iogordo es otro de esos pueblos
blancos de Málaga que conforman esa comarca tan
típicamente malagueña cuyo solo nombre, La Axarquía, ya evoca nuestra
pasada historia.
Enclavado en pleno corredor de Periana, se
encuentra a apenas 7 kilómetros de Colmenar, en
la depresión que forma el río de la Cueva, entre
la sierra de Camarolos al Norte y los Montes al
Sur. Su paisaje, en general, está poblado de
cereales y olivos, lo que pone de manifiesto que
la mayoría de sus paisanos viven de la
agricultura; también la ganadería juega su papel
en mantenimiento de la localidad.
Por si alguno de vosotros, lectores,
os animáis a daros una vuelta para conocer a sus
moradores y sus tierras, sabed que uno de los
parajes naturales más bellos de los alrededores
de Riogordo es el Tajo del Gómer, donde se
puede practicar una ruta de senderismo que os
llevará al Tajo, bordeando el río de la Cueva.
Los riogordeños tienen una densa
historia llena de tradiciones y leyendas, que
ellos conservan como si de un tesoro se tratase,
procurando evitar su olvido transmitiéndolas de
generación en generación, de modo que no hay
lugareño ni vecino cercano al municipio que no
sea conocedor de las narraciones, sean éstas
ciertas o más próximas a la ficción, que por
allí se cuentan.
Como todos los años, el tiempo que
las vacaciones de Navidad me liberan de los
estudios, lo dedico a la recogida de aceitunas,
ayudando así a la familia en la medida de mis
posibilidades. Pero este año nos hemos visto
obligados a posponer la labor durante unos días
—tiempo más preciado que oro en esta cosecha—, a
causa de las copiosas y constantes lluvias
caídas por toda la provincia, que hacían
imposible el acceso a las tierras. Hacía tiempo
que no caía tal cantidad de agua en Andalucía.
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Todos se quedaron boquiabiertos, pero no
sólo por aquella sorpresa tan repentina,
sino también porque, a pesar de las
grandes lluvias de la pasada noche, la
ropa del niño estaba totalmente seca. |
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La tarde de uno de esos días en que
la lluvia caía a raudales, aprovechando que nos
encontramos en casa solos mi padre y yo, un acto
inconsciente, como un impulso reflejo, nos llevó
a apagar el televisor. El silencio, sólo roto
por el monótono ruido de la lluvia en los
cristales, propició una charla entre los dos
como hacía ya tiempo que no ocurría. Fue una
conversación intrascendente, sin meditación
previa, pero amena y entrañables, de esas que se
clavan para siempre en la memoria.
Lo que más me gustaba de mi padre
eran sus narraciones sobre cosas sucedidas en el
pueblo, hechos muchas veces inexplicables, sin
nombres propios la mayor parte de las veces,
pero que me entrecogían el alma entre la
complacencia y un cierto temor. Ese día
—recuerdo muy bien— me narró un hecho que, a su
vez, le había contado su abuelo cuando mi padre
era pequeño.
Los comienzos del siglo pasado,
comenzó mi padre narrando, fueron bastante
difíciles para este pueblo. Por aquellos
tiempos, la cosecha de la aceituna en Riogordo
era deficiente, lo que obligaba a muchas
familias a trasladarse a unas fincas que había
en los Montes de Málaga y trabajar de temporeros
en la faena que se presentase. Allí, se
comenzaba, primero, con la recogida de la
almendra; luego, recogían las algarrobas y
terminaban con la campaña de las aceitunas. La
mitad del año, por tanto, la pasaban en los
Montes, en cortijos tan recordados aquí como el
de «los Torres», el de «las Quirosas» o el del
«Sacre», entre otros tantos más por aquel
entonces funcionaban a plena producción.
En estas circunstancias nació un niño
en el pueblo, de padres con pocos recursos pero
muy honrados y trabajadores. Fue bautizado en la
iglesia parroquial de Nuestra Señora de Gracia y
se le impuso el nombre de Carlos. El niño pasó a
ser conocido por los riogordeños como Carlitos.
Por esta época, se les planteó a
estas familias que emigraban habitualmente un
problema serio y grave: no podían seguir
recogiendo frutos en esas fincas, puesto que
éstas entraban en el proyecto de repoblación
forestal del Gobierno, por lo cual, aquellas
personas, que tantos años se habían buscado allí
el sustento, tuvieron que buscar horizontes
nuevos. Y miraron hacia otras zonas olivareras;
sus destinos fueron ahora Antequera y Archidona,
principalmente, y también Villanueva del
Trabuco, es decir, la parte norte de la
provincia.
El trabajo recolector lo llevaba a
cabo la familia y la contratación de la faena se
hacía por familia al completo: padres e hijos, y
si el abuelo estaba en condiciones de trabajar,
también arrimaba el hombro, todos trabajaban,
aunque algunas mujeres se dedicaban a preparar
mientras tanto la comida y a cuidar de los niños
pequeños, que correteaban por aquellos grandes
patios y pasillos.
Como la tarea excedía la capacidad de
los miembros de una única familia, lo normal era
que se agrupasen varias. Puestos de acuerdo en
cómo había de distribuirse faena y dinero, las
familias salían juntas del pueblo con dirección
al sitio de trabajo. Lógicamente, el tiempo que
duraba la recolección se dejaba notar también en
la escuela, donde el número de alumnos disminuía
considerablemente.
Cuenta mi padre que 1910 fue un año
especialmente difícil para la campaña de la
aceituna: apenas había llovido y la cosecha se
presentaba escasa; no obstante, hubo trabajo
para mucha gente. Por entonces, la placetilla
era el punto de encuentro de todos los
aceituneros. En aquel lugar se concentraron
aquel año unas cincuenta personas, entre
hombres, mujeres y niños, acompañados de doce
burros para el transporte. Éstos iban provistos
de capachos para los niños y otros para las
mujeres mayores. Los adultos y la gente joven
hacían el camino a pie. Para que el trayecto no
se hiciese tan pesado, aquellas buenas gentes
mitigaban la fatiga de las caminatas cantando o
contaban chistes y alguna que otra historia o
cuentecillo.
El día anterior a la partida, cada
familia se había provisto de comestibles de
acuerdo con sus posibilidades económicas; eso
sí, todas, indefectiblemente, llevaban un serete
de higos secos, un producto típico de esta
tierra por esas fechas y que se elaboraba entre
los aldeanos.
Lo normal era coger la carretera de
Alfarnatejo y, luego, cada cual enfilaba sus
pasos hacía el destino elegido. El de la familia
de Carlitos era el cortijo de «La Nava»,
enclavado en el término municipal de Villanueva
del Trabuco.
Una vez llegados a la hacienda, el
primer día se dedicaba, como era costumbre, a
ordenar y colocar todas sus pertenencias en las
habitaciones de unos caserones que había en la
finca, bajo las indicaciones del capataz o el
encargado. Al día siguiente, comenzaban la
recolección de aceitunas.
Aquel mes de diciembre, el tiempo
estaba inestable y amenazaba lluvia a diario,
pero no había más remedio que ir al trabajo si
se quería ganar aquel día la peonada. El primer
día fue húmedo, pero no llovió. Y, aunque el
segundo día empezó lloviznando, aguantaron hasta
la tarde, pero cuando la lluvia se hizo más
intensa, tuvieron que volver rápidamente al
cortijo. Esperaron unas horas a ver si cedía el
temporal, pero los negros nubarrones que
encapotaban el cielo hacían presagiar que la
jornada de aquel día estaba perdida. A la hora
de la comida, llamaron a los niños para irse
cada uno a cenar en
familia.
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«¡Esto
es un milagro de la Virgen, que lo ha
protegido tapándolo con su manto!» |
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Los padres de Carlitos llamaron a su
hijo, pero el niño no aparecía. Lo buscaron por
todos los rincones del cortijo, los graneros, el
gallinero y las cuadras, y el chicuelo no
aparecía. La noche se echó encima oscura y
cargada de agua. Con linternas y candiles, lo
buscaron entre olivares, sin obtener ningún tipo
de respuesta. La ansiedad y el nerviosismo hizo
presa en los familiares y en los amigos de
Carlitos. ¿Lo habría devorado una fiera del
campo? ¿Lo habrían secuestrado? ¿Se habría caído
por algún tajo? A medida que pasaba el tiempo,
las especulaciones eran cada vez más sombrías y
no había forma de calmar los nervios de los
padres del niño. Su corta edad hacía temer lo
peor.
Al romper el día, cuando toda la
familia y otras gentes se hallaban a las puertas
del cortijo para reanudar la búsqueda del niño,
de repente, Carlitos irrumpe corriendo en medio
de la congregación, lleno de alegría. Todos se
quedaron boquiabiertos, pero no sólo por aquella
sorpresa tan repentina, sino también porque, a
pesar de las grandes lluvias de la pasada noche,
la ropa del niño estaba totalmente seca. Aquello
era tan incomprensible como inexplicable.
A las preguntas que le hacían
mientras lo abrazaban y se lo comían a besos y
abrazos, respondió lo siguiente: «Lo siento, no
quería asustaros. Ayer, jugando, me alejé
demasiado y, cuando empezó a llover tan fuerte,
me refugié debajo de aquella gran encina».
La familia se quedó perpleja ante las
explicaciones que daba el pequeño, pues aquella
encina estaba a escasos metros del cortijo, y,
la noche anterior, habían pasado por allí
numerosas veces, alumbrando la zona con
linternas, y no lo habían visto. Aquello caía
fuera de toda lógica.
El niño, viendo la cara de sorpresa
de todos, terminó contando la historia: «Pero no
estaba solo bajo esa gran encina. En el momento
en que empezó a arreciar la lluvia, llegó una
mujer hermosísima y, para que no pasara frío ni
me mojara, me tapó con su gran manto negro.
Entre una mezcla de incredulidad y
confusión, todos los vecinos allí congregados se
acercaron a la encina y vieron con asombro que
en torno al árbol había efectivamente un círculo
seco en el suelo de unos siete metros de
diámetro. Enseguida, comenzaron los nervios y
comentarios. Hubo uno que llegó a exclamar:
«¡Esto es un milagro de la Virgen, que lo ha
protegido tapándolo con su manto!».
Historia real o ficticia, pronto se
propagó aquel suceso por toda la comarca. Hoy
día, aún suele decirse que, cuando un olivo,
encina o alcornoque se seca mientras el resto de
los árboles de los alrededores dan sus frutos en
perfectas condiciones, es debido a que los
frutos de esos árboles no son buenos para su
consumo, y la Virgen, por su infinito amor a la
humanidad, cubre con su gran manto esos árboles
para que se sequen y no dañen a nadie.
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