Nous conduisons la grande dance,
La seule où chacun ait son tour,
Et nul ne peut, tant soit-il lourd,
Ne suivre pas nostre cadance.
í. Hoy he sabido que mi vuelta en la danza está más
próxima de lo que imaginaba. No tengo miedo. Desde
la ventana puedo ver, abajo en la calle, los signos
de la vida: vehículos relucientes como luciérnagas,
amas de casa que regresan de la compra, muchachas
sonrientes, saludables, que dentro de pocos años
serán tal vez madres o amantes, eficientes doctoras,
qué sé yo. Lo miro desde mi habitación de hospital.
Pienso que me gustaría abrir la ventana, notar el
aire fresco otra vez, el sol.
El médico vino hoy más temprano que de costumbre. No
había reparado antes en lo mucho que se parece a mí
mismo cuando todavía era joven. Me miró desde detrás
de sus lentes de concha de tal modo que no hicieron
falta las palabras. Luego hizo un comentario
trivial. No le presté atención. Creo que esperaba
que yo respondiera algo. No estoy seguro. Ahora
pienso que debería haber contestado. Antes no me
preocupaban esas cosas. La enfermedad ha exacerbado
mi sensibilidad. En fin, eso ya no tiene remedio.
Ayer no recibí visitas. Francamente, me alegré de
que así fuera. Tenía dolor de cabeza y era agradable
permanecer acomodado en la butaca sin tener que
hablar, sin tener que responder, sin tener que
pensar siquiera, mirando sencillamente las cosas
tras el cristal de la ventana.
He dejado de escribir en el diario. Para qué. No
creo que tenga sentido. Nadie puede comprender lo
que yo siento. No se puede comunicar el dolor, el
miedo, la rabia. Además, siempre me pareció un poco
obsceno transmitir mis sentimientos, convertirlos en
espectáculo, arroparlos incluso con las ridículas
galas de la poesía. Ya, de pequeño, me lo decían.
Este niño es demasiado introvertido. Se lo guarda
todo dentro. Y eso no es bueno. A lo mejor no.
De todas formas, cada uno es como es. Y no creo que
el mal me haya ganado la partida por eso. No. No
tiene nada que ver.
Ya se escucha acercarse por el pasillo el carrito
con la merienda. La enfermera es muy simpática. Es
la única persona que me sigue tratando igual que
antes de los resultados. Por eso espero este momento
con algo parecido a la ilusión. Desde el primer
chirrido amortiguado, muy lejos, en el ala opuesta
de la planta, hasta que se abra la puerta de mi
habitación, transcurre media hora. Minuto más o
menos. El café es muy malo, pero da igual. No es más
que café.
Así pues, me quedan aún treinta minutos de silencio,
de blanda soledad. Es agradable porque sé que,
transcurrido ese modesto lapso de tiempo, ella
girará el pomo de la puerta y entrará con la bandeja
de la merienda. Me mirará a los ojos como a un
amigo, como a un compañero, como a una persona. No
como a un enfermo terminal.
Certum est quod morieris, et incertum
quando aut quomodo aut ubi, quoniam
ubique te mors expectat.
A esta hora, la penumbra invade la habitación y
llena el aire de una extraña complicidad. Hace
calor, la calefacción está siempre demasiado fuerte.
Sin embargo, se adivina un frío cortante en la
calle.
Recuerdo que hace unas semanas miraba la cartelera
de espectáculos en un diario y pensé que quería ver
cierta película. La crítica era alentadora. Pensé
que era mejor esperar un poco para no tener que
soportar las colas en la taquilla. Entonces no me
parecía un problema. Sólo tenía que aguardar. Creía
disponer de un tiempo ilimitado para ir al cine,
para pasear, para visitar un monumento que me espera
desde hace muchos siglos, que seguramente ya no
podré ver nunca.
Por extraño que parezca, ahora me siento como si
acabara de nacer. No quiero acordarme de los años
que se fueron. En realidad es como si sólo hubieran
pasado unos pocos minutos de existencia. Apenas
puedo recordar más de cuatro o cinco atardeceres
contando el de hoy. Apenas conservo la imagen de un
cielo estrellado en una noche de agosto. Apenas unos
ojos quietos en los míos. No. Los números no me
sirven para comprender lo que he dejado atrás. Tengo
la impresión de que hablar de veinte años es caer en
las trampas de la memoria, dejarse llevar por una
corriente plácida, engañosa. No ha podido pasar
tanto tiempo. ¿O sí? A lo mejor es que no estoy
dispuesto a echar cuenta de nada. Qué más da. Al fin
y al cabo estoy en mi derecho. Sólo sé que moriré.
Lo demás es retórica.
Ce sera ton ultime ivresse,
L'ivresse du vin de la Mort.
Siempre hace demasiado calor. Anoche tuve fiebre.
Una enfermera pinchó en la goma del suero una
jeringuilla. No tardé en quedarme dormido. En mis
sueños veo un muro construido con enormes bloques de
granito. Puedo moverlos con gran facilidad, como si
no pesaran nada. Caen lentamente uno tras otro. Pero
en ese instante comprendo que realmente son
pesadísimos. No puedo dejar de mover aquellos
bloques ciclópeos. Siento una angustia infinita. Por
fin no es preciso ningún esfuerzo, ni siquiera el
contacto de mis manos. Los cubos se precipitan
entonces impulsados tan sólo por mi pensamiento.
Cuando era pequeño y caía enfermo, me sucedía algo
parecido. A lo mejor eran esferas en lugar de
bloques cúbicos. Esferas gigantescas que resbalaban
por una pendiente y se acumulaban, una sobre otra,
formando una espantosa muralla que me oprimía el
pecho y me golpeaba las sienes hasta que la fiebre
remitía.
Ahora me parece que aquello era como una borrachera.
También lo de anoche. Como un veneno dulzón que
adormeciera los sentidos despacio, muy despacio,
quizá para siempre. Lo podía sentir: notaba cómo se
deslizaba cada gota a través del tubo y entraba en
las venas. Yo no podía hacer nada. No podía detener
la caída de los bloques sobre mis párpados
semicerrados. ¿O eran esferas?
Alphabeti ultima littera
Hoy he escrito una carta importante. No quiero
marcharme sin dejar resueltos mis asuntos. Nada
importante, pero hay que cuidar los gestos. Después
de todo, los demás lo merecen. Cuando he escrito la
última letra sobre el papel con la estilográfica que
ella me regaló por nuestro aniversario, he
experimentado una paz infinita. Ahora todo está en
orden.
El doctor ha vuelto esta mañana. Me ha dicho que me
envía a casa. En su voz no había jovialidad. En
realidad era la misma voz de siempre, fría, carente
de modulación y de sentimiento. Yo he escuchado en
silencio. Sé exactamente lo que significa esa
decisión.
Le enfermera que me sirve la merienda cada tarde se
ha entretenido hoy algo más de lo habitual. Sólo
entonces me he percatado de que en mi taza había un
excelente café de Colombia. Se me han saltado las
lágrimas. A ella también. Entonces he recuperado
durante unos minutos una imagen que daba por perdida
en los sótanos de la memoria. Con creciente nitidez
se han reconstruido sobre un escenario de naufragio
el viejo aparador con su gran espejo sobre la piedra
de mármol, las pobres sillas de anea, el quicio de
la puerta sin puerta, tan sólo una humilde cortina,
la ventana sobre el ala del tejado cubierto de
jaramagos. También las lluvias torrenciales de
aquellos tiempos. Y la imagen de una mujer reflejada
en la luna del mueble renegrido. Era hermosa. Muy
hermosa. Entonces, mirando a aquella enfermera que
perdía un poco de su valioso tiempo conmigo, que me
traía un café que era un pequeño milagro en aquella
triste sala de hospital, he comprendido que esta
mujer era de algún modo aquella otra que mi memoria
conservó inmovilizada frente a un espejo
antiquísimo.
No tengo prisa. Pronto regresaré a casa. Será grato
reconocer de nuevo los ángulos familiares de los
objetos, los mandos de los grifos, los brazos del
sillón, los pomos de las puertas. Será grato volver,
aunque sólo sea por algún tiempo. Después de todo,
cualquier espacio de tiempo es una forma de
eternidad. Ahora lo sé. Debo aprender a respirar
otra vez, sin urgencias, sin angustia. Cada cosa
sigue su camino. Yo también.
Llueve. Yo había olvidado casi la lluvia. Y es
hermosa. Hace muchos años era un fenómeno
relacionado con relatos sobrenaturales. Luego es
como si hubiera olvidado que puede llover así, igual
que ahora lo hace, a raudales, horas y horas.
Lluvia, la de entonces. Como cuando la riada reventó
los puentes y se los llevó en volandas en busca de
un mar tan lejano. Hubo después una época en que
llovía todas las tardes. A las cinco en punto.
Bueno, más o menos. Entonces el mundo era distinto.
Más grande, más limpio. A lo mejor, por la lluvia.
Uno podía sentarse por la noche en el escalón de la
puerta para conversar con la gente. Se compartía
todo: la alegría, el dolor, el misterio, la ilusión.
Para bien, para mal, no se estaba solo. Luego se
acabó. Llegó la sequía y con ella la desolación. Las
calles antiguas se despoblaron para siempre. Los
niños se hicieron mayores y olvidaron. En los
escalones creció la hierba y las piedras que el uso
no había desmoronado fueron reducidas al polvo por
la soledad. No, ya nada es igual.
Esto no es un ejercicio deliberado de nostalgia.
Viene a propósito de la lluvia que sigue cayendo
afuera. Que seguirá cayendo seguramente toda la
noche. O, lo que es lo mismo, que seguirá cayendo
por toda la eternidad.
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