erel, un joven cazador de una aldea al norte de
Eliseis, había abandonado su pequeño pueblo para
salir a recorrer el mundo en busca de fortuna. Tenía
ya noventa años y estaba harto del oficio que
ejercía en su pueblo. Era un dockalfar, un ser de
una raza de piel muy clara y cabello negro. Kerel
era alto y fuerte. Se había criado entre los bosques
rodeado de criaturas salvajes a las que había
amaestrado él mismo. Entre sus hazañas contaba la de
haberse enfrentado con unos monstruos llamados
quimeras, que venían del sur.
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Kerel, un joven cazador de una aldea al norte de
Eliseis, había abandonado su pequeño pueblo para
salir a recorrer el mundo en busca de
fortuna.
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de la Autora. |
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Kerel se había dirigido al norte, y ahora llegaba a
Argent, la ciudad donde nacía el río Lunar. Por las
montañas, en cuyo valle se asentaba el pueblo,
crecía una frondosa floresta. Este bosque había
permanecido deshabitado durante siglos y nadie se
atrevía a cruzarlo para llegar por las montañas a la
llanura de Lun.
El rumor de que un oscuro secreto mantenía a la
gente lejos de la espesura había llegado a oídos de
Kerel y, por contrato del alcalde del pueblo, se
disponía a explorarlo.
—Frente a los agudos sentidos de los de tu raza, no
hay nada que pueda —le dijo el primer edil—. Si eres
capaz de averiguar lo que le sucede al bosque, te
recompensaré con todas las riquezas que sea capaz de
ofrecerte. Ni que decir tiene que la fama y la
gloria te esperan tras tu misión.
Así que, tras llenar de víveres su mochila —por si
se perdía, claro está, pues estaban empezando a
inquietarle los chismorreos de la gente—, se dirigió
hacia las montañas donde se extendía el Bosque de
Argent. Era aún de día y la aventura prometía nada
más comenzar.
Justo al llegar al final del camino del pueblo y
empezar a avanzar por los límites del bosque,
encontró a una anciana que parecía descansar sobre
una roca, tras haber estado recogiendo leña para
caldear su casa por la noche. Era de la raza que
predominaba en esa zona, una silvana, pariente de
los faunos. Al verle por aquel lugar, tan inmerso en
el bosque, le dijo:
—¿Cómo es que no temes cruzar el Bosque de Argent?
¿No sabes que está encantado?
—¿Encantado? —se mofó el alfar—. Venga, vieja, no me
entretengas con tus tonterías. Me habían dicho que
el bosque encerraba un secreto, no que estuviera
“encantado”. ¿Así lo has llamado, no? —dijo sin
dejar de reír.
—No ocurre nada durante el día, muchacho imprudente
—continuó diciendo la silvana, irritada por la
actitud del alfar—, pero sí durante la noche. Al
oscurecer, cuando las sombras inundan el bosque y
los animales se ocultan en sus madrigueras, aparece
la Doncella del Bosque.
—¿Quién es esa “doncella”? —preguntó Kerel, ahora
intrigado por la historia de la vieja.
—Nadie lo sabe —repuso la silvana moviendo hacia
delante y hacia atrás sus orejas de chiva como si
tal cosa. De repente, sus largas orejas pararon en
su balanceo y rígidas quedaron hacia delante,
dándole a la silvana un aspecto más inquietante si
cabía. Indicó a Kerel que se acercara—. Pero, si
alguien la encuentra, jamás vuelve a salir de este
lugar. La Doncella del Bosque se lo lleva con ella
para siempre.
Kerel, que era muy valeroso o, mejor dicho, un
alocado —típico de su edad—, no hizo el menor caso
de las advertencias de la silvana. Siguió adelante
por la espesura sembrada de abetos, y, cuando se dio
la vuelta para ver si la anciana seguía en la
piedra, se dio cuenta de que había desaparecido.
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De repente, una voz le hizo volver a la realidad.
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de la Autora. |
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Sin darle importancia al extraño suceso, siguió
ascendiendo las montañas hasta que llegó a un
manantial; era el lugar donde nacía el río Lunar.
Había una cueva cuyo interior parecía brillar y de
la que surgía el caño del claro líquido. Las aguas
refulgían sobre los guijarros del fondo, que le
daban al torrente el aspecto de ser de plata
fundida. A orillas del manantial crecían unos
árboles que desentonaban con el resto del bosque:
nueve manzanos de grandes y apetitosos frutos. Un
cisne nadaba en la laguna que formaba el manantial.
Kerel se quedó maravillado y se carcajeó del miedo
que tenían los aldeanos al bosque. Pensó que si unos
cuantos de su raza lo habitaran, seguramente sería
un hermoso jardín.
Estaba anocheciendo. La plateada luna, que asomaba
sobre las copas de los árboles, empezaba a brillar
con más fuerza. Kerel no lo notó mucho con sus ojos
de alfar, pero las sombras se iban adueñando de la
zona.
—El lugar perfecto para acampar —se dijo Kerel—.
Agua a un palmo de distancia y fruta con sólo
alargar la mano.
Sacó un poco de pan y queso de su bolsa y empezó a
comerlo distraído. Después tomó unas manzanas, que
lavó en aquellas cristalinas aguas, y sacó una
pequeña flauta y empezó a tocarla por puro
aburrimiento. En ese punto, algo llamó su atención
en extremo: los árboles habían comenzado a gemir en
el momento justo en que él había cogido las
manzanas.
—Tengo que ir buscándome un compañero de aventuras
—se dijo el alfar—. Es aburrido estar solo. Además,
un brazo diestro con la espada no me vendrá mal para
complementar mi destreza con la ballesta…
De repente, una voz le hizo volver a la realidad.
—¿Quién anda ahí? —preguntó tensando su ballesta.
Al ver que era una de las aves del lago la que le
hablaba, exclamó:
—¡Eh! ¡Pero si sabes hablar! ¿O es que soy yo quien
te entiende? —exclamó al tiempo que dejaba el arma
junto a su pierna.
—Soy la ninfa del lago —le dijo el cisne—. Vivo aquí
bajo esta forma. ¿Qué te propones al pasar la noche
aquí?
—Averiguar qué es lo que pasa en este lugar. Me
pagarán bien si lo descubro —le hizo saber el alfar.
Distraídamente cogió la flauta y siguió con la dulce
melodía.
—¡Insensato! ¿Acaso has perdido el juicio? —exclamó
la ninfa-cisne—. ¡Y encima has comido las manzanas
de los árboles!
—¿Qué pasa con las manzanas? —gruñó.
—Nadie puede comerlas. Sobre ellas hay un conjuro
que hace que el que las muerda quede para siempre
dormido. Si te quedas aquí tras haberlas tocado,
morirás. ¡Aléjate inmediatamente antes de que se
haga de noche, ahora que todavía estás a tiempo!
—¡Bah, otra que dice que este bosque está
“encantado”! —rezongó Kerel, muerto de risa—. No voy
a morir por haber comido una manzana y haber bebido
de un manantial. Creo que lo hacéis para que nadie
pueda disfrutar de este maravilloso lugar.
—Te lo he advertido —dijo el cisne, que se alejó
nadando, y, tras alcanzar el centro de la pequeña
laguna, cambió su forma de cisne a la de una mujer,
que se fundió con el agua.
La luna comenzó a reflejarse sobre las aguas del
lago. Las ondas plateadas, que empezaban a
arremolinarse, brillaron con un extraño fulgor.
Kerel, como predijo la ninfa del lago, se quedó
dormido, sin poder hacer nada por evitarlo. Sus
brazos perdieron las fuerzas; intentó correr, pero
le fallaron las piernas. Se desplomó contra el
manzano y perdió lentamente la consciencia...
Tras un sonoro burbujeo, las aguas argénteas se
abrieron y una delicada figura surgió de las
profundidades. Las aves nocturnas empezaron a ulular
asustadas y huyeron de su presencia. Era una hermosa
joven, de una extraordinaria belleza. Sus cabellos
se desparramaban broncíneos en sus hombros y
llegaban más allá de la cintura; sus ojos eran como
dos esmeraldas. Dos alas blancas coronaban su
hermosa cabeza y dos pares más se abrían a su
espalda. Cubierta por una sencilla túnica plateada,
sostenía un pequeño mochuelo de plumaje pardo.
Era difícil discernir su raza; alta como para ser
una alfar o una ninfa —si tuviera alas de mariposa,
podría haber sido un hada—, su cabello metálico la
hacía no pertenecer a ninguna ellas. Sea como fuere,
la Doncella del Bosque tenía una luz en los ojos que
desvelaba haber existido desde hace muchos años pero
que la cuenta se detuvo en la flor de su vida, tenía
un aire inmortal.
La mujer advirtió enseguida la presencia del joven
alfar dormido. Se acercó a él y vio los restos de
las manzanas que había comido. Tenía que cumplir su
tarea. ¡Pero este joven era tan hermoso...! Y
parecía estar tan solo como ella. Se inclinó junto a
él y le acarició el rostro, distraída...
El mochuelo de su mano comenzó a ulular. La Doncella
del Bosque apartó la mano de la mejilla del joven
haciendo caso a su ave y retrocedió unos pasos. ¡No
debía mostrar compasión con él!
El efecto del sueño mágico acabó y Kerel se despertó
sobresaltado. Contempló a la mujer que tenía delante
de él y se quedó maravillado.
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—Me resignaré —dijo la Doncella del Bosque con
lágrimas en los ojos, que adquirieron un tono aún
más brillante—, pues no quiero salvarme sacrificando
la vida de otros.
Imagen de la Autora. |
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—¿Cómo te has atrevido a pasar aquí la noche?
—preguntó la Doncella del Bosque, abatida por lo que
tenía que hacer—. ¿Acaso no te han advertido del
peligro que corrías si probabas las manzanas?
—Sí —respondió Kerel embelesado—. Pero no creo que
tú puedas hacerme el menor daño. Eres demasiado
hermosa.
—Te equivocas —dijo la doncella—. Puedo hacer el
bien, pero también mucho mal... Mi misión ha sido
desde siempre custodiar el lago y los manzanos. Ya
que has desobedecido las advertencias de la
guardiana del lago, te convertirás en uno de ellos.
Dándose cuenta del peligro que corría, Kerel quiso
huir, pero de nada le valió. El mochuelo que la
Doncella del Bosque llevaba en la mano desplegó las
alas y dijo una palabra mágica. En ese instante, al
alfar se le hundieron los pies en el suelo, sus
brazos se transformaron en ramas, los cabellos en
hojas, su piel se fue cubriendo de corteza...
—Ya hay diez manzanos —le dijo la joven al
mochuelo—. ¿Por qué tiene que suceder siempre así?
Estoy cansada de infligir tanta maldad...
El mochuelo, que era un espíritu que había tomado
esa forma para custodiarla y vigilar que cumpliera
con su cometido, le dijo entonces:
—Laknanar. No debes mostrar piedad ahora… Ya casi ha
acabado todo… Volverás a casa.
—Fui castigada por desobedecer a los dioses que
estaban por encima de mí, pero yo siempre cumplí con
mi deber, hasta aquella vez...
Kerel asistía a aquella escena sin que fuera capaz
de intervenir. Aún su corazón palpitaba bajo la
corteza.
—A las apsaras no les está permitido intervenir en
el destino de los mortales —dijo el mochuelo—. Por
eso fuiste castigada.
—¡Jamás haría eso! —se quejó la doncella—. Todos lo
sabían. Esa mentira fue sólo una excusa. Nirûr me
amaba, y quería que correspondiera a su amor. Un día
me entregó una manzana de oro con la que podría
tener igual poder que él... y convertirme en su
esposa. Yo me negué en rotundo y, tras montar toda
aquella farsa..., ¡me enviaron aquí, a custodiar
este bosque!
»Hasta que no haya tantos manzanos como dedos hay
en tus manos, quedarás atrapada en ese mundo” —me
dijo—. Ahora, cuando los hombres vengan a este
bosque queriendo verte, ¡no podrán jamás tocarte! Si
yo no te tengo, no te poseerá nadie. Porque por mi
voluntad aquí, te digo, estúpida apsara, que
quedarán convertidos en árboles.
¡Y estoy tan sola...! —se lamentó la joven—. ¿Cómo
podré escapar de mi maldición? —le preguntó al
mochuelo—. Me sentiría aún más maldita al ser libre
a costa de otros… —bajó la cabeza y suspiró—. Tú
tienes el poder de devolverlos a su verdadera forma.
¡Hazlo, por favor!
—¿Sabes a lo que te expones…y a lo que me expongo
yo? —preguntó a la apsara inmortal—. Si doy libertad
a los hombres convertidos en manzanos, tú tendrás
que volver al fondo de la cueva del lago,
envejecerás y morirás, y tu espíritu jamás regresará
a Arunor.
—Me resignaré —dijo la Doncella del Bosque con
lágrimas en los ojos, que adquirieron un tono aún
más brillante—, pues no quiero salvarme sacrificando
la vida de otros.
»¡Dioses que habitáis en las tierras verdes de
Arunor! —imploró—. Mostrad vuestra compasión
conmigo. Yo nunca os he pedido nada; siempre os he
servido. Jamás falté a mi deber. He sido humillada y
condenada por un delito que no cometí. ¡Por favor,
tened piedad de mí!
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Sus ojos eran ahora
más oscuros, más acuosos, más reales. Acarició el
rostro de Kerel con amor, como había hecho antes de que se
transformara en árbol y lo besó con ternura.
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Esta súplica conmovió a Ameb, la sagrada Diosa de la
Compasión, que, tomando la forma de un ruiseñor,
descendió a la tierra de los mortales y con su pico
tocó cada árbol. Al instante, todos lo jóvenes
volvieron a su forma original, tal vez hasta más
hermosos que antes. Huyeron en distintas
direcciones, excepto Kerel que se quedó donde
estaba.
Laknanar seguía en pie, con el mochuelo en su pálida
mano. Empezó a sentir cómo languidecía, cómo iba
perdiendo sus fuerzas, al tiempo que sus plumas iban
desprendiéndose como si fueran las hojas de un
árbol. Pero Kerel, guiado por el impulso de su
corazón, corrió hacia ella, la abrazó y la besó.
—¡Escúchame, no volverás a estar sola! —le dijo a la
apsara celestial—. Acompáñame en mi camino.
Laknanar, la Doncella del Bosque, comprendió que ya
no volvería a estar sola. No sería una diosa, pero
sería feliz con un mortal. Abrió los ojos, y miró a
Kerel con su nueva vista. Sus ojos eran ahora más
oscuros, más acuosos, más reales. Acarició el rostro
de Kerel con amor, como había hecho antes de que se
transformara en árbol y lo besó con ternura.
La oscuridad fue desapareciendo del bosque. El sol
comenzó a bañar las hojas de los árboles. Las aves
comenzaron de nuevo a trinar como no lo habían hecho
desde hacía años.
Kerel fue acompañado por Laknanar hasta el pueblo de
Argent. La joven parecía una alfar; las alas habían
desaparecido, el color volvió a su piel. Grande fue
la sorpresa del alcalde al ver vivo al joven alfar,
al que ya creía desaparecido o muerto.
—Yo cumplo mis promesas —dijo el edil sonriendo—.
Dime lo que más desees y te lo concederé.
—No quiero más de lo que ya tengo —le respondió y
miró a la Doncella del Bosque—. Bueno... —dijo ante
la mirada insistente del alcalde y la de todo el
pueblo, que se había congregado alrededor—. Quiero
un lugar donde podamos vivir tranquilos el resto de
nuestros días. No pediré más. |