ansado de tantas frustraciones
amorosas, había decidido no volver a
interesarme por una mujer. Por culpa
de la publicidad televisiva, las
películas condicionadas y algunos
chistes verdes, me resultó imposible
enfrentar yo solo, la soledad.
Entonces, desde que Ella y Yo somos
novios, encaro esta relación de
pareja de otra manera. Ella también
ha sufrido mucho y, si bien tenemos
caracteres totalmente opuestos, ella
ha dejado que determine el curso de
nuestras vidas.
Sabiendo que el amor eterno dura,
más o menos, dos años, o treinta
meses, no más, la técnica que
utilizo para que nuestra unión
perdure es la del desencuentro. Por
ejemplo, un sábado la llamo por
teléfono antes del mediodía y le
digo las palabras de amor más bellas
que un humano pueda imaginar. Con
aire romántico, no olvido elogiar
las partes de su cuerpo que más
venero, provocándole una gran
ansiedad. Luego, propongo
encontrarnos en la zona de Retiro,
digamos, junto a la Torre de los
Ingleses, entre pajueranos y
marineros.
Pero ella sabe, (sus venas y nervios
lo saben), que yo no iré, que
investigaré en el mapa de la ciudad
cuál es el lugar geográficamente
opuesto y, desesperado, como si en
realidad fuera allí donde la cité,
la rastrearé por todas partes.
Quedaré desolado.
Ella, por su parte, me esperará
infructuosamente en el sitio
indicado, y volverá amargada y tensa
al hogar.
Otras veces le he dicho que voy a
estar caminando por la avenida
Rivadavia del 4200 al 5500, entre
las seis y siete de la tarde. Si
quiere verme, deberá caminar en el
mismo sentido o de manera inversa en
ese horario. Pero como supone que
puedo haber entrado en un bar o
negocio, estar sentado en un gran
banco de la Plaza Lézica o
recorriendo un shopping nuevo, o
paseando por las galerías de José
María Moreno, estará
nerviosa
y expectante todo el tiempo.
Ella, a su vez, me ha citado en
calles sin nombre y sin número, o
cortadas tan pequeñas que ni figuran
en los mapas, o frente a un barco
rojo o negro en el puerto de La
Boca, o frente a cierta tumba sin
flores del cementerio de Avellaneda.
Nos hemos intentado ver en los
ascensores de la firma Olivetti, en
la tribuna popular de Boca un
domingo en pleno clásico, en los
pasillos del laberíntico Ministerio
de Bienestar Social, en las salas de
la Biblioteca Nacional, en las
escaleras de la Caja Nacional de
Ahorro, frente a la Casa Rosada un
primero de mayo de aquellos en los
que todavía los presidentes
convocaban a las masas, durante una
peregrinación a la Basílica de Luján
y en la estación Plaza Miserere a
eso de las siete de la tarde, cuando
los hombres suben a los trenes como
ovejas espantadas. Fijamos, como
fecha posible para nuestra boda, el
día en que vuelvan a juntarse Los
Beatles.
Desde que empezamos el noviazgo,
hace siete meses, sólo la he visto
cinco veces, de las cuales dos son
válidas y circunstanciales, pues de
las otras tres, dos fueron reuniones
de familia y en la tercera hice
trampa.
Pero en esas dos, en esas dos
verdaderas, nos amamos hasta la
locura, nos mordimos las lágrimas y
las manos, y juramos, entre besos,
seguir buscándonos toda la vida.