a historia que os voy a relatar ocurrió en
Coín, un pueblo de la provincia de Málaga
que se halla en el centro del Valle del
Guadalhorce y situado a 30 km de Marbella y
33 de Málaga. Por su equidistancia de la
Costa del Sol, de Antequera y de la Serranía
de Ronda, Coín ha constituido un punto
estratégico en esta provincia andaluza a lo
largo de toda la historia.
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Ermita de Nuestra Señora de la
Fuensanta de Coín. Se halla
cerca de donde se encontraba la
vivienda del anacoreta. |
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Por lo que interesa al caso, conviene saber
que en la carretera de Coín a Monda, otro
pueblo de la comarca, se alza la ermita
santuario de la Virgen de la Fuensanta, la
muy venerada patrona de la villa, enclavada
a escasos metros del paraje donde aconteció
el trágico suceso que motiva este relato.
Se tiene constancia escrita de que hacia el
año 1892 vivió en Coín un sacerdote, de
nombre Juan García Collet, cuya avanzada
edad alcanzaba ya los 73 años. Entre todos
los coineños tenía fama don Juan de santo
varón y clérigo de gran temple y fortaleza,
pues, por penitencia voluntaria, hacía vida
de anacoreta en un molino que estaba a las
orillas del río Pereyla, que, aunque muy
próximo a la ermita santuario de Nuestra
Señora de La Fuensanta, se trata de un lugar
aislado, ya que se encontraba muy alejado
del pueblo.
Para ayudarle en las labores cotidianas, el
anciano ermitaño contaba con la ayuda, desde
hacía seis años, de Antonio Barea Rojo,
persona fiel y honrada hasta el punto de
preocuparse más por los intereses ajenos que
por los suyos propios. Por otra parte, dada
su avanzada edad, el eremita había empleado
para el cuidado del molino a una familia de
jornaleros compuesta por Juan Porras
Sánchez, apodado ‘el Espartero’; Francisca
Villalobos Montes, la mujer de éste; los dos
hijos del matrimonio, Juan y Manuel, y su
sobrino Juan Bernal Palma, más conocido por
el apodo de ‘el Guareño’, por ser natural de
Guaro.
Juan Porras no se acomodaba a su condición
de jornalero y sufría con poca resignación
las penurias de su familia para sobrevivir
con un salario mísero. Quería una solución
inmediata. Necesitaba dinero para darle de
comer a su familia y no le importaba tener
que robar ni, llegado el caso, matar alguien
si fuese necesario.
Con la llegada de las fiestas de Navidad, la
pesadumbre de ‘el Espartero’ se acrecienta y
concibe la idea de recurrir al robo.
Reafirmado en su intención, comunica el plan
a la familia y enseguida todos se ponen de
acuerdo. Sólo les faltaba la elección de la
persona a quien poder perpetrarlo.
Consideran todas las posibilidades y llegan
a la conclusión de que el robo les sería más
fácil si lo llevaban a cabo contra una
persona anciana, que no viviese en el
pueblo, que tuviese dinero y, sobre todo, si
contaban con la complicidad de alguien
cercano a la víctima.
La persona en la que incidían todas estas
circunstancias era, indiscutiblemente, el
sacerdote. Se trataba de una persona mayor,
vivía alejado del pueblo y disponía en casa
de cierto dinero, el procedente de las
dádivas de los feligreses y las ganancias
propias del molino. Sin embargo, Antonio
Barea, el criado del sacerdote, se planteaba
como un serio inconveniente al plan.
En los días previos al robo, Juan Porras ‘el
Espartero’ notaba cómo los nervios se iban
apoderando de su cuerpo sin que él pudiese
nacer nada, así que decide hacer una visita
al pueblo y tomar unos tragos de vino para
tranquilizarse un poco. Pero, por voluntad
del destino, una vez llegado al bar, se
encuentra con Antonio Barea con una copa de
tinto en la mano, quien, en un acto de
liberalidad muy poco frecuente en él, lo
invita a una ronda, y ambos se ponen a
charlar amistosamente.
Los tragos se suceden y el caldo del tinto
libera la lengua del criado, que comenta a
‘el Espartero’ que su amo no era bueno con
él, que ya estaba harto y que lo único que
le deseaba era la muerte. Al oír esto, ‘el
Espartero’ vislumbra un cómplice en aquel
individuo y, tras exigirle la mayor
discreción, le pone al tanto de lo que
pensaba hacer y de la facilidad con que
podrían ejecutarlo si él, conocedor de las
costumbres del viejo clérigo, se sumaba al
plan. El criado, entusiasmado con la idea de
echarse unos buenos cuartos al bolsillo,
acepta. Acuerdan entonces que el mejor
momento para llevar a cabo su propósito era
a comienzos de enero, a eso de las 6 de la
tarde. Para facilitar el acceso a la
estancia del viejo ermitaño, Barea estaría a
esa hora en el pueblo haciendo unos recados
y no volvería hasta bien entrada la noche.
La mañana del 6 de 1893, el anciano preste
había estado celebrando la misa
conmemorativa de la Epifanía de Nuestro
Señor con una nutrida participación de la
feligresía y ya, al atardecer, se hallaba en
su casa. Era el momento acordado.
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Casa que habitaba el ermitaño. En
ella tuvo lugar el crimen del
anciano religioso. |
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Juan Porras y su familia, provistos de una
vieja escopeta caza, dos navajas y un
cuchillo de cocina, se deslizan por la
pendiente de arriba como alimañas en busca
de su presa. Llegan a casa del ermitaño,
violentan la puerta de un gran empujón y
sorprenden a su víctima entregado a unas
plegarias vespertinas. El cura,
desconcertado, se dirige a ellos y les
pregunta por la razón de aquel atropello.
Los malhechores nada responden. Con un
empujón lo tiran al suelo, y lo atan sus
pies y manos con fuertes ligaduras. Y sin el
menor atisbo de compasión, disparan al pobre
anciano un tiro en la boca, que le produjo
la muerte instantánea.
Una vez consumado el horrendo crimen,
saquean el cadáver y expolian la casa de
cuanto tenía de valor. A continuación,
colocan el cadáver en situación propicia
para la inspección que se esperaba y, para
confundir las pesquisas que se avecinaban,
mueven y tiran algunos muebles y enseres, y
esparcen por la macabra escena abultadas
mochilas como indicio de que los autores del
crimen eran unos contrabandistas.
Corren para su casa sin dilación, y allí se
distribuyen el botín y celebran el éxito de
su vileza con unas botellas de vivo. Para
evitar cualquier sospecha sobre ellos,
acuerdan primero qué responder si son
interrogados y, acto seguido, dar parte a la
Guardia Civil, cosa que echan a suerte. Le
tocó a Juan, el hijo mayor de ‘el
Espartero’.
De repente, el cielo se volvió de un manto
gris oscuro, y ellos, viendo un mal presagio
en aquella inusual penumbra, se echaron a
temblar y a llorar. Mientras esto tenía
lugar, el joven Juan Porras se hallaba de
camino al cuartel de la Benemérita.
Daba la campana de la ermita el último toque
de las doce cuando se oyen dos aldabonazos
truenan en la puerta de la casa cuartel
interrumpiendo el silencio de la villa en
aquella noche tenebrosa y oscura. Juan
Porras Villalobos, el hijo mayor de ‘el
Espartero, entra y da parte al comandante de
puesto de que el señor García Collet ha sido
asesinado por unos mochileros.
Personado el Juez de Instrucción y Guardia
Civil en la escena del crimen, encontraron
al desdichado ermitaño García Collet, ya
cadáver, en su dormitorio, sentado en una
silla, vestido y en estado de rigidez
cadavérica. Se le advirtió una herida en la
boca, al parecer con desgarre, y chamuscada
la piel del lado derecho de la cara. Sus
vestiduras estaban manchadas con abundante
sangre. A los pies del cadáver se encontraba
una poza de sangre y, junto a ésta, un
cordel ensangrentado con un lazo en uno de
sus extremos. Entre las piernas del cuerpo,
un pañuelo también ensangrentado.
El pueblo y la población rural de Coín, todo
el mundo se conmociona al enterarse, a la
mañana siguiente, de los pormenores de la
tragedia. Nadie se explica cómo han podido
ensañarse de aquella manera con un hombre
viejo e indefenso.
Hacia el mediodía, Andrés Mateo, un
jornalero que trabajaba y vivía en una finca
cercana al santuario, se personó ante la
Guardia Civil para declarar que, la noche
del asesinato, había visto a Juan Porras en
el camino que iba de casa del sacerdote
muerto al molino, con manchas de sangre en
la ropa. Contó a los guardias que se dirigía
a la casa del sacerdote para venderle queso
de oveja del que él y su familia hacían,
como de costumbre, cuando vio a ‘el
Espartero’ por el camino. Declaró también
que en aquel momento pensó que ‘el
Espartero’ bien podría venir de la matanza
de un cerdo, costumbre tradicional en la
zona en esa época del año.
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Casa que Juan Porras 'el
Espartero' tenía arrendada como
vivienda al eremita. |
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Esa misma tarde, un sargento y varios
guardias entran en el molino e interrogan a
Juan Porras y su familia. ‘El Espartero’ da
unas explicaciones que no convencen a los
representantes de la autoridad y proceden a
un primer registro de la casa. Y allí, en un
viejo baúl de madera chapado de hierro,
encuentran, además de ropa con restos de
sangre, algunas de las cosas que habían
robado en la casa del sacerdote. Eran las
pruebas que necesitaba la Justicia para
inculparlo de tan horrendo crimen.
‘El Espartero’ se ve acorralado y sin
escapatoria, y, en un intento de disculpa,
delata a Antonio Barea, pero la reputación
de criado fiel y hombre honrado de que
gozaba este individuo da lugar a que la
Guardia Civil, al igual que el resto del
pueblo, no les crea. Todo parecía apuntar a
que Antonio Barea iba a escapar impune.
Hasta que llega el mes de febrero.
Como siempre, un día del mes de febrero, la
Virgen de la Fuensanta, patrona local, es
llevada a la urbe de Coín para pasearla en
solemne procesión por sus calles más
céntricas, entre el repique general de
campanas, vítores y aclamaciones. Durante el
piadoso cortejo era costumbre hacer parar la
imagen ante la puerta de la cárcel, para que
la Santa Madre de Dios irradiase su infinita
misericordia sobre los presos que hubiese
expiando sus culpas. Allí se encuentran ‘el
Espartero’ y su familia encausados como
presuntos autores del sacrílego crimen del
sacerdote.
Antonio Barea no había sido inculpado del
asesinato; no obstante, un sentimiento de
culpabilidad profundo había comenzado a
atenazarle lo más íntimo de su ser. Y aquel
día, la presencia de la milagrosa imagen
frente a las rejas, el doblar de las
campanas de la iglesia de San Juan y el
clamor de la muchedumbre enardecida que
esperaba en la plaza baja a la Señora
hicieron que sus remordimientos le crecieran
hasta un límite tal que el desdichado
prorrumpió en sollozos. No pudiendo más con
el peso de su culpa, pidió al alcalde que
avisara al señor juez, que se personó al
momento en el cuartel de la Guardia Civil y
le tomó declaración respecto al macabro
sucedido. Y así fue como Juan Barea, el
último de los implicados, confesó, corroído
por la culpa y los remordimientos, el crimen
del que había sido cómplice voluntariamente.
Sometidos los inculpados a juicio sobre el
sumario procesal, fue leída la sentencia,
por la que se condenaba a muerte a Juan
Porras Sánchez, Juan Porras Villalobos y
Manuel Porras Villalobos. Juan Bernal Palma
resultó condenado a cadena perpetua, al
aplicársele el atenuante de confesión
voluntaria con arrepentimiento.
Verdaderamente, ningún vecino de Coín
comprendía ni logró comprender jamás el
sentido de la saña con que cometió este
crimen. Todos conocían y apreciaban a esta
familia de ‘el Espartero’, familia humilde,
pero buena y trabajadora, y todos querían al
sacerdote, hombre bueno y sencillo, y a
quien Francisca, la esposa y madre de sus
asesinos, se sentía agradecida por el bajo
alquiler de la casa y por quien profesaba
gran admiración y profundo respeto.
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Representación pictórica de crimen. |
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