ounes Bakour no tenía zapatos, pero
eso no le impidió caminar más de dos
mil kilómetros de desierto, montaña
y rocas. Del Sur al Norte. Como
Teseo, burló el Laberinto sin pagar
el debido tributo. El pago exigido
era su vida y el laberinto africano
reclamaba con fuerza su impuesto.
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Younes Bakour llegó hasta la
playa. El sudor, la fatiga y
el hambre han quedado atrás,
ahora sólo permanece el
miedo. |
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Sin la ayuda del ovillo de Ariadna,
Younes Bakour llegó hasta la playa.
El sudor, la fatiga y el hambre han
quedado atrás, ahora sólo permanece
el miedo, un miedo atroz a lo
desconocido, un miedo más fuerte que
sus sentimientos, que le hace
temblar y que se confunde con el
frío.
La promesa era tentadora: cuatro
comidas al día, un hogar seco y la
posibilidad de vivir respetado y de
morir con cierta dignidad. Tarik no
lo consiguió. Estaban a pocos metros
de la playa, pero no le dio tiempo a
llegar, pesaba demasiado. Younes
hizo lo que pudo, pero todos los que
no sabían nadar se ahogaron. Nadie
escuchó sus gritos.
—¡Al
agua¡ ¡Todos al agua¡— gritó en
árabe el capitán de la embarcación.
No fue necesario que le tradujeran.
El marinero de proa les apuntaba con
un viejo rifle. Ahí comenzó el caos.
El hedor y el hacinamiento se
transformaron en un lamento. El
Laberinto se obstinaba en cobrar
todos sus tributos.
Saltaron de forma desordenada por
ambas bandas, moviendo
ostentosamente el bote, y, una vez
en el agua, Tarik se agarró a Younes.
Apenas le conocía. Habían embarcado
juntos y casi al mismo tiempo habían
pagado su pasaje al capitán. Era un
muchacho joven, con cara de hambre y
manos de hambre, que había sorteado
un dédalo de dificultades, pero
ahora pesaba mucho, demasiado.
La embarcación les abandonó a poco
metros de la playa, puso popa a los
gritos que pedían auxilio y comenzó
el camino de regreso. Giró en
silencio, enfatizando la salmodia
del motor y dejando en el agua
desperdicios y hombres muertos.
Aquello no les importaba.
Tarik empujaba y lo hacía con
fuerza, le iba en ello la vida; pero
no sabía nadar y pesaba mucho,
demasiado. Younes no le vio
hundirse, sencillamente desapareció.
Fue una lucha feroz en la mar, a
pocos metros de la playa, y los
hombres apretaban los dientes contra
las olas. De noche, rotos y
estragados, con las ropas mojadas y
los pechos agitados.
Younes Bakour está solo, acaba de
llegar, y no tiene zapatos; solo la
certeza de que el Laberinto quiere
cobrarse sus tributos.
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