sus cabellos
se habían tornado blancos como la nieve y
los ojos, abiertos y desorbitados, parecían
mirar con una fijeza pavorosa a todos los
presentes.
Todavía, al caer la tarde, siento algo de
miedo cuando paso por las cercanías de
aquella zona. Hay quien asegura haber oído,
alguna noche, entre la espesa oscuridad, los
balidos del chivo de Los Callejones.
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