l salón tenía quinientos metros cuadrados, lleno de
luces fijas y móviles manejadas por un experto en
efectos especiales. El sistema de sonido envolvente
era el más avanzado del medio, hacia sentir al
oyente que era trasladado a un plano superior. El
palco estaba elevado a un metro del público, al cual
se accedía a través de un grupo de pequeños
escalones. El pulpito estaba enclavado en el centro
del promontorio, estaba totalmente enchapado con
laminas de bronce pulido que aparentaba una
brillante barra de oro. Desde este lugar, el orador
parecía emerger como de una crisálida, vestido con
un traje plateado del cual pendían pequeños brillos
que hacia reflejar ases de luces en todas
direcciones. Sobre el fondo, una pantalla gigante
mostraba una cascada de agua imponente que parecía
salpicar todo el lugar. A la derecha y a la
izquierda del predicador, grupos de mujeres con el
cabello teñido de rojo y largas túnicas blancas
tarareaban a coro suaves melodías que hacían de
relleno a las pausas de sermón. Desde el techo, un
rayo gigantesco de luz dejaba caer la bendición del
Altísimo sobre el pastor. El piso estaba forrado con
una alfombra gruesa que daba la sensación de estar
pisando sobre nubes, dos amplias filas de butacas
con un generoso pasillo al medio que finalizaba en
una urna inmensa con forma de cántaro. Era un adorno
particularmente bello para que todos pudieran
depositar sus limosnas y jugosas contribuciones. Las
paredes oscuras y las largas cortinas que cubrían
las ventanas hacían que toda la atención se fijara
al frente del recinto.
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Cada día de reunión, el predicador tenía un sermón
inquisidor con el cual asediaba a los presentes.
Poseía un grupo de apoyo que investigaba a los
fieles y clasificaba a cada uno por sus pecados más
aberrantes y ocultos. El pícaro religioso los
visitaba en sus casas antes de cada reunión para les
comentaba el tema que iba a tratar y los invitaba a
sentarse en la primera fila. En esa oportunidad les
expresaba las necesidades del templo y de la ayuda
que esperaba de la congregación. Luego, se retiraba
y esperaba los acostumbrados resultados desde su
puesto.
Cuando terminaba la disertación, invitaba a todos
los presentes a arrepentirse públicamente y a pagar
a la colectividad con una ofrenda de gran valor que
tuviesen en ese momento como penitencia por la falta
cometida o serían amarrados a las dos argollas que
estaban sujetas al los lados del púlpito y azotados
públicamente. Nunca necesitó golpear a nadie para
conseguir el dinero. Todos iban con sus ahorros, con
préstamos que conseguían en los bancos, o vendiendo
propiedades, autos o joyas. Este sistema era
costoso, pero daba frutos magníficos y nadie se
quejaba, pues sólo los que podían conseguir el
dinero eran visitados; los pobres, con sólo
declararse arrepentidos, eran perdonados.
Luego de la reunión que se realizaba cada cuatro
días, se servía un generoso refrigerio a la canasta
servido por el grupo juvenil que, además, hacía
obras comunitarias y solicitaba colaboración por la
ciudad. La organización era completa y cada tiempo
el emprendimiento comercial se completaba más, tanto
que, al cabo de dos años, contaba con venta de ropa,
de materiales para la construcción, vigilancia
domiciliaria, guardería, y, fuera del ejido
municipal, poseía una ladrillaría y una casa de
descanso para la tercera edad en un extenso terreno
con grandes huertas y árboles frutales, servicio que
se podía contratar con planes de financiación.
Al entrar en el salón donde se realizaban las
reuniones religiosas, se podía apreciar a cuatro
guardias pulcramente vestidos con sus trajes oscuros
y sus equipos sofisticados de comunicaciones, que
daban la grata sensación de seguridad a los
presentes y al principal de la comunidad religiosa,
que, junto con su esposa e hijo de dieciocho años,
recibían a los feligreses. El comienzo de cada
servicio lo hacía con la misma monótona frase:
“Todos, de alguna forma, deben hacerse responsables
de sus pecados y acciones degradantes contra sí,
contra su familia o la comunidad con la que
cohabita, para que sus almas estén a salvo del
infierno o pagar de la forma apropiada”. Luego de
una pequeña pausa, reanudaba el oficio con el
sermón, que el del martes pasado fue la gula, y
comenzó así: “La gula es el deseo desordenado por el
placer conectado con la comida o la bebida. Este
deseo puede ser pecaminoso de varias formas: comer o
beber muy en exceso de lo que el cuerpo necesita, y
consumir bebidas alcohólicas hasta el punto de
perder control total de la razón. La intoxicación
voluntaria es un pecado mortal cuando la gula por
las bebidas alcohólicas comporta imprudencias
temerarias y comportamientos erráticos a causa de la
ingestión irresponsable. En Navidad nos inclinamos a
comer y a beber en exceso, pero un buen cristiano se
apega a la moderación y se convierte en un virtuoso
apelando a su templanza. Creo que hay cientos de
personas que pasan la Navidad de otra manera, y sé
también que parte del dinero que invertimos nosotros
en bebidas alcohólicas para estas fechas podríamos
utilizarlo en ayuda de colaboración con todos los
pobres, trayendo donaciones al templo, que es hogar
del espíritu colectivo”. Muchos de los presentes
fueron tocados con este tema y, a causa de esto,
importantes valores ingresaron.
A medida que explicaba y oraba a viva voz, en medio
del acto teatral, reía, lloraba y aplaudía, y, por
momentos, caía de rodillas con los brazos y la
mirada en alto, con lagrimas en las mejillas,
suplicante, en una puesta en escena magistral. Todos
los sermones estaban poblados de largas pausas,
gritos y ademanes hasta concluir su actuación,
momento en que sus colaboradores lo llamaban el
enviado de la nueva era, el azote del pecado
terrenal y otros muchos títulos acordes al papel que
ejercía, aunque en su vida privada tenía muchas
falencias, que en el círculo íntimo toleraban ya que
éste era bueno en su labor, pero, cada día, sus
actitudes se acrecentaban y ponía en peligro toda la
organización.
Hoy es sábado, está parado frente a todos con su
libro abierto sobre el pulpito dorado y majestuoso,
esbozando una agradable sonrisa hacia la
concurrencia mientras expresa la alegría de ver
nuevos hermanos que hacían presencia en el recinto
donde el mayor del grupo fue invitado a sentarse en
la primera fila, y con claridad dio a conocer el
tema de hoy, la lujuria: “Es el deseo desordenado
por el placer sexual. Los deseos y actos son
desordenados cuando no se conforman al propósito
divino, el cual es propiciar el amor mutuo de entre
los esposos y favorecer la procreación. El pecado de
la lujuria es el apetito desordenado de los deleites
carnales, lascivia o libertinaje. Hay personas
adictas al sexo, a la pornografía y casos graves
como los pederastas. Pero los virtuosos son
vencedores a través de la castidad, con la cual
logran dominar los apetitos sexuales que tanto
denigran al hombre”.
Cuando concluyó el servicio y todos se prestaban a
retirarse del lugar, un anciano recién llegado se
incorporó y, mirando fijamente al pastor, preguntó
si alguien tenía algo de qué arrepentirse. Como
recibió un gran silencio como respuesta, repitió la
pregunta mientras hacía una señal con su mano, lo
que hizo que los de la ultima fila que habían
llegado con él redujeran a los guardias
desprevenidos y trancaran la puerta principal.
Seguidamente, cuatro de ellos subieron al escenario
y amarraron al pastor a las famosas argollas del
promontorio brillante que hacía de pulpito y
destruyeron su ropa dejándolo de rodillas y con el
torso desnudo, entre verdaderos sollozos y una mueca
de estupor. El viejo que encabezaba al grupo
preguntó por tercera vez y solicitó el
arrepentimiento del pecador, pero nadie emitió ni
una sola palabra.
Acto seguido, abrieron la puerta e hicieron ingresar
una silla de ruedas visiblemente destrozada y con
numerosas manchas de sangre en el tapiz. Entonces,
el anciano giró sobre sus talones y se enfrentó a la
multitud expectante, y, luego de una larga pausa
conteniendo la pena y las lagrimas, explicó que
estos hierros retorcidos era lo que quedaba de la
silla de su hijo, que había sido atropellado por el
orador la semana pasada cuando conducía al anochecer
su camioneta 4x4 en total estado de ebriedad y
acompañado por una conocida dama de conducta inmoral
por las inmediaciones de su casa, atravesó la
bocacalle raudamente y cruzó con el semáforo en rojo
al tiempo que el muchacho también lo hacía. Luego de
impactar contra la silla, huyó del lugar y lo
abandonó a su suerte, que fue morir desangrado por
falta de pronta atención.
La indignación se apoderó del lugar, todos se
pusieron de pie en silencio. El sexagenario subió y
se colocó al lado del sollozante pastor, que
suplicaba su perdón a gritos y juraba no volver a
hacerlo, levantó el brazo armado con su bastón y
descargó un golpe seco sobre la espalda desnuda de
éste. Seguidamente dejó caer el elemento al suelo y
se dirigió a la salida. Todos los presentes
comprendieron que eran responsables de completar el
castigo, algunos por puritanismo y otros por rencor;
lo cierto es que antes de retirarse todos del lugar,
el pecador había pagado su falta con lo único que
tenía de gran valor para ofrecer en ese momento como
penitencia, su vida. |