lla estaba tejiendo como de costumbre. Era una labor
a la que se entregaba desde hacía muchos años, cuando sentía que la soledad comenzaba a invadirle el alma. De
improviso, sonó el teléfono. Contestó amablemente.
Era Leonor, su amiga de siempre. Leonor llamaba para
invitarla a jugar una partida de cartas, pero ésta
no tenía ánimos y rechazó la invitación.
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Ella estaba tejiendo como de costumbre. Era una
labor a la que se entregaba desde hacía
muchos años, cuando sentía que la soledad comenzaba a invadirle el alma. |
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Cuando terminó de hablar con Leonor, dejó de tejer y
se preparó una tacita de té con canela en rama y
clavo. Con el primer sorbo, recordó a su marido
cuando aún estaba vivo. Se sintió tan deprimida que,
mientras se tomaba su té, iba deambulando por la
casa imaginándose que su marido la estaba
acompañando.
En ese momento, su perro entró en la casa y corrió
hacia Elena. Parecía saber lo que ella estaba
pensando. Leonor comprendió lo afortunada que era al
no encontrarse sola e inmediatamente sintió un deseo
tremendo de escribir y expresar en su diario todo lo
que sentía.
13 de octubre de 1993
Querida nieta,
Sé que estás en algún lugar. Hoy me siento
especialmente triste porque todavía no tengo
noticias tuyas. Sigo pensando que existes, pero me
pregunto si eres real o no.
Me estaba tomando una taza de té cuando me acordé de
él. Aunque yo era su segunda esposa, lo amaba como
nunca había amado a nadie, y él sentía lo mismo por
mí.
¿Qué puedo hacer para no pensar más en eso? Si yo
estuviera con él, no habría problemas, pero tu
madre… bueno, bueno, ya te lo contaré otro día.
Esa mañana se despertó a las siete en punto. Bajó a
la planta de abajo y, cuando entró en la cocina,
llamó al perro.
—Golfo, ¿dónde estás? —No oía nada y siguió
llamándolo—. Golfo, ven aquí. Golfo…
Estaba asustada de que no apareciera.
Elena saló al jardín y siguió llamando:
—Golfito, ¿dónde te metes? Tu comida te está
esperando.
Pero Golfo no apareció.
Se quedó de pie en el jardín, apoyada sobre sus
débiles piernas. Parecía una extraña en su propia
casa. Entró y empezó a escribir.
18 de octubre de 1993
Querida nieta,
Sé que estás en algún lugar. Me siento muy sola.
Golfo se ha ido. He perdido las cosas más
importantes de mi vida: mi perro, mis rosas y mis
hijas. Las hijas a las que les contaba historias
cuando eran pequeñas.
¡Ay, mi niña, me siento tan sola…! No puedo hablar
con nadie. Lo único que me mantiene con vida es la
ilusión de conocerte.
Dos días después, apareció Golfo. Estaba sumamente
sucio, pero aún así, Elena lo abrazó.
—Ay, mi chico, ¿dónde has estado? ¿Cómo estás?
¿Tienes hambre o sed? ¡Estoy tan feliz de que hayas
vuelto...! Pensé que nunca lo harías.
21 de octubre de 1993
Querida nieta,
Sé que estás en algún lugar.
Hoy es mi cumpleaños. Sé que ya soy muy mayor, pero
no pierdo la esperanza de verte porque sé que
existes.
Mi deseo de cumpleaños es que tú y tu madre
estuvierais conmigo. Por este motivo te voy a contar
lo que ocurrió entre tu madre y yo: tu madre se fue
de casa cuando murió su padre. Él era la única razón
por la que ella vivía con nosotros, de modo que,
tras su muerte, se marchó. Sin embargo, antes de
irse, me escribió una carta en la que decía lo
siguiente: “Por fin me voy y lo hago para siempre.
No intentes buscarme porque tu vida es tu vida y la
mía es mía”.
Cuando yo leí la carta al día siguiente de su
partida, se me rompió el corazón. Mi hija, mi
querida hija me había abandonado. No quería saber
nada de mí, de su madre, de la persona que la trajo
al mundo... Y todo por un malentendido que ocurrió
hace muchos años.
2 de noviembre de 1993
Querida nieta,
Imagino que te habré hecho daño con lo que te he
contado de tu madre, pero es la verdad y no podía
mentirte. Pero no me malinterpretes. No todo lo que
recuerdo de ella es malo; también fue buena conmigo
alguna vez. Cuando ella era pequeña, le encantaba ir
al parque que hay cerca de nuestra casa. Íbamos
todos los días. Una tarde, un perro le mordió el
brazo. Desde entonces, le tuvo miedo a los perros y
ya no quiso jugar más allí. Sin embargo, cuando
tenía diecinueve años, me hizo un regalo por
Navidad. Era un perrito. Sabía que era lo que yo más
deseaba y por eso me lo regaló. Ese perrito es Golfo
y, por eso, significa tanto para mí.
30 de enero de 1994
Querida nieta,
Siento haber estado tanto tiempo sin escribirte. He
estado ingresada en el hospital. Tengo neumonía.
Mientras tanto, ha sido Leonor quien se ha encargado
de todo en la casa. ¿Te acuerdas de ella? Ayer me
dijo que había hecho algo imperdonable. Había leído
mi diario; no había podido resistir la tentación. Se
disculpó miles de veces y, como se siente tan
culpable, ahora va a hacer todo lo posible por
ayudarme a encontrarte.
En cuanto a mi enfermedad, el médico me ha dicho que
no hay nada de lo que preocuparme, pero cada vez que
me miro al espejo que hay encima de la chimenea, veo
la tristeza que invade mi cara.
Mi querida nieta, sé que estás en algún lugar.
1 de febrero de 1994
Querida nieta,
Debido a mi enfermedad, hoy he empezado el día con
un terrible dolor de cabeza y temblando, pero no
quiero que te preocupes por eso.
Me imagino que te gustaría saber cuál fue el
malentendido entre tu madre y yo, ¿verdad? Bueno,
empezaré por el principio.
Cuando tu abuelo tenía veintitrés años, se casó con
su primera mujer, Rosalía, pero ella cayó enferma
dos años después. Durante el periodo de tiempo que
ella estuvo enferma, tu abuelo y yo nos conocimos y
nos enamoramos. Fue un amor a primera vista, pero el
problema era que él aún estaba casado.
Yo lo amaba verdaderamente. Estaba decidida a
esperar hasta que él comprendiera que sólo había una
persona en el mundo para mí y ése era él. Por eso,
yo esperaría hasta que se divorciara, aunque eso no
fue necesario ya que Rosalía murió diez meses
después.
Pasados unos meses, nos casamos, pero yo estaba
embarazada ya de cinco meses. Pensar que iba a tener
un bebé hizo que me sintiera la mujer más feliz del
mundo. A los cuatro meses nació tu madre. Ella no
sabía lo de mi historia con tu abuelo. Un día,
cuando tu abuelo y yo estábamos en el salón evocando
ese pasaje de nuestra historia, ella, que estaba por
allí, escuchó toda la conversación.
No sé por qué motivo empezó a pensar que era
adoptada, y, desde entonces, no quiso saber lo que
verdaderamente había pasado. Su odio crecía cada día
hacia mí hasta el punto de decir que yo era su
madrastra.
Bueno, cariño, éste es el malentendido. Ella siempre
ha pensado que era adoptada y no lo es, y, a pesar
de de todos estos problemas, la he criado con todo
mi amor.
4 de febrero de 1994
Querida nieta,
Estas navidades han sido las más tristes de mi
existencia a causa de esta enfermedad que no cesa de
quebrantar mi ya menguada salud. La soledad, esta
tremenda soledad también ha repercutido sobre mi
estado de ánimo. Me he acordado de tu abuelo y de tu
madre.
Hoy no me siento muy bien. Mañana tengo cita con el
médico y ojalá no sea nada, porque ya no me quedan
fuerzas para vivir.
Esa tarde, Leonor fue a verla. Cuando entró en el
salón, Elena estaba temblando en el sofá, blanca
como la pared. Su sonrisa había desaparecido de su
cara. Vestía una falda negra y una blusa negra, como
siempre. No podía pronunciar palabra. En un esfuerzo
supremo, logró pronunciar:
—Por favor, Leonor, quédate conmigo. —Y después
cerró los ojos.
Leonor pasó toda la noche con ella, y, al día
siguiente, cuando Elena se despertó, la llevó al
hospital. Los médicos le dijeron que la neumonía
había empeorado. Parecía tranquila, pero su rostro
reflejaba la viva estampa del que está agotando los
últimos momentos de su vida.
—¿Dónde está mi nieta? —preguntó—. Quiero verla
antes de morir.
—No vas a morirte, mujer —dijo Leonor con una
sonrisa forzada.
Dos días después, Elena empeoró. Sus ojos estaban
llenos de pena, su pelo gris estaba revuelto y sus
arrugas más pronunciadas. Se sentía muy sola. De
pronto, Leonor se acercó a ella y le susurró al
oído:
—Hay alguien ahí fuera que quiere verte.
—¿Quién? —preguntó Elena.
—Es una sorpresa.
De repente, apareció ella de la nada. Era Claudia,
su nieta.
Al ver a su abuela, sus ojos no podían dejar de
llorar, y, entre sollozos, le dijo:
—Abuela, estoy segura de que no sabes quién soy. Soy
la persona a la que has estado anhelando durante
tanto tiempo. Mi querida abuela, sí, soy tu nieta.
A Elena sólo le bastó con mirar en lo profundo de
los ojos de Claudia para ver que decía la verdad, y
fue entonces cuando su corazón dio un vuelco.
—¿Estoy soñando, Leonor? Hija mía, ¿pero qué haces
aquí? ¿Cómo te llamas? ¿Qué edad tienes? ¿Dónde está
tu madre? Dime, ¿cómo me has encontrado?
—Tranquilízate, abuela. Lo que necesitas es
descansar. Cuando estés mejor, te lo contaré todo.
Ahora disponemos de todo el tiempo del mundo. Lo que
importa es que te he encontrado. Mi nombre es
Claudia y tengo veinte años. Pero, ¿cómo te
encuentras?
—Mucho mejor ahora que te he visto. Muchísimas
gracias, mi niña. Por fin, Dios ha oído mis
plegarias y me ha dado lo que tanto deseaba antes de
morir.
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