Muchos eran los motivos que me habían conducido a
tan espeluznante situación, pero dos carcomían mis
entrañas: en primer lugar, la desidia que alimentaba
mis adentros de saber que nunca llevaría a cabo tal
acción; en segundo, las desavenencias sentimentales
que siempre habían estado presentes en mi vida.
Me asomé al filo de la azotea, donde la vida pende
de un hilo. Pude contemplar, una vez más, la ciudad.
Las calles estaban prácticamente vacías. La
monotonía nocturna me permitió observar tan sólo a
un taxi que paraba en mitad de la calzada dejando a
sus ocupantes y a una pareja de novios comiéndose a
besos en la complicidad de un oscuro un portal.
Por mi cabeza pasaron miles de recuerdos: unos más
dulces; otros, por el contrario, más amargos. Si
estos recuerdos eran los que mantenían una brizna de
coherencia en mí, las razones ya citadas que me
habían arrastrado a esta estremecedora realidad,
perturbaban mi mente.
Asimismo, rememoré anécdotas de mi amada Kate.
Recuerdo que cada noche, al llegar del trabajo,
solíamos pasar horas escuchando y cantando vinilos
antiquísimos que habíamos heredado. Un intenso
escalofrío recorrió mi cuerpo a la vez que recordaba
el “Tocuh me” de los Doors, que tantas veces
compartimos. Finalmente, yacíamos abrazados en el
sofá como si de un solo cuerpo se tratase. De la
misma manera amanecíamos cada mañana y Kate
preparaba una suculenta macedonia acompañada de un
espumoso café. Entonces comprendí por qué todo lo
que me alimentaba me destruía.
Kate venía de una familia humilde, sin más
ostentaciones económicas en sus vidas que la de
vivir el día a día. Su casa se encontraba en una
pequeña aldea, situada al noroeste de Bristol. Había
sido construida con grandes piedras de basalto,
algunas ligeramente trabajadas y dispuestas en
hileras. Sobre la estructura de piedra había otra de
ladrillo y, ambas estaban totalmente recubiertas con
un ligero enlucido.
Su infancia no era tampoco la más envidiable. Su
padre siempre había sido un hombre bueno y
responsable dedicado en su trabajo hasta que un día
no encontró más razones para seguir así y se entregó
a la bebida. Fue entonces cuando, en primera
instancia, comenzó a pegar y a insultar a su madre.
Después de un tiempo, fue Kate también maltratada.
Su pasado me hacía comprender, de alguna manera, su
presente.
De repente, me alejé del filo y corrí hacia la
puerta de salida. Sentí la necesidad de hacer una
última cosa. Bajé las escaleras de dos en dos, como
si el tiempo corriera en mi contra, hasta llegar a
la puerta de casa. Con el pulso titubeante y el
aliento entrecortado, abrí la puerta lo más rápido
que pude. El sudor comenzó a brotar por mi frente.
Me planté en mi habitación, cogí un bloc de notas,
arranqué una hoja, que posteriormente dejaría encima
del tocadiscos, y escribí:
Para Kate:
Después de todo, todo es nada.