l tiempo de concluir la
redacción en que os refería
la extraordinaria historia
que se cuenta en Antequera
sobre la imagen de la Virgen
de los Remedios**, me ha
venido a la memoria otro
hecho que estoy segura va
a acaparar vuestro interés por
lo que tiene de enigmático y
sorprendente.
Cada vez que lo evoco, un
escalofrío me corre de
arriba abajo todo el cuerpo.
Nos lo contó hace ya algunos
años un vecino nuestro que
había venido a pasar unos
días a Antequera. Aunque el
hombre no había nacido aquí,
la casa que habitaba era de
su propiedad por herencia
familiar, y en ella, por lo
que nos refirió en varias
ocasiones, había vivido las
temporadas que pasó durante
la infancia, cuando venía en
compañía de sus padres.
Todo surgió de forma casual.
En una de las ocasiones en
que mi familia fue a hacerle
una visita, a una prima mía
se le ocurrió comentar la
extrañeza con que se le
había extraviado su reloj de
pulsera; no se explicaba
cómo había podido perderlo
sin darse cuenta.
Como movido por un resorte,
nuestro anfitrión interrumpe
la cordial conversación que
sostenía con mi padre y,
dirigiéndose al grupo de
chicas, hace un breve
comentario relacionado con
lo sorprendente de las
circunstancias que pueden
rodear algunos hechos, para
preguntarnos de seguido si
nos gustaría oír un cuento
sobre un reloj, sobre un
reiterado, monótono y
persistente tictac que nadie
desearía oír jamás en su
vida.
Aseguraba el hombre
habérselo oído narrar a una
persona que, por su
vinculación con la familia a
la que había acontecido el
fenómeno, merecía de su
parte toda credibilidad. Y,
al responderle nosotras
afirmativamente, el relato
no se hizo esperar.
El hecho tuvo lugar en una
pequeña casa de la calle
Hornos. Por entonces,
ocupaba la vivienda un
matrimonio que tenía por
mucha suerte ser padres de un
muchacho de unos catorce
años, un chico alegre,
aplicado y obediente que
colmaba la alegría de sus
progenitores.
Cinco sillas, varios
cuadros, algunos platos y
vasos, y dos mesitas y una
cómoda componían todo el
mobiliario de la casa. En un
rincón del habitáculo que
parecía ser la cocina estaba
la alacena, en la que la
familia guardaba las cosas
que les servían de alimento.
En ella había también un
reloj, uno de esos relojes
antiguos de cuerda, grande y
de largas manecillas, que
aquella gente conservaba
como recuerdo familiar.
A causa, quizá, de su
maquinaria antigua, el reloj
acusaba un tictac penetrante
y molesto, de ahí que, a fin
de mitigar un poco el
molesto sonsonete, se le
había ocurrido a aquel
hombre recluirlo en la
alacena. En aquel sitio
podría cumplir su cometido
de dar la hora sin causar
molestia, con solo echarle
una ojeada. Durante el día,
el objetivo estaba logrado,
pero, en cuanto la familia
se retiraba a dormir a sus
habitaciones, el reloj
parecía arreciar,
inmisericorde, desde sus
adentros aquel reiterado y
monótono son.
Una noche de tormenta, el
tictac del reloj se hizo más
grave de lo habitual,
elevándose incluso por
encima del ruido de los
truenos que sacudían la
noche. Como una orquesta,
todos los rincones de la
casa parecían hacerse eco de
aquella inesperada percusión
que emanaba sin cesar del
aparato.
El padre dio un bote de la
cama y se dirigió a donde
provenía tal ruido. Fue
entonces cuando se percata
de que lo emitía el reloj de
la cocina. Extrañado, alarga
una mano, lo toma y lo
deposita sobre la mesa,
intentado buscarle una
explicación a tan extraño
sonido. Lo para y procede a
desmontar su compleja
maquinaria. Quizá podría
deberse a una inesperada
avería. Al no encontrar nada
que explicara el incremento
del sonido, lo monta de
nuevo, vuelve a dejarlo en
el sitio que ocupaba y se
acuesta. Pero aquel tictac
seco y profundo continuó
saliendo de la alacena para
inundar toda la casa. Ninguno
pudo dormir esa noche.
A la mañana siguiente, la
familia comentó con el
vecindario lo que les estaba
ocurriendo, sin que nadie
pudiese darles una
explicación satisfactoria.
Ningún vecino sabía nada. Temiendo
perder la cordura, deciden
parar su funcionamiento,
esperando así acabar con la
causa de aquel desesperante
ruido. Pero el resultado no
fue el esperado. El
proceloso tictac continuaba
oyéndose por toda la casa
como un taladro implacable.
Pasó una semana y la familia
empieza a habituarse a
convivir con el persistente
sonido que se había cruzado
en sus vidas. Pero la mañana
del décimo día, nada más
despuntar los rayos del
primer sol por la ventana,
el silencio más absoluto se
hizo dueño, de manera
imprevista, de toda la casa.
El sonido del reloj se apagó
por completo,
repentinamente. Justo en ese
momento, varios golpes secos
sacuden el portón de la
casa. La madre va presurosa
y abre una de las hojas. Dos
hombres corpulentos dejaron
verse ante ella. Venían a
comunicarle algo inesperado
y muy doloroso. Justamente
aquella mañana, cuando su
hijo se dirigía como cada
día a la huerta, un coche
sin control se había
precipitado brutalmente
contra él, llevándolo al
borde de la muerte. Aquel
joven de catorce años, su
único hijo, había logrado
salvar la vida, pero, a
consecuencia del trágico
accidente, había caído en un
coma profundo.
Aunque aturdidos, la luz se
hizo ante ellos de
inmediato, al comprender que
acaba de cumplirse lo que
tan sólo se tenía por una
centenaria leyenda, según la
cual el frenético tictac que
los había estado
martirizando durante esos
días era, en realidad, la
cuenta atrás del
cumplimiento de una desdicha
que ocurriría, precisamente,
en el momento mismo en que
el reloj de la casa dejase
de sonar.
Completó su relato el
hombre, precisando que el
muchacho sobrevivió a la
tragedia gracias a los
cuidados pacientes de la
familia, y que, una vez
restablecido, se trasladó a
la capital de la provincia o
a otra ciudad, donde
contrajo matrimonio y tuvo
hijos, uno de los cuales fue
padre de aquel hombre vecino
nuestro que nos contó esta
enigmática historia.
|
|
|
|
|
Antequera. Vista
panorámica. |
|
|
__________
NOTA del EDITOR
*
Las leyendas son, naturalmente,
narraciones ficticias. Pero,
al igual que ocurre con los
cuentos, los elementos del
relato han de encajar
perfectamente en el discurso
del texto como las piezas de
un puzle; nada puede faltar
ni sobrar, porque los
elementos de una narración
son interdependientes; es
decir, una leyenda tiene que
tener cohesión narrativa. Lo
anterior cobra sentido con
lo que sigue. Las
redacciones que hemos
encontrado en Internet
relacionadas con el
legendario hecho que acabáis
de leer, todas, sin
excepción, aunque aparezcan
sobre la firma de autores
diferentes, presentan
vestigios de haber bebido de
la misma fuente, de ahí,
probablemente, la gran
similitud que presentan,
aparte de una redacción
deficiente, de tópicos
manidos y frases hechas más
propias de la lengua oral,
y, lo que más importa ahora,
todas ellas coinciden en
incluir, en su parte final,
una denotación cuya
presencia no se justifica en
nada en el discurso de la
narración. Me refiero al
hecho de atribuirle al reloj
la denominación “de San
Marcos”, elemento con el
que, incluso, dan título al
relato. Intentado, pues,
prestarle a la leyenda la
seriedad que se merece,
hemos saneado el texto de
sus asperezas lingüísticas
y, procurando dotar al
desarrollo de mayor sucesión
lógica, también hemos
prescindido de todo lo
carente de sentido y
superfluo; y, de igual
manera, hemos omitido, hasta
que alguna fuente nos
justifique su presencia en
la relación de los hechos,
la alusión referida a “El
Reloj de San Marcos”,
simplificándolo todo en “el
Reloj de la Desdicha”.
** Nos
referimos a la Leyenda de
la imagen de la Virgen de
los Remedios de Antequera,
recogida, redactada y
transcrita por la misma
autora, y publicada en el
número 85 de nuestra
revista. La tenéis
disponible en esta
dirección: <www.gibralfaro.uma.es/leyendas/pag_1937.htm>. |