nclavado en la parte sur de la
sierra de Tejeda, a unos 56 km de
Málaga ciudad, Frigiliana es uno de
esos bellos pueblos blancos que se
encuentran en la malagueña comarca
de la Axarquía.
Como
es costumbre muy antigua en
cualquier parte de esta Andalucía
nuestra, los vecinos de Frigiliana
también ha sabido preservar del
olvido su patrimonio mítico,
preocupándose de transmitir, de
generación en generación, con el
simple procedimiento de la narración
oral, todas esas leyendas,
cuentecillos y sucedidos que, aunque
puedan parecer disparatados a los
ojos de quienes vivimos en estos
tiempos modernos, forman parte de la
memoria colectiva de los
frigilianenses.
Evocadas hoy con nostalgia por
quienes ya pintamos canas y
arraigadas en lo más íntimo de las
entrañas de quienes un día hubieron
de abandonar su casita del pueblo
por la falta de expectativas en
aquel pueblo de entonces, pero
sentidas todavía profundamente,
estas narraciones, todas ellas
curiosas, simples y atractivas,
sirvieron en su tiempo para el
recreo de la imaginación de las
gentes sin distinción de edad,
cuando, reunidos en torno a un
brasero o al fuego del hogar, los
abuelos se entregaban de lleno al
ejercicio de contar lo que a su vez
a ellos les habían contado los
suyos.
Desde luego, esta costumbre de
relatar cuentos al amor de la lumbre
no la tiene Andalucía en exclusiva:
en muchas zonas de España y de otros
países también se ha dado y se da.
Lo que sí parece ser muy típico de
nuestra región es la temática
(muertos que se aparecen, sombras
parlantes desde otra dimensión,
amores imposibles con fin trágico) y
el contexto situacional en que tales
hechos tienen lugar (normalmente, en
noches oscuras y en lugares
apartados). Es probable que esta
tradición sea herencia de nuestra
pasada dominación árabe y hunda sus
raíces en los contadores islámicos
de cuentos fantásticos que tanto
abundaban en los zocos y plazuelas
de la España musulmana.
Por
otra parte, esa costumbre de
narrativa oral, llevada a la
práctica ya en época cristiana,
halló también una fuente inagotable
en la virtuosidad de la mujer, pero,
sobre todo, en las historias de
amoríos ocultos, pasiones traidoras
y noviazgos frustrados, temas
preferentes de los chismosos, a los
que eran ajenos los mismos
enamorados, que no se percataban de
cuanto ocurría en su entorno,
popularizando así la palabra «novio»
(de ‘no vio’), que, al decir del
pueblo, no veían nada de cuanto se
decía de ellos, de lo enamorados que
estaban.
Los
novios solían ser centro de la
maledicencia pueblerina, provocada,
principalmente, por celos y odios.
Si la pareja rompía, la mujer era
siempre la que quedaba peor parada.
Este fue el caso de una joven de
Frigiliana, que, tras una discusión
con su novio, se vio envuelta en
tantas habladurías que la hicieron
enfermar seriamente.
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La madre, desesperada, buscó
los servicios de una
curandera, la cual, tras una
ojeada a la enferma, aseveró
con toda contun-dencia que
lo que padecía la doncella
era «mal de amores». |
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Cuenta la gente del lugar que el mal
que se adueñó del cuerpo de aquella
inocente doncella se ponía de
manifiesto con unos síntomas tan
extraños y desconocidos hasta
entonces, que no había médico en la
zona capaz de dar un diagnóstico
acertado ni se atreviese a
proporcionarle algún preparado que
la aliviase, a lo que se añadía el
que ella no hacía nada para
remediarlo.
La
joven empeoraba cada día. La madre,
desesperada, buscó los servicios de
una curandera, la cual, tras una
ojeada a la enferma, aseveró con
toda contundencia que lo que padecía
la doncella era «mal de amores».
Fuese o no ese su mal, lo cierto es
que su vida se fue apagando como una
lamparita, hasta que un día murió.
La doncella fue enterrada por sus
familiares en el cementerio del
pueblo.
Se
dice que, a los cinco años, hubo de
ser trasladada al osario, como era
norma. Fue entonces cuando tuvo
lugar lo que de portentoso y extraño
tiene el relato: sacada la tierra
que lo cubría, sorprendentemente el
ataúd permanecía entero, y, al
abrirlo para la extracción de los
restos mortales, el asombro hizo
presa de los familiares y demás
personas allí presentes cuando
vieron que el cuerpo de la joven
estaba intacto.
Los
familiares avisaron al párroco, al
que llamaban el cura Blanca, el
cual, dada la singularidad del
fenómeno, consideró la conveniencia
de trasladar aquel cuerpo
prodigiosamente incorrupto al
convento de las Carmelitas de
Vélez-Málaga, un pueblo vecino,
situado también en la comarca de la
Axarquía.
La
leyenda sitúa el acontecimiento a
mediados del siglo XIX, época en que
las comunicaciones eran tan pobres
en estas tierras que el acarreo de
mercancías de una a otra villa había
que llevarlo a cabo a lomos de una
caballería. Así las cosas, los
padres encargaron el transporte del
ataúd a un sobrino suyo, que era
arriero. A fin de evitar la
contingencia de una negativa de su
parte, consideraron conveniente no
avisarle del contenido de la carga.
Se
afirma entre los lugareños que,
durante el camino, el inadvertido
primo de la difunta oyó unas voces
que parecían provenir del ataúd,
aconsejándole que se apresurara
porque el tiempo amenazaba con
fuerte lluvia y se iban a mojar.
Una
vez llegado a Vélez-Málaga, contó la
rareza de las voces al capellán del
convento, quien le pidió que le
mostrara lo que había transportado.
El arriero le obedeció y, cuando lo
abrió, sufrió tal impresión al ver
el cuerpo de su prima que cayó
desplomado al suelo.
Agrega la leyenda que el cuerpo de
la doncella se mantuvo preservado de
la natural corrupción de los
cadáveres y que así fue conservado
en una urna durante muchos años,
hasta que unos acontecimientos, de
los que nadie sabe cuándo tuvieron
lugar, lo hicieron desaparecer para
siempre.