«El Cid y sus vasallos cabalgan con
gran prisa.
La cara del caballo tornó a Santa
María;
alzó su mano diestra, la cara se
santigua:
"¡Loado seas, Dios, que cielo y
tierra guías!
¡Válganme tus virtudes, gloriosa
santa María!
Tengo airado a mi rey, me marcho de
Castilla;
no sé si entraré aquí más en todos
mis días.
¡Vuestra virtud me valga, Gloriosa,
en mi partida,
y me ayude y me socorra de noche y
de día!
Si Vos así lo hiciereis y la ventura
me fuese cumplida,
haría a vuestro altar mandas buenas
y ricas;
y con Vos quedo en deuda de hacer
cantar mil misas.»
(ANÓNIMO: Poema de Mío Cid,
Cantar I, 12)
EL
PEREGRINO SE HABÍA extraviado. El
camino a Santiago de Compostela parecía
haberse difuminado entre las quebradas de aquellas
tierras solitarias.
Quería entrar en Burgos antes
de la anochecida, pero el sol fue más
raudo y las sombras de la noche le
habían ocultado los senderos con su negro manto.
Desde un otero podía vislumbrar las
mortecinas luces de la ciudad, pero no
quiso aventurarse entre zarzas y
ortigas, con riesgo de caer por uno de
los muchos barrancos que horadaban aquel
desolado terreno.
Allí, al arrimo de una encina, pasaría
la noche y, a la mañana siguiente, con
el alba, continuaría su camino a
Santiago.
Al poco, en un acto providencial, un
pastor de ovejas merinas que apacentaba
el ganado por aquellos pagos llegó hasta
el sitio donde estaba el romero, con
quien compartió el vino y el queso que
llevaba en las albardas.
Al calor del fuego, los dos hombres
conversaron apaciblemente.
Hablaba el
pastor de su rebaño y si era tiempo de
esquilar, o si el queso estaba bien
curado, o si aquellos montes eran
propios para el pastoreo.
El peregrino
narraba sus aventuras en Puente de Reina
y en Logroño, y decía cuántos deseos
tenía de visitar el Papamoscas de
Burgos, Frómista, León, Astorga y
Ponferrada, y llegar al fin a Santiago
para abrazar al Santo Apóstol.
A pesar del vino y la amena
conversación, el pastor se mostraba
intranquilo y, de tanto en tanto, miraba
a un lado y a otro como buscando algo.
Quiso el peregrino saber si tenía
temores o había alguna cosa que le
infundiera miedo. El buen hombre
contestó que precisamente aquella noche
no era buena para estar en el campo
porque era la Noche de Difuntos, y
afirmaba haber oído hablar de
apariciones extrañas y de livianos
espectros fantasmales pululando por
aquel lugar, cerca del monasterio de Fresdelval.
Aunque el romero era tan supersticioso
como su acompañante, para darse ánimos a
sí mismo y tranquilizar a su
contertulio, dijo:
—¡Ea, buen hombre! Sobreponed vuestro
espíritu, que todo eso no es más que
cuentos de viejas. Remojemos el gaznate
con un tanto de vino y ahuyentaremos
nuestros temores.
No había acabado aún de pronunciar estas
palabras cuando los dos pudieron oír el
trote de un caballo avecinándose tras
unos cercanos matorrales. ¿Quién podría
estar cabalgando a horas tan
intempestivas? Pensar en una respuesta
coherente les helaba la sangre.
Giraron
el rostro y pudieron ver la silueta de
un caballero sobre su corcel. El fulgor
de las llamas de la fogata centelleaba
en el duro metal de su armadura y
dibujaba nítidamente los pulidos hierros
de la espada y la lanza.
El pastor y el peregrino se agazaparon
junto a la lumbre y observaron con
terror que el brioso caballo dirigía sus
pasos en línea recta hacia ellos. Era un
imponente ejemplar y las penumbras de la
noche parecían envolver sus luengas
crines.
Sin duda, caballero y caballo
eran fantasmas: no cabía duda de que
eran almas en pena que vagaban en la
Noche de Difuntos por aquel solitario
paraje, buscando, quizás, una paz que
les había sido negada en vida.
El espectro se detuvo impasible ante
ellos sin levantar la celada de su yelmo
para dar a conocer su rostro. De
repente, aquel guerrero de fiera silueta
volvió grupas y, espoleando a su
cabalgadura, remontó el collado y fue a
situarse en lo alto de la loma.
Los finos destellos de la luna
recortaban como un todo la
figura de jinete y caballo en la cima
del otero. Allí estuvo un buen tiempo,
como si estuviera observando la ciudad
de Burgos.
El pastor y el peregrino
comprendieron, por los gestos del
caballero, que una suerte de triste
melancolía embargaba aquel alma
errabunda.
Al poco, tiró de las riendas y, veloz
como el viento, se dirigió al otro
extremo del cerro, desde donde podía
vislumbrar toda la extensión de las
tierras de Castilla. En ese lugar
permaneció también sin moverse y con el
gesto sereno.
De nuevo volvió atrás y se
quedó mirando la ciudad de Burgos y sus
aledaños. Su penetrante mirada se
deslizó celosa de uno a otro lado, todo
le pareció conforme y comenzó a bajar
por la cuesta en donde nuestros amigos
estaban sentados observando expectantes
tan extraña conducta.
El misterioso caballero pasó junto a
ellos y, sin descubrirse, se detuvo un
instante.
—Recordad que yo, don Rodrigo Díaz de
Vivar, velo por Burgos y por Castilla.
La voz sonó como un trueno que rompe el
silencio de una tranquila noche, dejando
a aquellos hombres tan aterrados que
apenas pudieron susurrar un lastimero
«¡Dios nos valga!».
El caballero partió enseguida e inició
su descenso hacia el páramo por un
barranco, y la quietud más absoluta se
adueñó de la escena.
El pastor y el peregrino apenas podían
dar crédito a lo que habían visto.
Estaban sumidos en el más terrible de
los espantos.
A la mañana siguiente, los dos hombres se
desearon la paz y emprendieron
diferentes caminos.
El pastor volvió a su pueblo y contó el
suceso maravilloso que le había
acaecido, asegurando que el Cid iba la
Noche de Difuntos a aquel lugar para
asegurarse de que Burgos aún estaba allí
y de que Castilla continuaba siendo tan
hermosa como siempre, que el mismísimo
don Rodrigo Díaz de Vivar así se lo
había dicho.
También el peregrino bajó a Burgos y
contó la misma historia por los mesones
y en posadas de la ciudad.
—Y cada Noche de Difuntos —no cesaba de
afirmar enfervorecido al concluir su
relato—, Mío Cid sube a aquel otero y
vigila sus tierras de Castilla, y vuelve
otra vez al collado para admirar su
ciudad, su Burgos, y así pasa toda la
noche. Y si queréis comprobarlo, id...
id allí y lo veréis.
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Mío Cid sube a aquel otero y
vigila sus tierras de Castilla,
y vuelve otra vez al collado
para admirar su ciudad, su
Burgos, y así pasa toda la
noche. |
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