N.º 80

ABRIL-JUNIO 2013

14

   

   

   

   

   

   

   

EL PEÑÓN DEL LIRIO

Leyenda de Álora

   

   

Por Rosalía Sáenz de Buruaga & José Antonio Molero   

   

   

A

 mitad de camino entre el mar y las tierras interiores de la provincia de Málaga, zona obligada de paso por los pueblos históricos que han marcado sus huellas en estas tierras calentadas por el sol del Sur, se halla enclavada Álora al pie del monte del Hacho, justo en el vértice norte de la Hoya de Málaga, a unos 40 km de la capital de la provincia.

  
              

              
 

Perspectiva del monte del Hacho.

 
  

Lo que hoy ocupa el distrito municipal de la Álora originaria estuvo poblado desde la Prehistoria por los íberos turdetanos de Tartessos, constituyendo uno de los asentamientos urbanos más antiguos de la provincia. Los fenicios son el primer pueblo histórico que se benefició de las óptimas condiciones del valle del Guadalhorce, si bien fueron los romanos los que levantaron, para la protección del poblado, una suerte de empalizada defensiva en torno a la cumbre del Hacho, sobre la que luego, una vez fue abatido el reino de los visigodos, punto de origen del dominio musulmán, se levantó un castillo, a cuyo amparo surgió un núcleo de población que, desde la época romana, recibía el nombre de Iluro y, a partir de la dominación musulmana, de al-Lura, de donde procede el actual nombre, Álora.

Descompuesto el califato de Córdoba en diversos reinos de Taifas, después del derrocamiento del califa Hisham III (1027-1031), de la estirpe de los Omeyas, en 1031, la plaza de Álora formaba parte de la Taifa de Granada, que, a fines del siglo XV, representaba ya último estado islámico de la península. Su rey era Boabdil, apodado “El Chico”, de la dinastía Nazarí.

Durante el proceso reconquistador de este último vestigio musulmán por los Reyes Católicos, las tropas cristianas ponen cerco a la plaza de Álora, a la sazón bajo el mando del alcaide Alí al-Bazi, quien se niega a hacer entrega de las llaves de la fortaleza a las huestes castellano-aragonesas. Fernando el Católico ordena entonces a Don Bernardo, uno de sus más aguerridos capitanes, someter a la plaza a un duro sitio, la cual, tras nueve días de terca resistencia, se ve obligada a deponer las armas ante las tropas cristinas que, con su capitán al frente, entran a tomar posesión de la villa por la Plaza Baja, ocupando todas sus calles y casas. Era el 10 de junio de 1484. A partir de este día, la plaza y su castillo, sus gentes y sus tierras son incorporadas al reino de Castilla.

En medio de aquel indescriptible desconcierto que apareja una ocupación militar, dos mujeres, de cuyos nombres la Historia no nos ha dejado constancia, aceleraban el paso, cuesta arriba, por la callejuela tortuosa que remonta de la Plaza a la periferia del pueblo. Eran madre e hija, de origen musulmán aunque convertidas a la religión cristiana. Era la hija una joven de gran belleza: el fino talle de nardo que lucía, su blanca cara de suave azucena y una elegancia innata en sus modales eran cualidades solo propias de una hurí del Edén musulmán.

Quiso el azar que ambas mujeres se cruzasen en su huida con una escuadra comandada por el capitán. En la joven se clavaron al instante los ojos de Don Bernardo, que quedó prendado de su belleza a tal extremo que se convirtió en una obsesión para el joven castellano. No podía apartarla ni un momento de su mente. La pasión que se adueñó de él era tan fuerte que de inmediato se entregó a averiguar el lugar dónde vivía aquel ángel de mujer, sin que pudiese satisfacer su empeño.

  
                             
 

El Castillo de Álora.

Ubicado en el Cerro de las Torres, su origen se remonta a un asentamiento fenicio, que los romanos  fortificaron luego con una empalizada. Posteriormente fue arrasado por los vándalos durante una incursión. Serían los árabes quienes lo restaurarían, convirtiéndolo en residencia y alcazaba.

 
  

Inmerso en un amor tan desmedido, merodeaba una tarde el capitán por los alrededores de una quinta llamada la “Casa Grande” cuando un golpe de su suerte puso a la muchacha ante sus ojos. Entre las hojas de la parra que daban sombra al patio, podía adivinarse la figura de la bella joven lavando blancas sábanas de lino en una alberca de aguas cristalinas.

Para iniciar lo que había estimado una fácil conversación, no dudó en acercarse con la simple excusa de dar agua a su caballo. Muy cortésmente la saluda y la joven, bajando por un momento la vista, le devuelve educadamente el saludo. Pero recordando la costumbre de su pueblo en lo concerniente al trato con desconocidos, se aparta sutilmente a un lado, colocándose una distancia prudencial del caballero.

Un tanto contrariado, insiste el capitán en su afán por entablar conversación y se presenta esta vez como capitán del ejército vencedor. Pero la joven persiste en su negativa de prestar atención a los requerimientos de quien era un desconocido. Este gesto fue interpretado por el cristiano como un humillante desaire de una infiel, que el cristiano sintió clavarse en su orgullo como una hiriente espina.

Conquistada la plaza, las huestes cristinas habían partido hacia otros emplazamientos para continuar su misión conquistadora. Y Granada, aunque agitada por luchas intestinas e insistentemente amenazada por los cristianos, aún continuaba sin ser abatida.

Unos meses más tarde de la capitulación de Álora, la madre de la joven emprende un viaje a la capital del reino a legalizar unos papeles, ya que su marido, notable musulmán, se ocultaba entre las peñas del monte del Hacho por miedo a ser cautivo. Por las noches, siempre que podía, entraba a casa a escondidas. Aquella delicada situación suponía un secreto que la joven guardaba con extremo sigilo, pues, de saberse, supondría una muerte segura para el progenitor.

  
                             
 

La «Casa Grande».

 
  

Por aquellos días, arrastrado quizá por la nostalgia de un amor incomprendido que, sin poder impedirlo, le  perturba el alma sin descanso, Don Bernardo vuelve a la villa. Los celos le corrían el alma entera. No lograba comprender cómo una infiel había desdeñado su amor a un hidalgo castellano, curtido en cien batallas. La sospecha de que había otro hombre, le partía el alma. Sí, seguro, ese otro era el único causante del dolor que le oprimía el pecho.

Un día, estaba aguardando la caída de la noche cuando, de repente, vio una sombra furtiva deslizarse cautelosamente desde la fronda de los árboles hasta entrar en la “Casa Grande”. En un principio, el castellano sospecha de una posible infiltración enemiga en las líneas cristinas, pero, de inmediato, la persistente sospecha que enferma su corazón le induce a pensar que se trata del rival que le impide tener el favor de la bella mora.

Y sin otra consideración, desenvaina su espada, corre veloz en pos de la oscura silueta y se adentra como un torbellino en la vivienda. ¡Oh grata y a la vez infausta sorpresa! Era la hermosa joven musulmana que, aprovechando la complicidad de la noche, había acudido a una entrevista con su padre. Asustada al verse sorprendida tan repentinamente, la amedrentada muchacha se lanza a los brazos paternos buscando protección.

Pero el corazón de Don Bernardo estaba oscurecido por negros nubarrones de celos, odio y rencor. El desdén de que había sido objeto por parte de la joven infiel lo tenía sin sentido. E inundando la estancia toda de un espeluznante alarido que no parecía humano, alza furibundo su diestra empuñando la espada y descarga violentamente el afilado metal sobre aquel hombre que creía su rival. Ella, al ver a su padre caer inerme al suelo, corre aterrorizada hacia las peñas del monte, y él, presa de una demencia que lo desborda, corre frenético tras ella hasta darle alcance justo al lado de un enorme peñón. 

  
              

              
 

El Peñón del Lirio.

 
  

Aturdida por el pánico, la muchacha grita desesperadamente intentando, en vano, deshacerse como podía del cautiverio a que la sometían las manos de aquel verdugo enloquecido, que no cesaba de proferir amenazas con gesto agresivo y fiero: «¡Ahora entiendo tu desprecio y comprendo tu altanería de mala mujer!», bramaba. Ella, con los ojos llenos de lágrimas y gesto de enorme dolor, le invoca su clemencia: «¡Don Bernardo, os equivocáis; yo soy pura como un lirio!». Pero el castellano, ciego de amor y celos, no quiere escucharla y, a golpe de espada, descarga su furia hasta dejar su cuerpo sin vida tirado en aquel suelo escarpado, al pie mismo de un almendro.

En ese instante, y por efecto de un portento inexplicable, el almendro florece y, como transido de una pena incontenible, comienza a esparcir sus pétalos blancos, cual lágrimas de nieve, sobre el rostro de cera de la joven ya sin vida. No pudiendo contener su dolor, de las tinieblas de aquella noche cerrada en negro azabache, emerge una exuberante Luna Nueva que, con destellos fulgurantes de luz y de fuego, irradia aquel peñón, seca las flores del almendro y convierte el bello cuerpo de la joven en un hermoso lirio blanco.

Cuando a los dos días regresa se madre de Granada y se esclarecieron los hechos, Don Bernardo lloró amargamente su irremediable hecho en aquel “Peñón del Lirio”.

Con la llegada del verano, los últimos días de junio marchitaron la vida de aquel misterioso lirio, pero no permitió la buena suerte su desaparición total, pues los pajarillos del monte esparcieron por todo el valle sus frescas semillas germinadoras de vida.

Desde entonces, cada primavera, en el valle del río Guadalhorce florecen centenares de lirios blancos. Pero lo más sorprendente es que, formando parte del rocoso conglomerado del Peñón, destaca una imagen blanquecina, a la que un lirio blanco tapa el cuello hasta la barbilla, que se asemeja a una Virgen Inmaculada, o a una Santa… o a lo que cada uno pueda ver con los ojos del alma, y a la que mucha gente pone flores todos los días del año.

  
              

              
 

Desde entonces, cada primavera, en el valle del río Guadalhorce florecen centenares de lirios blancos.

 
  

   

   

Rosalía Sáenz de Buruaga y Carvajal (Málaga, 1992). Estudiante de Grado en Maestro de Educación Primaria en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Málaga.

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga, 1946). Diplomado en Maestro de Enseñanza Primaria y licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga. Es profesor de Lengua, Literatura y sus Didácticas en la Facultad de Ciencias de la Educación de la UMA. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección y edición de GIBRALFARO, revista digital de publicación trimestral patrocinada por el Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura de la Universidad de Málaga.

    

    

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral de Cultura. Año XII. II Época. Número 80. Abril-Junio 2013. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2013 Rosalía Sáenz de Buruaga y Carvajal & José Antonio Molero. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones del texto, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es). Edición en CD: Diseño Gráfico y Maquetación: Antonio M. Flores Niebla. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2013 Departamento de Didáctica de la Lengua y la Literatura. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.