staría haciendo lo mismo que estoy haciendo
ahora.
Levantarme, aun cuando el silencio es sagrado y
la noche está cerrada, y sentirme el único ser
humano que espera, paciente, para ser el primero
en saludar al día.
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John Lennon (1940-1980) |
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Primero, la noche me envuelve con su fría
humedad, mas yo no le hago caso. Ni siquiera me
molesto, ni siquiera me despido. Vanidosa reina
de prostíbulos que sólo atrae a huérfanos de
sentimiento. En cambio, me concentro en el
silencio y espero, o sigo esperando, con una
paciencia digna de los amigos de Siddharta,
a la más fiel de mis amigas. Poco antes de que
abra los ojos su majestad la Reina del Amanecer,
sus fieles perros se desmelenan y sueltan los
primeros gorgoritos. Empieza a sonar el
despertador celestial destinado al más brillante
de los diamantes habidos y por haber.
Mientras, la noche sigue cerrada.
Los trinos se multiplican hasta atropellarse, y,
cuan orquesta nacional, tras un alocado y breve
calentamiento se unen todos en una sola voz, en
un solo trino, para cantarle al Sol su canción
favorita:
“…Imagine there’s no heaven… and no religion,
too…”
Ya lo sé, eso es más bien una apreciación
personal, pero mis oídos perciben la voz clara y
nítida de John Lennon entre los trinos,
¿otros no oyen otros murmullos en los ríos?
La Reina Cariñosa o el Sol, a gusto del
consumidor, se despereza con lentísimos y
lánguidos movimientos, para que cada segundo sea
distinto a todos los anteriores, y, como por
arte de magia, se van encendiendo en el cielo
las primeras sombras con mesurada suavidad y
lacios destellos rubios.
“…You might say, I’m a dreeameeer, but I’m not
the only one…”
Como un vampiro al revés, la Reina, mi reina,
deseosa de agradar y devolver la pleitesía, se
yergue en su castizo lecho y, por fin, asoma y
abre los ojos, que inundan la Tierra, el Mundo y
a nosotros mismos
—John,
los pájaros y yo—
con la Luz Incondicional que tanto adoramos y
que tanto necesitamos.
Una vez acabada su obligación, las criaturas
plumadas se relajan y festejan con alegría el
logrado nacimiento del nuevo día.
Para entonces, el resto del mundo también se
habría ido despertando e incorporando al
mundanal fru-fru, que ya nada tiene que
ver con lo que estamos hablando.
“…and one day you may join us…and we will be as
one…”
Si no volviera a abrir los ojos mañana, habría
una diferencia, sólo una.
En lugar de estar escribiendo este algo sin
destino concreto, ni siquiera para mí misma,
estaría escribiendo notas de cariño a todos mis
seres queridos, animándoles a que fuesen
valientes, porque el miedo es un mal amigo o un
buen enemigo; de nuevo, a gusto del consumidor.
Me esmeraría eligiendo los temas y colores,
adornándolos con asombrosos recursos, plantas y
flores diminutas envueltas en algodón humedecido
para que se conservasen, y, posteriormente, en
papel celofán alrededor, formando un cestito
para impermeabilizar el adorno vivo... cualquier
cosa vale, porque ese tipo de mensajes, los de
última hora, son especiales y deben ir
debidamente empaquetados, con lazos de amor rojo
y cariño blanco.
Las palabras se usan con facilidad y son
furtivas; sin embargo, el detalle, el esmero, el
entretenimiento, nacen únicamente de la voluntad
verdadera y sincera.
Demasiadas palabras y pocos hechos. Vivimos en
el siglo XXI ¿y seguimos aferrados persiguiendo
las palabras? ¿Por bellas? ¿Por entretenidas?
¿Por lujosas? ¿Por ser palabra del Señor y amén?
Por todo eso y mucho más se eligen las palabras,
pero, especialmente, por poderosas.
Antes, en Vietnam, decían que una imagen valía
más que mil palabras. Eso era antes. Las fotos
de la primera bomba atómica, el ‘hongo’; la foto
de la niña vietnamita corriendo despavorida,
llorando, en cueros, y los soldados
norteamericanos en segundo plano, todo eso
conmovía. Hasta daban premios importantes a las
fotos. Eran Arte.
Ahora, son rutina, y nadie se conmueve con
ellas. Nos las comemos a diario con
el tele-maratón. El
mundo sólo se conmueve con Gran Hermano.
¿De verdad queremos seguir siendo así y cumplir
todos los pronósticos de 1984, como hemos
cumplido con los de julio?
Olvidémonos un poco de todo y hagamos algo,
hagámoslo de verdad. Si todos nos dejáramos,
sólo por un momento, de imágenes y letras, y nos
uniésemos en un gran hecho...
En toda Europa encontrarás personas de todo tipo
que, en su día, olvidaron todo, por un fin de
semana, para irse a Galicia y ayudar,
―¿se puede decir
desinteresadamente?, yo creo que no―, en el
chapapote. En Alemania, me encontré con una
de esas personas. Su mujer acababa de tener su
primer hijo cuando ocurrió la desgracia y
estaban locos de contentos, pero él sentía que
tenía que estar allí, en el meollo. El hecho de
que se corriese la voz y empezase a aparecer
gente de todas partes le hizo comprender que no
era suficiente seguir las noticias por la
televisión, ni por el periódico; tenía que
hacerlo, tenía que ir. Así lo sintió y así lo
hizo.
Lo de Galicia fue una tragedia, pero, al mismo
tiempo, la gran epopeya de todos los tiempos,
que demostró, nos demostró a todos, que John
tiene razón; demostró lo que los humanos somos
capaces de hacer realmente.
Está atardeciendo. Ya se habrá levantado hasta
la persona más dormilona del mundo. Yo me retiro
y me despido.
Hasta mañana.