o creí que fuese una buena idea dejarle los
veinte dólares en la mesita de noche. Como la
conocí ya al final de mis dos años de servicio
militar en la colonia, nunca le vi futuro a
nuestra relación, pero ella, al igual que todas
las lugareñas, tenía la esperanza de que algún
soldado se la llevara de toda esta miseria a su
castillo en el Norte.
Ella no fue tan fácil como las otras
cenicientas, porque me tomó varios encuentros
antes de que, finalmente, me invitara a su casa.
Y lo hizo sólo porque los hoteles de cita
estaban llenos esa madrugada de domingo. Como
sabía que me iba dentro de dos semanas, pensó
ilusamente que no había que dejar que la
vergüenza le robara el poco tiempo que tenía
para que yo me comprometiera con ella. Sólo me
pidió que no hiciéramos ruido para no despertar
a su hijo.
Me llevó hasta una casucha de tablas con techo
de zinc sobre pilotes de bloque en una villa
anegada por un pantano llamado Folks River. Para
no ofenderla, fingí que no me molestaba abrirme
paso entre el lodo y el olor a aguas estancadas.
Me sorprendió que viviera en uno de esos
asentamientos pobres de negros antillanos, ella,
siendo blanca y tan siempre tan bien vestida.
Con el corto traje de lino que llevaba, me
recordaba a un retrato veraniego de mi madre
joven en nuestra casa de playa, antes de que
desmoronara nuestra vida hogareña al dejar a mi
padre por otro. El hecho de que esta mujer de
arrabal fuera divorciada y con hijos hacía la
comparación con mi madre aún más tenaz. Su alta
y delgada silueta le venía bien para trabajar
atendiendo a extranjeros en el Hotel Nacional,
adonde un par de veces fui a recogerla.
Su porte fue lo que inicialmente me atrajo hacia
ella cuando por primera vez la vi en el club de
oficiales. Además, tenía que probarle a mis
camaradas, y tal vez a mí mismo, que era capaz
de tener una mujer que valiera más que esas
empleadas domésticas cholas que nos levantábamos
sin dificultad en el Parque Legislativo, en las
afueras del fuerte militar.
Pero, a fin de cuentas, nunca pude sobrevolar el
rango de mis cortas alas. Después de un vaso de
ron en su cama, me confesó que ella también
había sido empleada para una familia de
metropolitanos, que la trataron a ella casi como
a una de sus propias hijas. Con ellos aprendió
nuestras normas culturales y nuestro idioma, lo
que le ayudó a escalar los peldaños sociales y
laborales de la colonia.
Su fachada frágil se derrumbó para mí
completamente con esa confesión borracha.
Arruinadas mis fantasías, nuestros cuerpos se
revolcaron de manera aburrida y la manché con mi
meaja en un desdén fatigado y egoísta. Pretendí
dormir para evadir despedidas toscas.
Poco antes del amanecer, al ponerme los
pantalones fuera del cuarto, la mirada de un
negrito de ocho años me atajó la salida de la
pocilga. Era una mirada demasiado vieja para sus
cortos años. Me dio cierto pavor percatarme cómo
las pupilas de ese enano pordiosero me
reflejaban. ¿Quién era él para mostrarme un
perfil andrajoso de mi mismo? Aun así, su mirada
me sonrío. Fue entonces cuando decidí no dejarle
los veinte dólares en la mesita de noche, porque
sabía que tan sólo le servirían para atraer a su
siguiente conquista comprándose más maquillaje,
pantimedias, tacones y lejía para retocar las
raíces negras de sus mechones rubios. Se los di
a él. Así, la vanidad de su madre no le
impediría que se vistiera decentemente.
Al tomar el billete que yo le extendí, se cruzó
entre nosotros una mirada de reconocimiento
mutuo. Fue como si esos ojitos adormilados
entenderían que, al convertirlo en proxeneta de
su madre, yo me convertía en el padrastro de sus
futuros rencores. Así terminaba de cumplir mi
servicio militar en la colonia, replicando mis
odios, sembrando y apadrinando resentimientos de
ultramar.