11 Mientras iban caminando y conversando, de pronto apareció
un carro de fuego, tirado por caballos de fuego. Pasó entre los
dos
hombres y los separó, y Elías fue llevado al cielo por un torbellino.
12 Eliseo lo vio y exclamó: «¡Padre mío! ¡Padre mío!
Veo los carros de Israel con sus conductores!».
Mientras desaparecían de su vista, rasgó su ropa en señal de angustia.
Antiguo
Testamento, Segundo Libro de los Reyes 2: 11-12.
RESULTA SORPRENDENTE CONSTATAR que no
son pocas las personas que han asegurado haber
visto alguna vez un ovni, luces misteriosas que
provienen de algún ignoto rincón de la inmensa
bóveda celeste, extrañas naves voladoras
situadas por encima de las cabezas de la
humanidad, una humanidad asustada, testigo de lo
excepcional. Y nos preguntamos... ¿Qué serán?
¿Naves espaciales? ¿Acaso otras especies que
demuestran que no somos únicos en el mundo? ¿O
se trata de cuerpos celestes en un viaje hacia
el infinito? ¿O, simplemente, son alucinaciones?
El caso que voy a relataros a
continuación le ocurrió a un niño que no solo
vio un objeto volador no identificado, sino que
además sufrió sus ataques.
Este suceso, tan extraordinario como increíble,
fue dado a conocer en 2004 por Íker Jiménez en
su programa “Cuarto Milenio”. En su emisión de
la noche de un domingo de ese año, este conocido
investigador de lo esotérico presentó en público
a Martín Rodríguez Rodríguez, el “Niño de
Tordesillas”, que, según afirmaciones
propias, fue atacado
por un ovni. El informe del caso aparece
redactado en su libro Enigmas sin resolver,
publicado por la editorial EDAF, de Madrid, ese
mismo año.
El sorprendente acontecimiento
ocurrió en la década de los setenta en
Tordesillas, una pequeña aldea de la provincia
de Valladolid, y tuvo como escenario un lugar
silencioso y apartado del entorno urbano.
Lo exótico del caso hizo que lo referido por el
niño saltara pronto a los medios de
comunicación, armando el consiguiente revuelo. Martín, el hijo del churrero, de solo siete
años, fue testigo de un inaudito encuentro con
lo sobrenatural, tan peligroso que casi le
cuesta la vida. Esta es la historia de aquel niño de
Tordesillas.
En 1977, exactamente el 1 de octubre,
Martín Rodríguez, terminadas sus clases en el
colegio, volvía a casa, ubicada en la calle de
Valencia. Nada más llegar, deja su cartera, coge
una rebanada de pan con crema de cacao y sale
corriendo para jugar con sus amigos. El juego
elegido para esa tarde era el bote de la malla,
una especie de escondite, en el que solo hay que
preocuparse por buscar un buen escondrijo para
que los otros no te encuentren.
Martín, junto con su inseparable
amigo Fernando, corren como locos en busca de un
escondite en el que no se les puedan encontrar.
Corren tanto que se alejan de la barriada de San
Vicente y acaban casi a las afueras del pueblo,
en las inmediaciones de un viejo corral abandonado situado en la
cuneta de la Nacional 122.
Mientras caminan
rodeando el muro de adobe que circundaba la
construcción, Martín coge de manera instintiva
una piedra del suelo y la lanza por encima de la
tapia.
Inexplicablemente, un estruendo metálico que
parecía provenir del otro lado del muro rompe el
silencio que dominaba el descampado.
La curiosidad les puede y deciden
aprovechar que la valla de la casa está
derrumbada para entrar en ella. La luz de la
tarde ya se había ido y las penumbras
nocherniegas dominaban el
lugar. El sitio estaba muy oscuro. Pero no era
cuestión de abandonar ahora. Cada vez están más
cerca del lugar en el que la piedra había caído.
Cuando cruzan el umbral de la vieja
puerta, los pequeños pueden percibir que algo
resplandece al fondo, junto a la pared: una
misteriosa luz que ilumina esa parte del corral.
Miran hacia arriba y su vista tropieza con un
enorme objeto que parecía de metal.
Tenía el aspecto
de una viga, parecía estar posado sobre tres
patas y era
tremendamente luminoso. ...Y estaba a solo unos metros de ellos. De lo que
parecía ser una aeronave emanan luces de muy
diferentes colores, montando el conjunto una
escena que causa en Fernando un miedo
incontenible, mientras que a Martín lo deja
fascinado.
La nave medía tres metros de altura
por dos de ancho, y emitía un sonido
ensordecedor. El extraño artefacto se componía de
dos enormes escotillas, de las cuales irradiaban
luces de color rosa y azul. En medio del aparato
metálico se apreciaba una puerta cerrada. Martín
y Fernando percibieron un denso humo blanco
proveniente de un tubo que formaba parte de uno
de los lados del aparato. Sus tres enormes
patas, cuya estructura parecía un andamiaje en
zig zag, eran lo suficientemente fuertes como
para soportar todo el peso del aparato.
Martín
Rodríguez Rodríguez, conocido por el
“Niño de Tordesillas”, a raíz de
su altercado con lo que parecía un ovni.
En ese mismo momento, el sonido
emitido por la nave comienza a hacerse cada vez
más agudo e intenso, y el crisol de luces que
emite va cambiando, adquiriendo otros matices.
El aparato se eleva sobre su eje y las potentes
patas quedan flotando en el aire, dejando ver
unos grandes pinchos que antes estaban bajo
tierra. Curiosamente, los movimientos que
ejecutaba aquel extraño artefacto parecían
torpes.
Martín, un chico inquieto y nervioso,
no puede evitar curiosear y averiguar de qué se
trata y se aproxima al objeto. Rápidamente,
salen de los adentros del aparato un potente haz
de luces que va directo hacia el abdomen de
Martín. El niño siente que le quema, que
le abrasa, provocando en su cuerpo sudores,
palidez en su cara y tal pérdida de audición que
le es imposible oír los gritos de su amigo
Fernando, que se sentía impotente ante lo que
estaba sucediendo.
El haz luminoso seguía apuntando a
Martín, que, con sus pupilas ya dilatas, acaba
por desplomarse al suelo como un fardo. En ese
preciso instante, el destello luminoso cesa, la
emanación acaba y el artilugio inicia un
vertiginoso ascenso hacia el estrellado
firmamento hasta dejar de verse. En la escena
solo quedan Martín, inconsciente en el suelo, y
Fernando, aterrorizado.
Pocos minutos después, acude Fernando
en busca de ayuda al barrio. Inmediatamente,
algunos vecinos van al corral para rescatar a
Martín. Cogen en brazos al pequeño y lo llevan a
su casa. Antonio Rodríguez, padre de Martín, se
encontraba en esos momentos poniendo unos
azulejos en la vivienda cuando se percata de que
varias personas traen a sus hijo en brazos, y se
teme lo peor.
Fernando, aún estremecido por el
acontecimiento, narra al padre de Martín lo
sucedido. Pero Antonio sospecha que la historia
es fruto de la imaginación del niño y supone que
lo más probable es que hubiesen hecho alguna
travesura que culminó con un final así. No le
creyó; sin embargo, en su cabeza cobra forma la
sospecha de que el estado de inconsciencia en
que se hallaba su hijo no podía ser casual.
Entonces, acompañado de un amigo suyo
llamado Eloy, Antonio va en busca de indicios
que le pongan sobre alguna pista de lo que pudo
motivar el estado de su hijo. Examinan el lugar,
pero no encuentran nada que dé sentido a lo
ocurrido. De repente, ven una señal que empieza
a dar credibilidad a lo relatado por Fernando.
En el suelo, pueden percibir un trozo de tierra
abrasada, con forma de una extraña figura
triangular.
Ambos recogen muestras de esa tierra
y deciden pedirle opinión a un minero amigo de
la familia, llamado Olegario García Vega, que se
entrega al análisis de la muestra. El resultado
es anormal, los restos de tierra olían a azufre.
Era indiscutible que algo alarmante les había
sucedido a los niños en el antiguo corral.
Dibujo del artilugio que vio
Martín Rodríguez, trazado por el
propio niño.
Martín es tratado por
el médico de
Tordesillas desde el primer momento. Consigue
estabilizarlo, pero como no logra encontrar los
motivos de su continuo malestar, decide su
traslado e ingreso en el hospital Onésimo
Redondo, de Valladolid.
Martín
presenta un cuadro patológico que es motivo de
sorpresa entre los facultativos: después del
extraño suceso, el niño sufre
frecuentes pérdidas de visión, tiene vómitos a
menudo y presenta una fuerte debilidad.
Al comprobarse que la gravedad del
niño persiste y que no experimenta mejoría
alguna, el doctor Martínez Portillo decide
someterlo a una primera intervención quirúrgica,
que culmina con un diagnóstico nada halagüeño
para la salud
del pequeño: algunas partes de su cerebro
presentaban un desarrollo anómalo, compatible
con las disfunciones que venía sufriendo el niño.
En los dos años siguientes, Martín
fue sometido a catorce intervenciones de extrema
gravedad, que han dejado, tanto la cabeza como
el cuerpo del muchacho, innumerables cicatrices
y costuras, todas ellas aparejadas de secuelas
irreversibles. Cabe mencionar que se le tuvieron
que implantar diversas válvulas artificiales
para realizar las funciones vitales, que no
podía realizar con normalidad.
Tras
estas
intervenciones médicas, Martín era mandado a casa con la
ilusión de acabar por siempre con la pesadilla,
pero, a los pocos días, regresaba al hospital en
un estado más que lamentable.
Secuelas que aún perduran en la
cabeza de Martín Rodríguez, ya
adulto.
Poco a poco comenzó a normalizarse la
quebrantada salud del muchachuelo. Volvió a su
colegio, a sus juegos, a su rutina... Nada parecía
haber cambiado, pero, realmente, Martín ya no
era el mismo. Siempre había sido un estudiante
normal. Aunque
tenía mayor dificultad en las matemáticas, era
un alumno
que sacaba adelante las asignaturas. Eso había cambiado.
Sin embargo, y repentinamente,
Martín Rodríguez empezó a dar atisbos de una capacidad de
retención memorística y de una habilidad para
las relaciones lógicas muy superior a la que
siempre había demostrado. Además, comenzó a interesarse
por el dibujo, la poesía, la escultura y las
matemáticas. Sus profesores don José Luis, don
Tertuliano y don Anselmo no podían creer lo que
ocurría; la transformación que el niño estaba
experimentando era del todo inexplicable.
Unos
creyeron ver una explicación en la radiación que pudo
haber recibido el día del su encuentro con aquel
artilugio misterioso, que hubo de producir en su
cerebro el desarrollo de unas facultades que
tenía aletargadas, mientras otros explicaban el
fenómeno diciendo que, después de haberse estado
a punto de morir, sin tener en cuenta la edad,
las cosas no se ven como antes y la vida recobra
todo el interés.
Carmen María Moreno Santiago
(Málaga, 1988) es Diplomada en
Maestro en Lengua Extranjera
(sección: Inglés) por la
Universidad de Málaga, en cuya
Facultad de Ciencias de la
Educación ha cursado los
estudios. Está en posesión del
título de Grado Elemental de
Guitarra, estudios que ha
realizado en el Conservatorio
‘Gonzalo Martín Tenllado’.