«Granada tiene dos ríos, ochenta campanarios, cuatro mil acequias,

cincuenta fuentes, mil y un surtidores y cien mil habitantes.»

FEDERICO GARCÍA LORCA, Buenos Aires, 1933.

QUIENES TENEMOS YA cierta edad recordamos que en los tiempos en que nos tocó vivir la infancia no era un hecho habitual que las casas estuviesen provistas de agua corriente como ocurre en nuestra actualidad. No era tampoco cosa frecuente ver engalanadas de fuentes las calles y plazas de nuestros pueblos y ciudades. Salvo en los contados casos en que dispusiesen de un pozo o un venero natural en el patio propio, desde antiguo todos teníamos asimilada como práctica normal que disponer de agua en casa para satisfacer la sed propia, elaborar los alimentos y la higiene personal requería transportarla directamente del pozo, de la acequia o de la fuente más próxima. Ir a por agua a la fuente fue, durante mucho tiempo, un acto tan típico como habitual y necesario.

En un contexto como el descrito, surge la figura del aguador (o ‘aguaor’) como un oficio que ejercieron por igual hombres y mujeres y cuya importancia fue mayor de la que ahora podamos hacernos una idea. Tan así es que incluso fue motivo inspirador de nuestros más celebrados pinceles; no hay más que recordar el famoso cuadro de Velázquez, titulado “El Aguador de Sevilla” (c. 1620).

Sin bares ni heladerías ni otros establecimientos que conocemos hoy, era muy de agradecer encontrarse con aquel personaje enjuto de carnes, cabeza bajo un sombrero del palma y tez achicharrada por el sol, pregonando su agua fresca con un buen chorro de voz que difícilmente pasaba inadvertido: «¡Acabaíca de bajar la traigo ahora! ¡Fresca como la nieve! ¿Quién quiere aguaaa? ¡Nieve! ¡Nieeeve de la sierra! ¡¿Quién quiere agüita fresca, que se va el tío?!».

Mediante el pago de una pequeña cantidad, el aguador daba de beber a todo aquel que solicitara su servicio. La venta del preciado líquido se llevaba a afecto a granel, para lo cual, unas veces iba provisto de un cántaro, que cargaba a las espaldas, y un vaso de hojalata, y otras de un botijo u otros recipientes de arcilla, metal o vidrio. Tratándose de gran cantidad, los aguadores acarreaban el agua, a lomos de un burro, en grandes tinajas normalmente de barro o de cobre, que ponían dentro de serones de esparto, dispuestos a recorrer la ciudad de un extremo a otro.

Con el fin de mantener el agua fresca, los aguadores solían mojar y mantener bien húmedos los serones de esparto. Era también tarea del aguador el suministro en cantidades mayores a las casas particulares, cuyos dueños, a fin de que no faltase el agua, acostumbraban a dotar las viviendas de un aljibe o de una o varias tinajas de gran tamaño que garantizase su provisión durante, al menos, unas semanas. Para evitar la acción calenturienta del ambiente, estos recipientes se ubicaban en el rincón más apartado de la casa.

  

                   

                   

Dos moriscas y un aguador de Granada” (1576). Lámina del 'Civitates Orbis Terrarum'. Obra de Georg Braun y Frans Hogenberg (1572 a 1617).

(Ilustración: wikipedia.org)

  

  

El oficio de aguador comenzó en Andalucía con la llegada de los árabes, y su ejercicio gozaba de buena consideración. En Granada, muy ligada al concepto del agua por su clima y a la historia de al-Ándalus, el aguador era una figura típica y necesaria, y así lo fue desde la época nazarí hasta mediados del siglo XX. Es en Granada donde nuestro cuento va a tener lugar.

  

  

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En Granada, los primeros aguadores se asentaron en el actual barrio de La Churra, que, en el tiempo de esta historia, recibía el nombre de El Mauror, que quiere decir “barrio de los aguadores”. Por tratarse de un bien muy preciado, para vigilar la calidad del agua estaba el ‘muhtasib’ (o ‘almotacén’), que tenía el encargo de supervisar la labor de los aguadores, velando que solo tomaran agua apta para el consumo humano. Así, el muhtasib obligaba a los aguadores a abastecerse de  los manantiales ya reconocidos como potables y de aquellas zonas del río situadas por encima de las partes contaminadas, ya que los vertidos de aguas sucias tanto por el uso doméstico como por vertidos de los talleres iban a parar al río.

Entre los aguadores que gozaban de mejor fama por la frescura y limpieza del agua que proveía, estaba Pedro Gil, más conocido entre el paisanaje por Perogil, un individuo corpulento, ancho de espaldas y de aspecto todavía joven, que abastecía sus aparejos de venta con el agua que sacaba de un pozo de La Alhambra.

A pesar del aire jovial que irradiaba su semblante, Perogil no era feliz en su matrimonio. Le había tocado en suerte (mala suerte, más propiamente) una mujer holgazana, iracunda y dominante, a la que había que sumar una caterva de hijos irrespetuosos y desobedientes que lo asediaban como una nidada de hambrientos cuclillos.

Un día, en uno de sus viajes al pozo, encontró en un banco de piedra, junto al brocal, a un hombre desfallecido. Al momento, se apeó del burro para socorrerlo, pero, al percatarse de que era moro, a la sazón proscritos por orden real, se apoderó de él la incertidumbre. No obstante, viendo el estado en que se encontraba aquel desdichado, intentó reanimarlo.

Recuperado aparentemente de su mal trance, el desconocido sorprendió a Perogil, pidiéndole que, en lugar de bajar los cántaros de agua en el borrico, lo bajase a él, a cambio de lo cual le pagaría el doble de lo que pudiese ganar con el agua en toda la jornada. Más por compasión humana que por convicción de la dádiva, Perogil aceptó, pero le dijo que no quería recompensa alguna.

Al llegar a Granada, preguntó al moro adónde lo llevaba, y este repuso que no tenía casa ni conocidos, pero que lo compensaría con creces si lo admitía en su casa.

El bueno de Perogil, al verlo en tan extremado apuro, lo condujo a su modesta vivienda. Ni que decir tiene que la mujer puso el grito en el cielo, advirtiéndole de las consecuencias que podría tener para ellos alojar en su casa a un huésped musulmán, pero el aguador, que  estaba convencido de la bondad de su acto, hizo oídos sordos a lo que consideraba una sinrazón despiadada y colocó al sarraceno en la parte más fresca de su casa, y le dio por cama una estera y una zalea por abrigo.

  

  

                   

 

                   

El aguador y el turista", entre 1900 y 1910, de Rafael Señán y González.

Colección fotográfica del Museo de Arte Hispano Musulmán. Granada.

(Foto: www.alhambra-patronato.es)

  

  

Aquella noche, un fuerte ataque epiléptico puso inesperadamente en peligro la vida del moro. En un momento en que parecía haber recuperado el aliento de la vida, dijo a Perogil, con voz entrecortada y desfallecida, que temía estar a las puertas de la muerte, pero que, en agradecimiento de lo que había hecho por él, le dejaba una cajita de sándalo que llevaba atada a su cuerpo con una cuerda. Se repitieron las convulsiones, cada vez más violentas, hasta que el desdichado infiel expiró.

Una gran preocupación se apoderó de inmediato del aguador y su mujer, pensando en la posibilidad de que, al encontrar el cadáver de un hombre en su casa, enemigo de la fe cristiana por demás, la gente podría tratarlos, al propio tiempo, de asesinos y de encubridores, y la Justicia hacerles pagar con la horca la obra de caridad que había hecho el padre de familia.

Pero la Providencia, que todo lo ve, no estaba dispuesta a que aquella injusticia siguiese su curso. Fue entonces cuando Perogil tuvo una idea: como era de noche, podría sacar el cadáver envuelto en una estera y enterrarlo a orillas del Darro. Y, como nadie había visto entrar al moro en su casa, nadie podría relacionar con ellos aquella muerte, cuando el paso de los días pusiese al descubierto el cuerpo inanimado de aquel desdichado.

El atribulado matrimonio se dispuso a poner en práctica su plan tal como ambos lo habían pensado. Su mujer le ayudó a envolver el cuerpo sin vida en la estera, que cuidaron atar convenientemente con una cuerda, y lo cargaron sobre el asno. Pero la fatalidad quiso que viviera enfrente del aguador un barbero llamado Pedrillo, individuo envidioso, muy chismoso y charlatán, al que un mal golpe de la casualidad le permitió ver aquella noche entrar en casa a Perogil acompañado de un hombre vestido a la usanza árabe.

Por un ventanillo que le servía de mirilla, estuvo fisgando toda la noche la luz que se filtraba por los resquicios de su vecino, y, antes de que se dejasen notar las primeras luces del alba, observó que Perogil salía con su jumento portando una carga que le resultaba sumamente extraña. Siguió al aguador a cierta distancia, hasta que vio que se detenía a cavar una fosa, a orillas del río, para enterrar un bulto cuya silueta parecía dibujar un cuerpo humano.

El barbero volvió a su casa y, cuando se hizo de día, se dirigió a casa del alcalde, que era cliente suyo de todos los días. Mientras lo rasuraba, le refirió lo que había visto, afirmando que Perogil, el aguador, había encubierto y luego dado muerte a un moro, seguramente para robarle, y que lo había enterrado aquella misma noche.

Para desgracia de Perogil, si el barbero era un chivato, no le iba a la zaga el alcalde, el hombre más autoritario, usurero y avariento de Granada. Como era de esperar, examinó el caso desde el punto de vista de robo con asesinato: el botín sería grande y lo importante era que pasase a manos de la Justicia, aunque Perogil fuese a la horca.

  

                   

 

                   

Aguadores abasteciendo sus pertrechos en la fuente del Avellano, otro santuario del agua por excelencia y un celebrado rincón del romanticismo andaluz. (Acuarela del s. XIX).

(Foto: brunoalcaraz.blogspot.com)

  

  

Llamó de inmediato a una pareja de alguaciles y les dio orden de hacer preso a Perogil, que no tardaron en cumplirla, pues poco después comparecía ante el alcalde el acusado con su acémila.

—¡Estás perdido, miserable! Has dado protección a un proscrito de la fe con la intención de matarlo. Estás acusado de herejía y crimen, y tales delitos solo se pagan con el patíbulo —le dijo al aguador con aspecto ceñudo y voz áspera.

—¡Oh, señor, piedad; soy inocente —clamaba Perogil, viéndose ya colgando de una soga.

—Pero seré benevolente contigo —continuó el alcalde con un tono voz más conciliador—. Consideraré que el muerto en tu casa era un infiel, al que tú, en un arrebato incontenible de fe, has dado muerte por ser enemigo de la religión. Echemos, pues, tierra al asunto —propuso el alcalde—, y entrégame todo lo que le has robado al sarraceno.

El pobre aguador, atemorizado, explicó detalladamente lo sucedido con aquel hombre. Pero fue inútil. El alcalde estaba obstinado en que el moro era poseedor de joyas y otras riquezas, y no hacía otra cosa que insistir en su entrega.

—Señor, ya os he dicho que ese desdichado no era portador de dinero alguno —insistió Perogil—; únicamente me dejó una mísera caja de sándalo como agradecimiento por haberlo traído a mi casa.

—¿Dónde está esa caja? —inquirió el regidor municipal.

—En uno de los cestos de mi borrico —repuso el aguador.

De inmediato, vino un alguacil con la cajita de sándalo.

El alcalde, con manos temblorosas y codiciosos destellos en los ojos, la abrió y no encontró más que un rollo de pergamino lleno de caracteres arábigos y un cabo de vela. Convencido de que no había botín, escuchó las explicaciones del aguador y, convencido de su inocencia, lo dejó en libertad, pero se quedó con el burro en compensación de las costas del pleito.

Desprovisto de su medio de transporte, el desgraciado aguador había de subir y bajar el cántaro al hombro a diario desde la fuente de La Alhambra, y, para como de sus males, tenía que soportar, además, los reproches de su esposa, que le echaba en cara no haber escuchado a tiempo sus advertencias.

Los chillidos eran tan continuo y las riñas tan pertinaces que, un día, el el desventurado Perogil llegó al colmo de su aguante, y, viendo en la caja de sándalo la causa de todos sus males, la cogió, la levantó todo la alto que podía y la estrelló contra el suelo, con la intención de destrozarla. La caja, al caer, se abrió, dejando salir de su interior un rollo de pergamino, que él cogió, y, al observar que estaba escrito en caracteres ininteligibles, lo guardó en el bolsillo y se fue a la tienda de un musulmán oriundo de Melilla y muy versado en leyendas esotéricas, a quien pidió que le explicase el significado de aquel escrito.

Le dijo el melillense que, aunque conocía bien la lengua árabe, no lograba alcanzar por completo el significado del escrito, y que sus muchos años en este tipo de asuntos le daban a entender que aquel pergamino había que leerlo a la luz de una lumbre especial y al tiempo que sonasen las doce de la medianoche.

Perogil se acordó enseguida del trozo de vela que acompañaba al pergamino dentro de la caja de sándalo y, sin perder un momento, se apresuró a ir por ella. Una vez encendida la vela, procedieron a su lectura. Pronto supo Perogil que el pergamino servía para rescatar tesoros escondidos bajo el poder de algún encantamiento y que, según una leyenda que allí se narraba, bajo la torre de Siete Suelos yacía un fabuloso tesoro.

  

  

                   

 

                   

Aguadores, uno a pie y otro sobre su jumento. Dibujos de Antonio López Sancho (1891-1959). Ilustrador y dibujante granadino que se formó en la Escuela Superior de Bellas Artes y Artes Industriales de Granada. Se especializó en diseño textil pero orientó su carrera hacia la ilustración en prensa y hacia el humor gráfico.

(Foto: brunoalcaraz.blogspot.com).

  

  

Aquella misma noche, cuando las campanas daban las doce, fueron a la torre. Encendieron el cabo de vela y el moro empezó a leer el pergamino. Apenas hubo concluido la lectura, un ensordecedor ruido procedente del centro de la tierra envolvió todo el habitáculo, el suelo empezó a temblar bajo sus pies y una gran abertura quedó al descubierto, al fondo de la cual podía distinguirse un tramo de escalones.

Bajaron temblando, y en medio de aquella reducida estancia, al amparo de una gran bóveda, aparecía un arca custodiada por dos sarracenos inmóviles, como encantados. Abrieron el cofre y a sus ojos se ofreció todo reluciente un enorme montón de monedas de oro. No bien habían cogido unas cuantas piezas del dorado metal cuando, de pronto, se dejó oír un estridente chirrido parecido al cierre de unos goznes de hierro oxidado. Perogil y el moro, temiendo quedar sepultados en aquella estancia, echaron a correr despavoridos hasta llegar afuera.

Ya más tranquilos, se sentaron en el suelo y decidieron no dar cuentas a nadie de lo ocurrido y volver la noche siguiente por más monedas.

Al llegar a casa, la mujer, como era habitual en ella, se le quejó de su tardanza y Perogil no pudo por menos que contarle lo sucedido. La esposa se echó al cuello del aguador loca de alegría. Aprovechó Perogil la coyuntura para decirle que no volviera jamás a reñirle por ayudar a un semejante en la desgracia.

Al otro día, Perogil vendió algunas de aquellas monedas de oro a un joyero, que, al valorar la pureza del aurífero metal en que estaban acuñadas y las preciosas inscripciones árabes, le dio a cambio una sustanciosa cantidad de dinero, con el que la mujer se apresuró a comprar ropas y alimentos de los que tan necesitados estaban.

Todo el vecindario se hacía lenguas del cambio operado brusca e inesperadamente en la antes andrajosa familia de Perogil: de pobres y miserables habían pasado, en un abrir y cerrar de ojos, a convertirse poco menos que en unos burgueses extraordinariamente acomodados.

Como era lógico esperar, el cambio que había experimentado la familia del aguador en sus posibilidades no pasó inadvertido a nadie. Pasar de la precariedad a la abundancia en tan poco tiempo y sin mediar herencias era una cuestión que tenía en vilo la imaginación de todos los conocidos del matrimonio. Nadie lograba darle una explicación a tan extraño portento. Y los recelos y la envidia hicieron acto de presencia.

Pero un descuido inoportuno iba a salirles muy caro al aguador y a su esposa. Cierto día, el infortunio quiso que la mujer de Pedrillo, el barbero, fuese a casa de Perogil por un botijo de agua y la mujer reparó enseguida en un puñado de monedas de oro que la mujer del aguador había dejado imprudentemente sobre la mesa. ¡Oh torpe descuido! La envidia dio paso a la sospecha y esta a la delación: le faltó tiempo para ir a contárselo a la autoridad municipal.

—¡Muchas monedas oro, muchas...! Con estos mismos ojos que se ha de comer la tierra, he visto más oro del que pensaba que pudiera existir. —Y añadió—: Sin duda que ha tenido que haberlo robado en alguna parte, porque ellos, de dinero, nunca... nada de nada...

—¡Ahhh...! ¿Cómo dices...? ¿Monedas de oro en la casa de ese muerto de hambre?

El alcalde, sin perder ni un solo segundo, envió a una pareja de alguaciles en busca de Perogil, quien, en esta ocasión, no tuvo más remedio que explicarle todo lo ocurrido con pelos y señales. Conocidos los detalles el avariento alcalde, enseguida decidió visitar personalmente, en compañía del barbero, los sótanos de la torre.

Medianoche. Las doce campanas... Lo mismo que la noche pasada. El alcalde, el barbero, el aguador y el moro salieron de aquel sótano cargados de monedas y otros enseres de oro. Pero, una vez arriba, el alcalde quiso bajar de nuevo para subirse esta vez con el cofre. Perogil le advirtió del peligro que corría permaneciendo allí más tiempo. Imposible. No hubo manera de convencer a aquel hombre de lo contrario, así que bajó otra vez acompañado del barbero.

  

  

                   

 

                   

“Grupo de aguadores”. El defensor más entusiasta y calificado de los aguadores  granadinos fue el precursor del 98 Ángel Ganivet, nacido, lógicamente, en Granada. “El verdadero  aguador —escribió— se compenetra  con la garrafa, la cesta de los vasos y la anisera, hasta tal  punto que de él tanto puede decirse que es hombre como que es  cesta o garrafa”.

(Foto: aulapermanentedigital.wordpress.com. Universidad de Granada).

  

  

No habían pasado todavía unos minutos desde que se internaron en aquella oquedad, cuando, de repente, y ante el asombro de Perogil y el sarraceno, empezaron a oírse las estridencias de aquel extraño ruido de goznes oxidados en movimiento y el suelo empezó a cerrarse con total hermetismo, sepultando en muy poco tiempo al barbero y al alcalde, que quedaron enterrados para siempre en el seno de la gran torre de los Siete Suelos.

Aún se cuenta por Granada que nada volvió a saberse del codicioso alcalde ni del chismoso barbero, cuya memoria se perdió para siempre en el polvo del paso de los tiempos. Y de Perogil y el musulmán de Melilla se sabe que vivieron felices y holgados disfrutando de las riquezas que tan generosamente les iba proporcionando, según sus necesidades, aquella encantada torre.

  

  

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El personaje del aguador es, desde tiempo inmemorial, la figura más emblemática de Granada. Y mucho tiene que haber de verdad en ello cuando, en 1997, el Consistorio granadino decidió rendir homenaje a esa antigua profesión tan granadina, levantando un conjunto escultórico en la plaza de La Romanilla, cerca de la catedral, con la representación de un aguador y su jumento vendiendo agua.

La obra corresponde al Aurelio Teno, se encuadra dentro del arte figurativo y es tal es la popularidad de sus figuras que, a pesar del poco tiempo que llevan emplazadas en esa vía, el motivo de la escultura ha llegado a ser tan conocido que ha sustituido al nombre propio de la plaza en donde está ubicada, que desde entonces es conocida por la “Plaza del Burro”.

Desde luego puedo aseguraros que esto es cierto: ir a Granada es para recrear la vista con las maravillas que tan generosamente ofrecen La Alhambra, el Generalife y el palacio de Carlos V, pero si el visitante o el turista no tiene la ocurrencia de hacerse una foto junto al aguador y su burro, siempre pesará en su recuerdo la triste impresión de tener incompleto su álbum de fotos.

Aunque actualmente las figuras se encuentran cercadas por las terrazas y las barras de los bares cercanos, no es raro ver a los turistas poniendo en juego su imaginación para fotografiarse entre ambas figuras. Y esto es una verdad contrastable a diario.

  

                   

 

                   

El Aguador” (1997), de Aurelio Teno (1927-2013). Conjunto escultórico de bronce sobre plataforma circular, que representa y rinde homenaje a la figura del aguador en Granada. Tratado dentro de la estética del expresionismo figurativo, este personaje simboliza lo que fue la imprescindible figura del aguador ligada al concepto del agua. La escultura está emplazada en la Plaza de la Romanilla.

(Foto: listas.20minutos.es)

  

  

Pero al aguador le queda ya poca agua que vender por aquel barrio. En varias ocasiones, las autoridades municipales y otras entidades culturales (entre ellas, la Fundación Lorca) intentaron su traslado a otro emplazamiento, con el pretexto de someter a la vía a una remodelación (en realidad, siempre se la ha tildado de “fea” a la imagen del aguador), pero la presión del vecindario ha impedido su ejecución.

Recientemente, un nuevo proyecto de embellecimiento de la zona ha puesto un plazo tan definitivo como incontestable a su estancia en aquella plaza. Es el fin del aguador, su burro y sus aparejos de vender agua.

  

  

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*Este cuento es una versión simplificada de la recogida por el escritor norteamericano Washington Irwing (1783-1859), adscrito al romanticismo, en sus «Cuentos de la Alhambra» (1832).

  

  

  

  

  

  

  

  

José Antonio Molero Benavides (Cuevas de San Marcos, Málaga). Diplomado en Maestro de Enseñanza Primaria y licenciado en Filología Románica por la Universidad de Málaga, es, en la actualidad, Profesor Honorífico (cum Venia Docendi) por la Universidad de Málaga. Desde que apareció su primer número, está al frente de la dirección y edición (en su versión web) de GIBRALFARO, revista digital de publicación trimestral patrocinada por el Departamento de Didáctica de las Lenguas, las Artes y el Deporte de la Universidad de Málaga.

   

   

GIBRALFARO. Revista de Creación Literaria y Humanidades. Publicación Trimestral. Edición no venal. Sección 5. Página 14. Año XVII. II Época. Número 101. Julio-Diciembre 2018. Actualizado: 21 Mayo 2024. ISSN 1696-9294. Director: José Antonio Molero Benavides. Copyright © 2018 José Antonio Molero Benavides. © Las imágenes, extraídas a través del buscador Google de diferentes sitios o digitalizadas expresamente por el autor, se usan exclusivamente como ilustraciones, y los derechos pertenecen a su(s) creador(es), cuyos orígenes de indican. Depósito Legal MA-265-2010. © 2002-2018 Departamento de Didáctica de las Lenguas, la Artes y el Deporte. Facultad de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.

   

   

   

  

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