e acuerdas de mí, madre? ¿Sabes quién soy? Estas
preguntas se iban haciendo habituales con el correr
de los días, con el correr de los meses y con el
correr de los años.
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Con los ojos en el crepúsculo. |
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Su mirada, que antaño había sido como un destello de
luz, ahora se iba tornando opaca. Opaca como el
fondo de la mar en donde no llega la luz. Una mirada
extraviada, perdida, triste y lánguida que no se
parecía en nada a la que yo recuerdo cuando estaba
en su regazo.
Recuerdo sus lindos ojos azules. Azules como el
cielo, azules como la mar. Una mirada serena que
infundía tanta tranquilidad como la mar calma que
tantas y tantas veces vimos juntos.
Sin embargo, ahora qué lejos queda todo eso. Qué
lejos están mis recuerdos y los tuyos. Por más que
intento juntarlos, siento que los tuyos vagan
solitarios por un mundo que me es tan desconocido
que me asusta. Un mundo de silencio. Un mundo en el
que me pregunto si yo formo parte de él.
Como cada sábado, mis pasos van hacia ti. Voy a
verte y a que me veas. Voy a sentirte y a que me
sientas tan cerca de ti como cuando iba creciendo en
tu vientre. Un vientre que me dio cobijo. Un vientre
que me cuidó y protegió durante nueves meses. Y
cuando fui creciendo, cómo me gustaba poner mi oído
en él, ¿recuerdas? Sentía tu mano jugando con mi
pelo. Tu voz contándome historias y recuerdos.
Pero hay un recuerdo y una historia que jamás se me
olvidó. El día en que te casaste con padre. Me ibas
contando con gran devoción todo lo que sentiste.
Todas las alegrías que esperabas compartir con él.
Todo el camino que ese día comenzaba para vosotros.
Recuerdo cómo me ibas describiendo tu vestido de
novia. Blanco, de sutil encaje y tul. Sencillo de
líneas. Un vestido que se ceñía perfectamente a tu
delicada silueta. Un velo con una fina diadema de
flores de azahar. Era azahar porque os casasteis en
primavera. Y en Andalucía, es la flor por
excelencia. Delicada, olorosa, discreta y sencilla
como siempre fuiste tú. Recuerdo que me decías que
no necesitabas más perfume que el olor del azahar y
el perfume del amor que sentías hacia padre.
Como el día de tu boda, hoy también es primavera.
Primavera que para ti, quedó anclada el día de tu
boda. ¿Cuántas primaveras se detuvieron ya para ti,
madre? ¿Qué se detuvo y qué sigue transcurriendo
ahora en tu vida?
Te encuentro sentada, como cada sábado, en tu silla,
al lado de la mesa camilla y mirando a la ventana.
¿Quizá esperas que yo llegue? O tal esperas ver
aparecer a padre. O quizá tu deseo es volver a
encontrarte con él y retomar todas las primaveras
que os robaron.
Tu habitación está igual que en la que fue nuestra
casa. Así lo quise. Pensaba que si un día despiertas
del viaje de silencio que emprendiste, te encuentres
con tus cosas, con tus libros, con tus labores y con
tus fotografías preferidas. Fotografías de tu niñez,
de padre, de los abuelos, de tu boda, de mi
bautizo…Fotografías que se fueron sucediendo en tu
lugar favorito del mismo modo en que los años
también se fueron sucediendo en nuestras vidas y en
nuestra casa. Fotografías que fueron adquiriendo
arrugas de vida, de sensaciones cuando las ibas
mirando, de toda una vida plasmada en un instante.
El instante que perdura hasta hoy y que perdurará
más allá del tiempo.
Esta habitación donde ahora estás me evoca gratos
recuerdos y aromas de mi niñez. El olor de flores
recién cortadas, el olor a membrillos guardados
entre la ropa. Porque aquí, igual que en casa,
también hay esas flores y esos membrillos. Tus
cansadas piernas no pueden ir a recogerlas al
jardín. Ni pueden ya recoleccionar esos membrillos.
Pero no importa, madre. Para eso, estoy yo. Para
traerte, en cada estación del año, los mejores
frutos y las mejores flores. Los mejores rayos de
sol, las mejores hojas doradas también. Y cuando
llega el invierno, aquí está mi cuerpo para darte el
calor que necesitas. El calor que tantas veces sentí
de ti y que ahora tanto necesito y añoro. Mi cuerpo
será una cálida manta cuando el tuyo sienta frío.
Mis manos calentarán tus manos cuando estén ateridas
de frío. Y mi amor y mi corazón paliarán los aires
fríos que están por llegar.
Te miro, madre, y no sé qué decirte. Te diría tantas
y tantas cosas que antes me callé, que ahora duelen
dentro de mí. Siempre callamos lo que debemos decir.
El tiempo y el decir tienen que ir en conjunto, al
unísono. Después, cuando el tiempo avanza, y, aunque
los sentimientos sigan siendo los mismos, estas
palabras que callamos no encuentran en este tiempo
que estoy contigo modo de salir. Yo te hablo, pero
no sé si me oyes. Te miro y no sé si me ves. Te beso
y no sé si notas el roce de mis labios en tu rostro.
Te estrecho contra mí y tus brazos siguen laxos y
tendidos. Sólo una leve sonrisa surca tu boca. Pero
me conformo con eso, madre. Saber que tu boca vuelve
a sonreír sin hablar. Que sientes mi presencia,
aunque no digas nada.
Sé también que en tu vida de ahora, en tu viaje que
hace años decidiste emprender, sigo estando contigo.
Quizá también esté en tu recuerdo como cuando era un
niño. No lo sé, madre, pero estoy seguro de que
sientes cuando te hablo, que te emocionas con mis
abrazos, que, cuando rozo tu mejilla, una lágrima
asoma en tus ojos. Ojos azules que ojalá algún día
regresen de las profundidades en que ahora estás y
vean la mar que tantas veces vimos juntos con padre.
Quiero también que sepas que en este viaje no estás
sola. Padre te acompaña en las noches, en tus
recuerdos, y yo aquí estoy para darte a manos llenas
mucho menos de lo que tú me diste y recibí de ti. Un
amor sin condiciones, una ternura extrema, una
dulzura exquisita. Y, por encima de todo, madre,
aquí está mi sonrisa de gratitud con la que te
obsequio cada día que vengo a verte y a sentirte
toda para mí.
Te quiero, madre, y que tu presencia me acompañe
hasta que se cumpla mi destino.
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