Un hombre y una mujer, ambos ya ancianos, se
disputaban con violencia la posesión de algo que
parecía ser una escoba. Tironeaban cada cual para su
lado y parecían estar gritándose entre ellos.
Alarmado, el vecino más próximo se asomó por la
ventana para investigar qué sucedía. Ellos no
repararon en él y continuaron su pelea sin hacerle
ningún caso. En un momento dado, agotados por el
esfuerzo, dejaron caer al suelo el implemento, pero
sin abandonar la discusión. Ella, mesándose el pelo
con insistencia, se sentó en una silla que había a
un lado. Duró poco en esa postura; enseguida,
impulsada por un resorte invisible, volvió a
levantarse y se acercó a él señalándolo
agresivamente con un dedo. Él logró casi contenerse,
pero, de forma inesperada y repentina, levantó su
mano derecha y descargó de revés un violento
cachetazo sobre la mejilla de ella. Luego, sin
hablar ni volver a mirarla, se dio la vuelta y,
acodado sobre la barandilla, encendió un cigarrillo.
La mujer se tomó la cara por un momento y luego dejó
caer los brazos al lado del cuerpo. Volvió a
sentarse en la silla, sin decir nada más. Sin previo
aviso, él arrojó el cigarrillo con brusquedad y giró
el cuerpo mirándola fijamente, sin hablarle. Aun a
la distancia era perceptible la tensión; parecía
haber una invisible pared de cristal interpuesta
entre ellos, que el más mínimo movimiento pudiera
hacer estallar. La violencia acumulada se descargó
cuando él se dio vuelta y, semiagachado, entró en la
casa apartando con brusquedad una sábana amarillenta
y sucia que, colgada delante de la puerta de
separación entre el balcón y la sala, ocultaba la
persiana enrollable de madera, inclinada y
seguramente atascada, a media altura.
Al quedarse sola, la anciana escondió la cara entre
las manos y, con los codos apoyados en los muslos,
comenzó a balancearse de atrás hacia adelante,
sacudiéndose cada tanto en espasmos, seguramente de
llanto. Así permaneció un rato hasta que, ya más
calmada, se enderezó, se arregló la falda y entró,
con gesto de resignación y cansancio, apartando
también la sábana, que parecía ser el telón de ese
improvisado escenario.
Quedé profundamente perturbada por la violenta
escena y por esa mujer en especial, que tenía además
algo que me removía antiguos y escondidos
recuerdos. No pude evitar pasarme el resto del día
mirando furtivamente hacia el edificio de enfrente.
Por la noche llegó Carlos, mi marido, y le conté lo
sucedido. No le dio demasiada importancia, como era
lo más lógico; él no había presenciado la escena, y
tampoco podía explicarle mis sentimientos con
claridad, ya que ni siquiera los comprendía yo
misma. Hizo lo único útil: no habló, y me abrazó con
tanta ternura que me confortó y me devolvió, en un
momento, algo de la serenidad que había perdido.
En las semanas siguientes tuve tantas ocupaciones
que casi me olvidé de los ancianos. Aun así,
esporádicamente miraba hacia el balcón, ansiosa por
ser testigo de otro incidente. Parecía que hubieran
decidido poner fin a la representación, pues no
volvieron a mostrarse.
Lo que más me disgustaba y perturbaba, además de la
fuerte violencia de la escena, era no haber podido
distinguir con claridad los rostros de esos ancianos
con claridad; la distancia los había transformado en
fantasmas borrosos. Pero estaba dispuesta a tener
paciencia: vivíamos en el mismo barrio, por lo que
algún día nos veríamos con seguridad desde más
cerca.
Espiándolos por las noches, descubrí otro hecho
revelador, que contribuyó a completar mejor la
imagen que intentaba formarme de ellos por todos los
medios a mi alcance: no había luces encendidas en su
piso, excepto una, en la ventana de la cocina, pero
tenue y de efímera duración. ¿Serían tan pobres que
ni siquiera podían darse el lujo de gastar en
electricidad? No me era posible saberlo, pero
probablemente, debido a su edad, contarían solamente
con una miserable pensión, con la que apenas podrían
sobrevivir y que sería otro factor de peso para
generar la situación que había presenciado.
El primer encuentro cara a cara se produjo de forma
imprevista, en el portal de su edificio, mientras yo
aguardaba a que la madre del alumno al que iba a dar
clase me abriera la puerta, y confirmó mis
suposiciones con respecto a su nivel económico. Él
salió primero, sin reparar en mí, y bastante rápido
a pesar de una ligera cojera que yo no había
detectado antes. Cuando pasó por mi lado, sentí un
olor desagradable, espeso y rancio, mezcla de
tabaco, sudor antiguo y ropa poco lavada. Su cara
era como un cuero ajado y viejo; no demostraba nada
salvo el estrago que habían hecho muchos y
probablemente poco felices años.
La aparición de ella me erizó la piel como una
sacudida eléctrica. Tenía también un vago olor a
ropa vieja, disimulado bajo un empalagoso y barato
perfume a jazmín y sus ropas estaban muy pasadas de
moda, además de abrillantadas por el roce. Me cedió
el paso de manera obsequiosa y casi servil. Lo que
me atrajo de forma irresistible fue su cara
cuadrada, seca y delgada, con la boca deformada en
una mueca que, bajo la apariencia de una sonrisa
amable, revelaba en lo profundo la más honda
desdicha que yo jamás había visto. Con todas mis
fuerzas logré sobreponerme al impacto, le agradecí
el gesto y la dejé pasar primero. Se fueron sin
hablarse y caminando separados.
Mi clase fue un fracaso. La terminé como pude,
diciendo que no me sentía bien y fui a refugiarme a
mi casa. Preparé la cena y lavé un poco de ropa,
pero, apenas llegó Carlos, no pude más y lloré con
desconsuelo y tristeza. Él, otra vez, me abrazó con
cariño hasta que pudo controlar mi angustia.
Finalmente, conseguí dormirme y descansar un poco,
pero al día siguiente descubrí que ya no era la
misma; estaba triste y acongojada. Comencé a pasar
horas y horas mirando obsesivamente por mi ventana
hacia ese balcón, esperando día tras día que se
repitieran nuevas escenas de esa función de
marionetas humanas que tenía cautivos todos mis
sentidos.
La segunda y última vez que se cruzaron nuestros
caminos fue una tarde gris, lluviosa y con un viento
inclemente, una nueva ocasión en que iba a dar clase
a mi alumno de ese edificio. Antes de llegar, ya de
lejos las luces del auto policial me anunciaron que
algo grave estaba sucediendo. El gentío, sin
inmutarse por la lluvia, se agolpaba frente al
portal para tratar de tener una mejor visión del
acontecimiento. Hice un esfuerzo sobrehumano para
pasar, abriéndome camino entre el mar de paraguas
con impiadosos empujones y codazos, y conseguí
ubicarme en primera fila. Entonces, con las gotas
resbalándome por la cara, asistí al acto final de
nuestra íntima y perversa función. Esta vez ella
salió primero, con las manos esposadas y
ensangrentadas y la cabeza levantada hacia el cielo
encapotado. Caminaba escoltada por dos policías, muy
despacio, su cara mojándose con la lluvia, y
totalmente ausente del caos que se había generado a
su alrededor. Enseguida apareció detrás de ellos una
camilla, con un cuerpo enfundado en una bolsa de
plástico que fue rápidamente introducido en una
ambulancia. Cuando volví la mirada otra vez hacia
ella, lo que tanto tiempo había estado esquivando mi
conciencia emergió por fin sin ningún freno. Fue una
revelación terrible y al mismo tiempo maravillosa.
La cara de la anciana se transfiguró súbitamente en
la de mi amada abuela Azucena, el aciago día en que
encarcelaron a mi abuelo por matarla de una paliza.
Yo, una niñita de apenas cuatro años, junto con mi
madre, la encontramos en el piso de su habitación
muy quieta y sin respirar, con el rostro amoratado
por los brutales golpes, pero con una sonrisa
calmada y enigmática, como la de una Gioconda, que
la hacía parecer contenta de poder dejar de sufrir.
Una sonrisa idéntica a la que hoy mostraba el mojado
rostro de mi desconocida vecina, que irradiaba una
enorme calma y paz interior, mientras era conducida
por entre la gente, que la veía pasar con la muda
sorpresa que todos sentimos ante el proceder
inexplicable de alguien a quien creemos conocer y
saludamos a diario y que de pronto, con un solo
acto, se nos revela como lo que es: un extraño que
convive a nuestro lado.