LOS CAMBIOS QUE ha experimentado el mundo a lo largo de su historia
han ido afectando también a todos los seres vivos que lo pueblan.
Con el paso de los años, los habitantes de la Tierra se han ido
acomodando a las nuevas circunstancias geológicas, modificando
ellos, a su vez, su anatomía hasta puntos increíbles, incluso han
variado también en número. Este acontecimiento ya está presente, en
forma de leyenda o de creencia, y desde hace mucho tiempo, en las
culturas más arcaicas, cuya tradición se encarga, al igual que
ocurre en nuestra cultura, de transmitir de generación en
generación.
Pues bien, cuenta una tradición del pueblo chippewa [1] que hace
mucho tiempo, cuando el mundo era joven, los puercoespines [2] no
tenían púas. Un día, un puercoespín salió de su cobijo en busca de
algo que comer al amparo de la espesura del bosque. Cuando husmeaba
entre unos matojos, un oso que merodeaba por allí buscando miel se
lanzó de improviso sobre él, intentando acabar con su vida. Avisado
el puercoespín por su instinto de pervivencia, esquivó por un
milagro el primer zarpazo, salió corriendo y trepó a la copa de un
árbol con la velocidad de un rayo, salvando así la vida.
Al día siguiente, la necesidad de buscar sustento le obligó a salir
de nuevo a pesar de su temor al peligro que le acechaba. Nada más
empezar su colecta, una zarzamora se abre a su vista cuajada de sus
lustrosos frutos. Pero, al tratar de coger una mora, las púas de la
planta le negaron su fruto, pinchándole el hocico. Curioso y extraño
a la vez. Un arbusto estaba protegiendo su fruto con una suerte de
ganchos punzantes.
Tuvo entonces una idea. Partió unos sarmientos bien pertrechados de
púas y se los puso en el lomo, sujetos con algunos pelos, a modo de
carga. Acto seguido, se fue al bosque y aguardó al oso.
No se hizo esperar el gigantesco animal. Cuando el oso saltó sobre
su víctima, el pequeño animal se enroscó sobre su vientre como una
pelota y
tornó su lomo directamente hacia el agresor, al tiempo que sacudía
su cuerpo una y otra vez lanzándole sus pinchos.
El oso tuvo que irse pues las espinas le pinchaban demasiado.
Nanabozho [3], que había presenciado lo ocurrido oculto tras maleza,
se presenta al momento y llama al puercoespín.
—¿Cómo sabías esa treta? —le pregunta.
—¡Siempre que salgo por comida, mi vida corre peligro por culpa del
oso! —le responde el puercoespín—. Por eso, cuando he visto lo que
me hacían esas espinas, he pensado que podría usarlas en mi defensa.
Nanabozho cogió entonces varias ramas de espino blanco y les quitó
la corteza hasta que apareció lo blando de su médula; puso a
continuación un poco de barro en el lomo del puercoespín y fue
clavando una a una las espinas en aquel barro, como si todo ello
formase parte de la piel del animal.
—Ahora vete al bosque— le ordenó. Nanabozho no dijo ni una palabra
más. El puercoespín obedeció, volvió a internarse en el bosque ante
la mirada atenta de aquel ser mitad hombre, mitad espíritu, que se
ocultó tras un árbol.
De inmediato, apareció un lobo; saltó sobre el puercoespín, pero, al
momento, salió corriendo y aullando de dolor. En ese momento llegó
el oso, que, al ver la escena, recordó lo que le había ocurrido a
él y siguió su camino alejándose un buen trecho del puercoespín.
Tras su dolorosa experiencia, no había cosa que temiese más que a
esas espinas.
La noticia del poder de las púas corrió por el bosque como el fuego
avivado por el viento, y de ese bosque pasó a otros bosques, hasta
que todos los animales la conocieron. Desde entonces, todos los
puercoespines tienen púas.
PARA SABER MÁS
1 Los pueblos chippewa.
Descubierto el nuevo continente en 1492, los jesuitas franceses
fueron los occidentales que contactaron, por vez primera, con los
chippewa. Ocurría esto en torno al año 1600. En realidad, la cultura
chippewa no la constituía una única tribu, sino varias, por eso que
sea más acertado hablar de tribus o de pueblos chippewa. Su
hábitat se extendía por casi todo el NO de América del Norte, desde las Montañas Rocosas
a la bahía del Hudson, y el actual Estado de Virginia por el sur.
Gracias a estos
religiosos, los chippewa confraternizaron pronto con los colonos
franceses que ocupaban lo que hoy es Quebec (Canadá), con los cuales
entablan relaciones comerciales consistentes en la venta de pieles, e, incluso,
muchos de estos aborígenes contrajeron matrimonio con mujeres
francesas.
En más de una
ocasión, los chippewa ayudaron a los franceses en sus guerras contra
los ingleses por el predominio colonial en América del Norte.
Durante la llamada Revolución Americana, los chippewa apoyaron a los
británicos en su intento de sofocar la revuelta de los colonos
angloamericanos, de quienes recelaban desde hacía tiempo a causa de
las continuas incursiones que estos perpetraban en sus tierras con
ánimo de apropiarse de ellas.
Una vez constituido
como país independiente del Imperio Británico con la firma del
Tratado de París (1783), Estados Unidos llegó a firmar con los pueblos chippewa y otras tribus
del Medio Oeste, entre 1785 y 1867, hasta 44 tratados, la mayoría de
los cuales relacionados con el respeto a la propiedad de tierras
pertenecientes a los indígenas.
Como cabía esperar
de un Estado que aspiraba a convertirse en potencia mundial de
primer orden, los tratados fueron incumplidos casi todos ellos por
los diferentes gobiernos norteamericanos, dando lugar a que las
tribus indígenas se vieran obligadas a ir renunciando, de manera
continuada, a sus
tierras y zonas de caza a favor de los colonos, y a recluirse en unos
terrenos áridos e
improductivos y sin apenas ganado —las llamadas reservas—, que los
gobiernos americanos fueron creando conforme iban expropiando las
tierras a los nativos. Muchas fueron las veces, sobre todo a
partir de 1862, en que estos pueblos, indignados por el
latrocinio de que estaban siendo objeto, declararon la guerra a
Estados Unidos, en todas las ocasiones sin otro resultado que una
segura derrota a causa de la disparidad de fuerzas enfrentadas.
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Jefes
chippewa. |
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En 1794 tuvo lugar
un hecho luctuoso que constituyó un precedente en las tensas
relaciones entre los aborígenes y Estados Unidos, cuando el general
Anthony Wayne, tras una revuelta de los chippewa a causa del
incumplimiento de un acuerdo, logra vencerlos cruentamente en la
batalla de Fallen Timbers. El “Loco Anthony”
—como así era conocido
ese general por su falta de escrúpulos y la forma irreflexiva con
que llevaba a cabo sus campañas— fue el primero de una larga lista
de militares estadounidenses (George A. Custer es otro ejemplo
lamentable) que no tuvieron el menor escrúpulo a la hora de emplear
con saña su sanguinaria máquina de guerra frente a las tribus nativas, en
inferioridad de condiciones.
Conforme iban
siendo derrotados, los chippewa eran conducidos, bajo la vigilancia
de tropas del gobierno, a la reserva que
previamente se les había asignado, en donde vivirán confinados y
apartados de la civilización, con la excepción de algunos
movimientos y traslados por algunas tribus a otros sitios más
fértiles, hasta que, en 1934, de acuerdo con el Acto de
Reorganización Indio, algunos grupos fueron reconocidos como
naciones de pleno derecho y confederas a los Estados Unidos. En la actualidad,
los que aún viven según su cultura de las nueve tribus algonquinas
constituyen una población aproximada a las once mil personas, hoy se
ve reducida, casi por igual, a las provincias de Quebec y de
Ontario, de Canadá, y a
Wisconsin y Minnesota, en Estados
Unidos.
Con respecto a sus
creencias, cabe decir que el pueblo chippewa constituía una cultura
muy espiritual y la religión que profesaban tenía caracteres
animistas. Todas las tribus reconocían un único dios, Manitú, y su
idea de la creación tiene mucho de panteísta, pues creían en una
fuerza misteriosa (el alma) que estaba presente en todos los seres
vivos (hombres, animales y plantas) y no vivos (las cosas), razón
por la cual todos los seres de la creación deben ser respetados por
tratarse de almas consagradas.
Los chippewa tenían
la creencia de que la parte espiritual, una vez acaecía la muerte,
se iba hacia el oeste, a una tierra de verdes prados, poblada de
muchos animales de caza, y allí, el espíritu de la persona fallecida
disponía de todo lo que pudiese querer y necesitar en esa otra vida.
Sin embargo,
presentaban algunas diferencias entre ellos; así, por ejemplo, las
tribus chippewa del norte creían en que el espíritu de los
fallecidos iba a visitar con frecuencia la tumba en que estaba
enterrado, cosa que dejaba de hacer cuando el cuerpo queda
convertido en polvo.
Los chippewa no
tenía un lugar concreto para el culto a su dios, aunque los arroyos,
los ríos y los bosques eran sitios muy elegidos para sus ceremonias
religiosas.
(Gregorio
Doval Huecas,
Extracto de
Breve historia de los
indios norteamericanos,
Ed. Nowtilus, Madrid, 2009).
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Escena de la batalla
de Fallen Timbers, librada entre los chippewa y el
general Anthony Wayne, acertadamente conocido por el
“Loco Anthony”. |
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2
El
puercoespín
es un mamífero roedor nocturno que habita en el norte de África, de
unos 25 cm de alto y 60 de largo, con cuerpo rechoncho, cabeza
pequeña y hocico agudo, cuello cubierto de crines fuertes, blancas o
grises, y lomo y costados con púas córneas, blancas y negras en
zonas alternas.
(DRAE, 1.)
3
También conocido como Naanabozho y Nanabozhoo en la
tradición de los pueblos algonquinos, es un héroe mitológico de la
cultura de los chippewa. Algunas versiones lo presentan como hijo de
padres humanos, aunque otras dicen que tuvo por padre al viento.
Encarna las cualidades humanas y las sobrenaturales, reflejando su
vínculo entre las personas y su creador. La parte humana heredada lo
predispone a sufrir hambre y dolor físico, pero la parte
sobrenatural le da poderes para producir los vientos y las lluvias,
hablar con los animales y las plantas, y matar a los malos
espíritus. Una de las historias que se conocen de él refiere cómo
este legendario ser mitad dios mitad hombre engañó a los animales
del bosque durante una gran hambruna para que le dejaran a él y a su
familia los alimentos del bosque. Otra cuenta cómo castigó al
bisonte, colocándole una joroba en el lomo, y a los zorros,
condenándolos a vivir en los fríos suelos por haber destruido nidos
de pájaros.
(George CATLIN, Los
indios de Norteamérica,
José de Olañeta, Editor, Palma de Mallorca, 1994). |