N.º 64

NOVIEMBRE-DICIEMBRE 2009

13

  

  

   

   

   

   

   

EL MISTERIO DE LA ENCINA

DEL CORTIJO "LA NAVA",

DE VILLANUEVA DEL TRABUCO

   

Por  Jéssica García Cuadra

   

   

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iogordo es otro de esos pueblos blancos de Málaga que conforman esa comarca tan típicamente malagueña cuyo solo nombre, La Axarquía, ya evoca nuestra pasada historia. Enclavado en pleno corredor de Periana, se encuentra a apenas 7 kilómetros de Colmenar, en la depresión que forma el río de la Cueva, entre la sierra de Camarolos al Norte y los Montes al Sur. Su paisaje, en general, está poblado de cereales y olivos, lo que pone de manifiesto que la mayoría de sus paisanos viven de la agricultura; también la ganadería juega su papel en mantenimiento de la localidad.

Por si alguno de vosotros, lectores, os animáis a daros una vuelta para conocer a sus moradores y sus tierras, sabed que uno de los parajes naturales más bellos de los alrededores de Riogordo es el Tajo del Gómer,  donde se puede practicar una ruta de senderismo que os llevará al Tajo, bordeando el río de la Cueva.

Los riogordeños tienen una densa historia llena de tradiciones y leyendas, que ellos conservan como si de un tesoro se tratase, procurando evitar su olvido transmitiéndolas de generación en generación, de modo que no hay lugareño ni vecino cercano al municipio que no sea conocedor de las narraciones, sean éstas ciertas o más próximas a la ficción, que por allí se cuentan.

Como todos los años, el tiempo que las vacaciones de Navidad me liberan de los estudios, lo dedico a la recogida de aceitunas, ayudando así a la familia en la medida de mis posibilidades. Pero este año nos hemos visto obligados a posponer la labor durante unos días —tiempo más preciado que oro en esta cosecha—, a causa de las copiosas y constantes lluvias caídas por toda la provincia, que hacían imposible el acceso a las tierras. Hacía tiempo que no caía tal cantidad de agua en Andalucía.

   
     

  

Todos se quedaron boquiabiertos, pero no sólo por aquella sorpresa tan repentina, sino también porque, a pesar de las grandes lluvias de la pasada noche, la ropa del niño estaba totalmente seca.

   

La tarde de uno de esos días en que la lluvia caía a raudales, aprovechando que nos encontramos en casa solos mi padre y yo, un acto inconsciente, como un impulso reflejo, nos llevó a apagar el televisor. El silencio, sólo roto por el monótono ruido de la lluvia en los cristales, propició una charla entre los dos como hacía ya tiempo que no ocurría. Fue una conversación intrascendente, sin meditación previa, pero amena y entrañables, de esas que se clavan para siempre en la memoria.

Lo que más me gustaba de mi padre eran sus narraciones sobre cosas sucedidas en el pueblo, hechos muchas veces inexplicables, sin nombres propios la mayor parte de las veces, pero que me entrecogían el alma entre la complacencia y un cierto temor. Ese día —recuerdo muy bien— me narró un hecho que, a su vez, le había contado su abuelo cuando mi padre era pequeño.

Los comienzos del siglo pasado, comenzó mi padre narrando, fueron bastante difíciles para este pueblo. Por aquellos tiempos, la cosecha de la aceituna en Riogordo era deficiente, lo que obligaba a muchas familias a trasladarse a unas fincas que había en los Montes de Málaga y trabajar de temporeros en la faena que se presentase. Allí, se comenzaba, primero, con la recogida de la almendra; luego, recogían las algarrobas y terminaban con la campaña de las aceitunas. La mitad del año, por tanto, la pasaban en los Montes, en cortijos tan recordados aquí como el de «los Torres», el de «las Quirosas» o el del «Sacre», entre otros tantos más por aquel entonces funcionaban a plena producción.

En estas circunstancias nació un niño en el pueblo, de padres con pocos recursos pero muy honrados y trabajadores. Fue bautizado en la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Gracia y se le impuso el nombre de Carlos. El niño pasó a ser conocido por los riogordeños como Carlitos.

Por esta época, se les planteó a estas familias que emigraban habitualmente un problema serio y grave: no podían seguir recogiendo frutos en esas fincas, puesto que éstas entraban en el proyecto de repoblación forestal del Gobierno, por lo cual, aquellas personas, que tantos años se habían buscado allí el sustento, tuvieron que buscar horizontes nuevos. Y miraron hacia otras zonas olivareras; sus destinos fueron ahora Antequera y Archidona, principalmente, y también Villanueva del Trabuco, es decir, la parte norte de la provincia.

El trabajo recolector lo llevaba a cabo la familia y la contratación de la faena se hacía por familia al completo: padres e hijos, y si el abuelo estaba en condiciones de trabajar, también arrimaba el hombro, todos trabajaban, aunque algunas mujeres se dedicaban a preparar mientras tanto la comida y a cuidar de los niños pequeños, que correteaban por aquellos grandes patios y pasillos.

Como la tarea excedía la capacidad de los miembros de una única familia, lo normal era que se agrupasen varias. Puestos de acuerdo en cómo había de distribuirse faena y dinero, las familias salían juntas del pueblo con dirección al sitio de trabajo. Lógicamente, el tiempo que duraba la recolección se dejaba notar también en la escuela, donde el número de alumnos disminuía considerablemente.

Cuenta mi padre que 1910 fue un año especialmente difícil para la campaña de la aceituna: apenas había llovido y la cosecha se presentaba escasa; no obstante, hubo trabajo para mucha gente. Por entonces, la placetilla era el punto de encuentro de todos los aceituneros. En aquel lugar se concentraron aquel año unas cincuenta personas, entre hombres, mujeres y niños, acompañados de doce burros para el transporte. Éstos iban provistos de capachos para los niños y otros para las mujeres mayores. Los adultos y la gente joven hacían el camino a pie. Para que el trayecto no se hiciese tan pesado, aquellas buenas gentes mitigaban la fatiga de las caminatas cantando o contaban chistes y alguna que otra historia o cuentecillo.

El día anterior a la partida, cada familia se había provisto de comestibles de acuerdo con sus posibilidades económicas; eso sí, todas, indefectiblemente, llevaban un serete de higos secos, un producto típico de esta tierra por esas fechas y que se elaboraba entre los aldeanos.

Lo normal era coger la carretera de Alfarnatejo y, luego, cada cual enfilaba sus pasos hacía el destino elegido. El de la familia de Carlitos era el cortijo de «La Nava», enclavado en el término municipal de Villanueva del Trabuco.

Una vez llegados a la hacienda, el primer día se dedicaba, como era costumbre, a ordenar y colocar todas sus pertenencias en las habitaciones de unos caserones que había en la finca, bajo las indicaciones del capataz o el encargado. Al día siguiente, comenzaban la recolección de aceitunas.

Aquel mes de diciembre, el tiempo estaba inestable y amenazaba lluvia a diario, pero no había más remedio que ir al trabajo si se quería ganar aquel día la peonada. El primer día fue húmedo, pero no llovió. Y, aunque el segundo día empezó lloviznando, aguantaron hasta la tarde, pero cuando la lluvia se hizo más intensa, tuvieron que volver rápidamente al cortijo. Esperaron unas horas a ver si cedía el temporal, pero los negros nubarrones que encapotaban el cielo hacían presagiar que la jornada de aquel día estaba perdida. A la hora de la comida, llamaron a los niños para irse cada uno a cenar en familia.                                

   
     

  

«¡Esto es un milagro de la Virgen, que lo ha protegido tapándolo con su manto!»

   

Los padres de Carlitos llamaron a su hijo, pero el niño no aparecía. Lo buscaron por todos los rincones del cortijo, los graneros, el gallinero y las cuadras, y el chicuelo no aparecía. La noche se echó encima oscura y cargada de agua. Con linternas y candiles, lo buscaron entre olivares, sin obtener ningún tipo de respuesta. La  ansiedad y el nerviosismo hizo presa en los familiares y en los amigos de Carlitos. ¿Lo habría devorado una fiera del campo? ¿Lo habrían secuestrado? ¿Se habría caído por algún tajo? A medida que pasaba el tiempo, las especulaciones eran cada vez más sombrías y no había forma de calmar los nervios de los padres del niño. Su corta edad hacía temer lo peor.

Al romper el día, cuando toda la familia y otras gentes se hallaban a las puertas del cortijo para reanudar la búsqueda del niño, de repente, Carlitos irrumpe corriendo en medio de la congregación, lleno de alegría. Todos se quedaron boquiabiertos, pero no sólo por aquella sorpresa tan repentina, sino también porque, a pesar de las grandes lluvias de la pasada noche, la ropa del niño estaba totalmente seca. Aquello era tan incomprensible como inexplicable.

A las preguntas que le hacían mientras lo abrazaban y se lo comían a besos y abrazos, respondió  lo siguiente: «Lo siento, no quería asustaros. Ayer, jugando, me alejé demasiado y, cuando empezó a llover tan fuerte, me refugié debajo de aquella gran encina».

La familia se quedó perpleja ante las explicaciones que daba el pequeño, pues aquella encina estaba a escasos metros del cortijo, y, la noche anterior, habían pasado por allí numerosas veces, alumbrando la zona con linternas, y no lo habían visto. Aquello caía fuera de toda lógica.

El niño, viendo la cara de sorpresa de todos, terminó contando la historia: «Pero no estaba solo bajo esa gran encina. En el momento en que empezó a arreciar la lluvia, llegó una mujer hermosísima y, para que no pasara frío ni me mojara, me tapó con su gran manto negro.

Entre una mezcla de incredulidad y confusión, todos los vecinos allí congregados se acercaron a la encina y vieron con asombro que en torno al árbol había efectivamente un círculo seco en el suelo de unos siete metros de diámetro. Enseguida, comenzaron los nervios y comentarios. Hubo uno que llegó a exclamar: «¡Esto es un milagro de la Virgen, que lo ha protegido tapándolo con su manto!».

Historia real o ficticia,  pronto se propagó aquel suceso por toda la comarca. Hoy día, aún suele decirse que, cuando un olivo, encina o alcornoque se seca mientras el resto de los árboles de los alrededores dan sus frutos en perfectas condiciones, es debido a que los frutos de esos árboles no son buenos para su consumo, y la Virgen, por su infinito amor a la humanidad, cubre con su gran manto esos árboles para que se sequen y no dañen a nadie.

   

   

Jéssica García Cuadra (Riogordo, Málaga, 1989). Diplomada en Maestro en Educación Musical por la Universidad de Málaga. Cursó los estudios de Magisterio en la Facultad de Ciencias de la Educación de esta Universidad. Forma parte del Orfeón Universitario de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Bimestral de Cultura. Año VIII. II Época. Número 64. Noviembre-Diciembre 2009. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2009 Jéssica Grcía Cuadra. © 2002-2009 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

    

    

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