mitad de camino entre el
mar y las tierras interiores
de la provincia de Málaga,
zona obligada de paso por
los pueblos históricos que
han marcado sus huellas en
estas tierras calentadas por
el sol del Sur, se halla
enclavada Álora al pie del
monte del Hacho, justo en el
vértice norte de la Hoya de
Málaga, a unos 40 km de la
capital de la provincia.
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Perspectiva del monte del
Hacho. |
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Lo que hoy ocupa el distrito
municipal de la Álora
originaria estuvo poblado
desde la Prehistoria por los
íberos turdetanos de
Tartessos, constituyendo uno
de los asentamientos urbanos
más antiguos de la
provincia. Los fenicios son
el primer pueblo histórico
que se benefició de las
óptimas condiciones del
valle del Guadalhorce, si
bien fueron los romanos los
que levantaron, para la
protección del poblado, una
suerte de empalizada
defensiva en torno a la
cumbre del Hacho, sobre la
que luego, una vez fue
abatido el reino de los
visigodos, punto de origen
del dominio musulmán, se
levantó un castillo, a cuyo
amparo surgió un núcleo de
población que, desde la
época romana, recibía el
nombre de Iluro y, a partir
de la dominación musulmana,
de al-Lura, de donde procede
el actual nombre, Álora.
Descompuesto el califato de
Córdoba en diversos reinos
de Taifas, después del
derrocamiento del califa
Hisham III (1027-1031), de la estirpe de
los Omeyas, en 1031, la
plaza de Álora formaba parte
de la Taifa de Granada, que,
a fines del siglo XV,
representaba ya último
estado islámico de la
península. Su rey era
Boabdil, apodado “El Chico”,
de la dinastía Nazarí.
Durante el proceso
reconquistador de este
último vestigio musulmán por
los Reyes Católicos, las
tropas cristianas ponen
cerco a la plaza de Álora, a
la sazón bajo el mando del
alcaide Alí al-Bazi, quien
se niega a hacer entrega de
las llaves de la fortaleza a
las huestes
castellano-aragonesas.
Fernando el Católico ordena
entonces a Don Bernardo, uno
de sus más aguerridos
capitanes, someter a la
plaza a un duro sitio, la
cual, tras nueve días de
terca resistencia, se ve
obligada a deponer las armas
ante las tropas cristinas
que, con su capitán al
frente, entran a tomar
posesión de la villa por la
Plaza Baja, ocupando todas
sus calles y casas. Era el
10 de junio de 1484. A
partir de este día, la plaza
y su castillo, sus gentes y
sus tierras son incorporadas
al reino de Castilla.
En medio de aquel
indescriptible desconcierto
que apareja una ocupación
militar, dos mujeres, de
cuyos nombres la Historia no
nos ha dejado constancia,
aceleraban el paso, cuesta
arriba, por la callejuela
tortuosa que remonta de la
Plaza a la periferia del
pueblo. Eran madre e hija,
de origen musulmán aunque
convertidas a la religión
cristiana. Era la hija una
joven de gran belleza: el
fino talle de nardo que
lucía, su blanca cara de
suave azucena y una
elegancia innata en sus
modales eran cualidades solo
propias de una hurí del Edén
musulmán.
Quiso el azar que ambas
mujeres se cruzasen en su
huida con una escuadra
comandada por el capitán. En
la joven se clavaron al
instante los ojos de Don
Bernardo, que quedó prendado
de su belleza a tal extremo
que se convirtió en una
obsesión para el joven
castellano. No podía
apartarla ni un momento de
su mente. La pasión que se
adueñó de él era tan fuerte
que de inmediato se entregó
a averiguar el lugar dónde
vivía aquel ángel de mujer,
sin que pudiese satisfacer
su empeño.
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El Castillo de
Álora.
Ubicado en el
Cerro de las
Torres, su
origen se
remonta a un
asentamiento fenicio,
que los romanos
fortificaron
luego con una
empalizada. Posteriormente
fue arrasado por
los
vándalos
durante una
incursión.
Serían los
árabes quienes
lo restaurarían,
convirtiéndolo
en residencia y
alcazaba. |
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Inmerso en un amor tan
desmedido, merodeaba una
tarde el capitán por los
alrededores de una quinta
llamada la “Casa Grande”
cuando un golpe de su suerte
puso a la muchacha ante sus
ojos. Entre las hojas de la
parra que daban sombra al
patio, podía adivinarse la
figura de la bella joven
lavando blancas sábanas de
lino en una alberca de aguas
cristalinas.
Para iniciar lo que había
estimado una fácil
conversación, no dudó en
acercarse con la simple
excusa de dar agua a su
caballo. Muy cortésmente la
saluda y la joven, bajando
por un momento la vista, le
devuelve educadamente el
saludo. Pero recordando la
costumbre de su pueblo en lo
concerniente al trato con
desconocidos, se aparta
sutilmente a un lado,
colocándose una distancia
prudencial del caballero.
Un tanto contrariado,
insiste el capitán en su
afán por entablar
conversación y se presenta
esta vez como capitán del
ejército vencedor. Pero la
joven persiste en su
negativa de prestar atención
a los requerimientos de
quien era un desconocido.
Este gesto fue interpretado
por el cristiano como un
humillante desaire de una
infiel, que el cristiano
sintió clavarse en su
orgullo como una hiriente
espina.
Conquistada la plaza, las
huestes cristinas habían
partido hacia otros
emplazamientos para
continuar su misión
conquistadora. Y Granada,
aunque agitada por luchas
intestinas e insistentemente
amenazada por los
cristianos, aún continuaba
sin ser abatida.
Unos meses más tarde de la
capitulación de Álora, la
madre de la joven emprende
un viaje a la capital del
reino a legalizar unos
papeles, ya que su marido,
notable musulmán, se
ocultaba entre las peñas del
monte del Hacho por miedo a
ser cautivo. Por las noches,
siempre que podía, entraba a
casa a escondidas. Aquella
delicada situación suponía
un secreto que la joven
guardaba con extremo sigilo,
pues, de saberse, supondría
una muerte segura para el
progenitor.
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La «Casa
Grande». |
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Por aquellos días,
arrastrado quizá por la
nostalgia de un amor
incomprendido que, sin poder
impedirlo, le perturba el
alma sin descanso, Don
Bernardo vuelve a la villa.
Los celos le corrían el alma
entera. No lograba
comprender cómo una infiel
había desdeñado su amor a un
hidalgo castellano, curtido
en cien batallas. La
sospecha de que había otro
hombre, le partía el alma.
Sí, seguro, ese otro era el
único causante del dolor que
le oprimía el pecho.
Un día, estaba aguardando la
caída de la noche cuando, de
repente, vio una sombra
furtiva deslizarse
cautelosamente desde la
fronda de los árboles hasta
entrar en la “Casa Grande”.
En un principio, el
castellano sospecha de una
posible infiltración enemiga
en las líneas cristinas,
pero, de inmediato, la
persistente sospecha que
enferma su corazón le induce
a pensar que se trata del
rival que le impide tener el
favor de la bella mora.
Y sin otra consideración,
desenvaina su espada, corre
veloz en pos de la oscura
silueta y se adentra como un
torbellino en la vivienda. ¡Oh
grata y a la vez infausta
sorpresa! Era la hermosa
joven musulmana que,
aprovechando la complicidad
de la noche, había acudido a
una entrevista con su padre.
Asustada al verse
sorprendida tan
repentinamente, la
amedrentada muchacha se
lanza a los brazos paternos
buscando protección.
Pero el corazón de Don
Bernardo estaba oscurecido
por negros nubarrones de
celos, odio y rencor. El
desdén de que había sido
objeto por parte de la joven
infiel lo tenía sin sentido.
E inundando la estancia toda
de un espeluznante alarido
que no parecía humano, alza
furibundo su diestra
empuñando la espada y
descarga violentamente el
afilado metal sobre aquel
hombre que creía su rival.
Ella, al ver a su padre caer
inerme al suelo, corre
aterrorizada hacia las peñas
del monte, y él, presa de
una demencia que lo
desborda, corre frenético
tras ella hasta darle
alcance justo al lado de un
enorme peñón.
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El Peñón del
Lirio. |
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Aturdida por el pánico, la
muchacha grita
desesperadamente intentando,
en vano, deshacerse como
podía del cautiverio a que
la sometían las manos de
aquel verdugo enloquecido,
que no cesaba de proferir
amenazas con gesto agresivo
y fiero: «¡Ahora entiendo tu
desprecio y comprendo tu
altanería de mala mujer!»,
bramaba. Ella, con los ojos
llenos de lágrimas y gesto
de enorme dolor, le invoca
su clemencia: «¡Don
Bernardo, os equivocáis; yo
soy pura como un lirio!».
Pero el castellano, ciego de
amor y celos, no quiere
escucharla y, a golpe de
espada, descarga su furia
hasta dejar su cuerpo sin
vida tirado en aquel suelo
escarpado, al pie mismo de
un almendro.
En ese instante, y por
efecto de un portento
inexplicable, el almendro
florece y, como transido de
una pena incontenible,
comienza a esparcir sus
pétalos blancos, cual
lágrimas de nieve, sobre el
rostro de cera de la joven
ya sin vida. No pudiendo
contener su dolor, de las
tinieblas de aquella noche
cerrada en negro azabache,
emerge una exuberante Luna
Nueva que, con destellos
fulgurantes de luz y de
fuego, irradia aquel peñón,
seca las flores del almendro
y convierte el bello cuerpo
de la joven en un hermoso
lirio blanco.
Cuando a los dos días
regresa se madre de Granada
y se esclarecieron los
hechos, Don Bernardo lloró
amargamente su irremediable
hecho en aquel “Peñón del
Lirio”.
Con la llegada del verano,
los últimos días de junio
marchitaron la vida de aquel
misterioso lirio, pero no
permitió la buena suerte su
desaparición total, pues los
pajarillos del monte
esparcieron por todo el
valle sus frescas semillas
germinadoras de vida.
Desde entonces, cada
primavera, en el valle del
río Guadalhorce florecen
centenares de lirios
blancos. Pero lo más
sorprendente es que,
formando parte del rocoso
conglomerado del Peñón,
destaca una imagen
blanquecina, a la que un
lirio blanco tapa el cuello
hasta la barbilla, que se
asemeja a una Virgen
Inmaculada, o a una Santa… o
a lo que cada uno pueda ver
con los ojos del alma, y a
la que mucha gente pone
flores todos los días del
año.
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Desde entonces,
cada primavera,
en el valle del
río Guadalhorce
florecen
centenares de
lirios blancos. |
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